El cuento de Isaac

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No hay luz ni oscuridad, únicamente el añil de un día que se detuvo. Te sientes solo, pero no incómodo. No recuerdas que la soledad te diera aquella sensación de sosiego. Caminas por lo que es tu habitación, tu amado espacio. Tiene tanto de ti, que podría ser tu gemelo banal. Ocupas lugar en la silla del escritorio. Lo hueles, conserva un aroma a madera con tiempo estancado, ese olor te acompañó por tanto tiempo mientras hacías mundos a través de tus escritos. Suspiras. No puedes hilar ideas, no más, todo se ha detenido para ti. No hay ángeles, tampoco demonios, ni suenan trompetas. Solo motas de polvo danzan y danzan; son lo único que ha quedado del tiempo. Te paras de la vieja silla sin motivo. No puedes pensar con claridad, solo eres esclavo de una sensación que ya no puedes describir. Caminas hacia la ventana, recorres las cortinas. Ves que el cielo también se ha detenido. El gris plomizo de las nubes congeladas anuncia una llovizna. Te preguntas si la verás. Amas la lluvia, crees que hace desaparecer a la humanidad cuando cae con ira. Amas a la lluvia, te lo dices y recuerdas que así es. Sonríes, no te habías percatado hasta en ese momento lo hermoso que es vivir y poder contemplar las diversas facetas de la madre naturaleza.
—Vivir es hermoso —murmuras.

Dejas atrás la ventana. Vuelves a la vieja mesa que usabas de escritorio. Llevas tus dedos a la madera y la acaricias como a un sueño que intentas mantener al despertar. Miras tu vida ahí, apilada en escritos. Te preguntas de qué te ha servido lo que has hecho. Suspiras, no encuentras respuestas.
Te acuestas en la pequeña cama que tantas veces te recibió y resguardó tu cuerpo mientras viajabas en sueños. Te da respuestas el techo blanco donde un bombillo cuelga. Recuerdas las noches que pasaste en esa cama imaginando, mientras la pared se convertía en un portal que te llevaba al interior de tu cabeza. Reconoces esas horas felices donde creabas mundos y vidas. Claro, la respuesta es simple, muy simple.
—Lo que he hecho me ha servido para comprobar mi existencia y para disfrutar mi vida en el proceso. El inicio y el final no eran la meta, sino el camino y la satisfacción de saber que podía lograrlo. Qué bonito es vivir —te dices con honestidad.

El aroma a petricor te saca de tu diálogo. Recuerdas cuando eras un niño y te mojabas debajo de la lluvia. También, recuerdas que tus vivencias amenas fueron tu mayor inspiración.

Dejas la cama. Ya cerraste ciclos en tu habitación. Estás en paz ahí y sabes que fue tu pequeño paraíso. Sales y caminas por el estrecho pasillo, hay una puerta cerrada, es la recamara de alguien que conoces, pero no recuerdas del todo. Ya olvidaste su cara, tono de voz, expresiones, aroma y más. Intentas llamar a la puerta, pero te detienes. Breves fragmentos de recuerdos te detienen. Esa persona llegó a herir tu corazón. Sin embargo, sabes que tú tampoco fuiste honesto, no hablaste con tu verdad ni con tu sentir. Ya no hay vuelta atrás, ya no puedes decirle lo que sientes, tampoco un lo siento por las cosas malas. Ya no te importa lo que te hizo, ya se quedó atrás. Te acercas a la puerta, y de tus rígidos labios le murmuras la verdad. Las palabras que salieron se convierten en pequeños pájaros que vuelan cerca de la puerta. Pides que ojalá en sueños le llegue tu comunicado.

En el pasillo aparecen más puertas, cada una son personas que conoces, pero olvidaste físicamente, para ti, son siluetas humanas que actuaron el teatro de tu vida. Sin perturbar y como una quimera hace, no llamas a las puertas, te limitas a susurrar como las musas lo hacen en el oído de los poetas. Hablas con la verdad, les dices lo que hay en tu corazón. Las palabras de nuevo se convierten en pájaros de diversas tonalidades y cantos variados. La verdad te libera. No te sientes triste, tampoco enojado, menos preocupado. Ya dijiste lo que había en el fondo de ti, lo liberaste. El pasillo se alarga, las puertas desaparecen, quedan los pájaros cantando tu mensaje.
Lentamente el añil se vuelve noche. Todo se ha apagado. No obstante, vislumbras a la distancia el relieve de una puerta. Caminas sin prisas, ya no las hay. Giras el frío picaporte. Del otro lado se encuentra la sala. Ahí está tu cómodo sillón, tus libreros que colecciona las vidas que has leído y la alfombra que almacena gotas de café y té. Miras los libros. Consideras que fue todo un gusto haberlos leído casi todos. Caminas hacia el sillón y te sientas. Es mullido, ya tiene tu forma, con el pasar de los años lo acoplaste a ti. Recuerdas los días que pasaste ahí y te das cuenta de que un simple sillón te puede contar tantas cosas. Echas una mirada en un muro, ahí hay fotografías y un par de pinturas. Reconoces a las personas retratadas, pero ya están lejos de ti. Te incorporas para verte de cerca desde el pasado congelado en el papel fotográfico. Al ver las fotos, vives efímeramente aquellos momentos capturados. Sueltas otro suspiro que se va lejos de ti. Levantas tu mano y la agitas de un lado a otro.
Dejas atrás otro pequeño paraíso que tenía tanto de ti.

Caminas hacia el comedor. Te frenas de golpe, una lejana emoción que antes era muy llegada a ti te sacude un poco. Giras, intentando regresar al paraíso, ya no está. Hay un muro detrás de ti que te impide regresar. Estás sintiendo algo que antes no. Te perturba esa pequeña emoción que grita en tu oído y agita tu corazón. Te das cuenta de que es un reflejo de algo pasado. Se queda atrás tu sentir. Avanzas hacia delante.
Con la elegancia de un gato, tomas lugar en una silla del extremo del comedor. Te parece que es más largo a como lo recordabas. Hay demasiada penumbra, una pequeñita vela en el centro del alargado comedor ilumina lo que puede. Contemplas a tu alrededor y recuerdas cuántas amenas conversaciones se dieron ahí. Estás en otro de tus paraísos. De un momento a otro, se prenden las velas que no hacían más que de adorno. Ya es visible el otro extremo del comedor.

—Hola —te dices a ti mismo. No hay respuesta. No importa, prosigues—: Fue increíble, lo fue. Estoy bien, ya estoy bien. Ya nada me duele, ya nada me aflige, ya nada me lastima, ya nada, ya no soy nada. —Sonríes—. Espero vivir en los recuerdos de los demás como un buen humano que les dejó algo útil en su vida. —Juntas tus manos como si rezaras.
Miras a detalle el otro extremo del largo comedor de cristal. Tu cuerpo rígido se encuentra ahí. Tu cabeza reposa en el cristal, los brazos flácidos cuelgan y una carta se ha hecho ilegible debido a la sangre. Suspiras. Dejas tu lugar, caminas lentamente hacia tu cuerpo. Te paras al lado y comienzas de nuevo a hablar:

—Ya estoy en paz —dices sonriendo—. Los pájaros ya cantan en el oído de los soñadores y pronto lloverá. Es un buen momento para irnos, lo es. Ya no me pesa nada en el corazón. Oye, no te culpes. —Colocas tu mano en el hombro del cadáver—. Así fue nuestra decisión. Lo malo predominó, sí, pero vivimos lo que tuvimos que vivir, y ya me he dado cuenta lo magnífico que fue. Ya me perdoné. Vámonos, te aseguro que después de esto no hay nada de lo tenebroso que nos llegaron a inculcar. Después de esto ya no hay nada que conozcamos. No temas.

Observas como el escuálido y gris cadáver se sacude un poco. Sabes que ya te ha aceptado y reconoce lo que hizo. Te incorporas a este sin dificultad.

Todo se pone oscuro. Te has apagado por completo. 

Cuando cierro los ojos se van los santosWhere stories live. Discover now