7: El alcalde de Tinder

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A pesar de que ya tenía algunos meses de vuelta en Nueva York, no me había atrevido a volver a la cafetería en la que Nate y yo tomábamos malteadas cuando salíamos del instituto

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A pesar de que ya tenía algunos meses de vuelta en Nueva York, no me había atrevido a volver a la cafetería en la que Nate y yo tomábamos malteadas cuando salíamos del instituto. Eran demasiados recuerdos que no me gustaba remover.

Ahora no solo estaba removiendo recuerdos, sino que estaba reviviendo momentos con el mismísimo Nate.

Todo a nuestro alrededor permanecía igual. El color rosa pastel desgastado y viejo se mantenía en las paredes; las mesas de metal fáciles de limpiar; el aroma a panqueques, chocolate, café, y wafles nos deleitaba todos los sentidos. Las fotos de cantantes de décadas pasadas como Elvis, Whitney, Michael Jackson, Frank Sinatra. Incluso algunas de las camareras eran las mismas de hace ocho años, lo único que había cambiado en ellas eran los kilos de más y las arrugas en sus rostros. Aquello era como una cápsula del tiempo.

Nate y yo sentamos en nuestra mesa de siempre: la de la esquina al fondo de la cafetería, como si en cada ocasión estuviéramos a punto de contarnos secretos invaluables y no quisiéramos que nadie escuchara o sospechara nuestros tópicos de conversación.

Intentaba no mirarlo fijamente porque, aunque Nate lucía casi idéntico al chico que dejé en Manhattan hacía tantos años, ahora era mucho más atractivo.

Ese sábado en particular lucía como un personaje de una película neoyorkina, con unos pantalones caqui cortos que enseñaban sus canillas ejercitadas y firmes, y una franela negra que resaltaba el tono crema y ligeramente bronceado de su piel, enseñando los músculos que se notaba que trabajaba en algún gimnasio. Se había rebajado el cabello, delatando que ya no era un adolescente, pero aun así las variaciones de su color castaño eran un milagro a la vista.

Y su colonia.

El aroma que desprendía tenía que ser ilegal, dado que llamaba a la parte salvaje de cualquier persona.

—Entonces, ¿qué has hecho estos ocho años, viviste en San Francisco todo ese tiempo?

Le di un sorbo a mi malteada de Oreo y busqué las palabras correctas para resumirle lo que había pasado conmigo estos últimos años sin revelarle demasiado.

Sabía que Nate no estaba listo para saber que por él me había ido a San Francisco, y mucho menos estaba preparado para escuchar el verdadero motivo por el cual me devolví a Nueva York.

—Viví allá gran parte del tiempo. Estudié Bellas Artes y al graduarme, trabajé en un museo mientras intentaba abrirme paso con mis obras. Después de casi siete años en California, me devolví a mi hogar.

—¿Por qué regresaste? —indagó, curioso—. No es que no me agrade que estés acá, pero ¿no te iba bien allá?

—Laboralmente sí. Es solo que... —Mordí el interior de mis mejillas volviendo a analizar qué explicación sería la más acorde para darle a Nate—, pasé muchos años en una relación y al terminar intenté quedarme en la ciudad como si no me afectara, pero sí que lo hacía. Decidí regresar a Nueva York esperando no tener que ver a Charlie de nuevo.

Vendiendo mentiras © [Vendedores #2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora