Copos de nieve en un lugar secreto

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Mis piernas eran de espagueti. Huyendo de las preguntas que llegaban a mi alcoholizada cabeza, terminé aceptando más bebida. Estaba alegre, no me importó una más, una menos. Era mi momento de disfrutar y desvanecerme lentamente con la ayuda del alcohol. Pero no pasaba eso, en mi mente cruzaban varias preguntas y recuerdos, fugaces como una estrella que no cumplía deseos. Daniel bebía y cabeceaba. Comenzó a reírse de algo que no dijo, tal vez era un gracioso chiste interno. No lo supe, pero se veía encantador con sus mejillas sonrojadas y tan feliz.

—En el baño vi a dos tipos besándose y tocándose —solté la lengua—. Pensé en ti... ya sabes, porque tenías un amorío con tu profesor —dije arrastrando un poco las palabras.

—¿Y eso tiene algo de malo? —cuestionó borracho, con el ceño fruncido y la mirada un tanto perdida.

Sus mejillas parecían que se prendieron en fuego y olvidado el resto de su rostro nacarado y pecoso. Llevé mi mirada en sus labios, rojizos, hinchados y carnosos. Recordé a los chicos del baño. Todo desapareció, solo éramos él y yo.

—No, bueno, sí. No lo sé... —Solté un suspiro—. Ahora no puedo dejar de pensar en eso. —Apoyé mis codos en la mesa y sujeté mis mejillas con la mano—. No he vivido nada y de repente me llega una bomba de cosas nuevas que no puedo asimilar del todo. No sé en qué pensar. Demonios. Me siento tan tonto. —Cerré los ojos por un momento.
Todo había cambiado con el alcohol, estaba en otra realidad, una teñida de malta.

—Ya veo. —Se delineó en su arrebolado rostro una sonrisa agraciada—. Te confundo.

—Un poco... Pero eres interesante. A tu lado no me siento triste, ni solo, ni amargado, ni nada. Me siento yo. Es tan, pero tan agradable, que a veces pienso que estoy soñando. Apoyé mi cabeza en la mesa y miré fijamente a Daniel, grabándome cada parte de su ser, hasta los mechones que deslumbraban con la tenue luz del bar y parecían ser de oro.

—Mejor nos vamos, estás ya muy perdido. Mañana te avergonzarás de tus palabras. —Daniel se levantó tambaleándose y vistió de nuevo su gruesa chamarra oscura.

—Creo que tienes razón, sueles tenerla. Daniel es un chico listo. —Asentí varías veces.

—De ser así no tendría tan malas notas y no estaría en la clase C. —Estiró su mano y me la ofreció mientras me reprendía con la mirada.

—Pero tú tocas el piano como un profesional. ¡De seguro tienes malas notas por dedicarte a tocar el piano! Y a tu profesor —farfullé lo último.

Sujeté la mano ofrecida, y como si esta fuera un bastón, me paré apoyándome. Al tomar su mano, me recorrió mi cuerpo un extraño cosquilleo. Era delicada, como esperaría que fuera la de un pianista y cálida como un rayo de sol joven.

—Eres terrible borracho, pero tienes toda la razón, extrañamente. ¿No lees mis pensamientos? —preguntó Daniel sonriendo.

—Quisiera. Así sabría lo que me pregunto —dije pensativo.

Daniel llevó mi brazo alrededor de su cuello, mi cabeza chocó con la suya. Mientras caminábamos juntos hacia la salida, él prendió un cigarrillo.

—¿Qué es lo que quieres saber? Hoy te responderé todo, porque estoy alcoholizado —dijo al salir del bar conmigo y darle una calada al cigarro.

Exhaló el humo en el espumoso cielo de nubes caóticas que lloraban copos de nieve.

—¿Te agrado? ¿No te parezco odioso? A veces siento que la gente cree que soy un insoportable, engreído, presumido y más. Solo porque no me sé expresarme y mantengo mi distancia.

—No serías mi amigo si no me gustaras. —Tomó mi mano fría y la calentó con la suya al frotarla—. Es una ley universal: tus amistades te gustan. Pero obvio, no todos lo dicen así. —Sonrió como los demonios hacen para seducir.

—Nada te da vergüenza. —Llevé mi cabeza al lado de la suya.

—No. La vida es muy corta para ir sintiendo vergüenza de todo —aseguró.

Caminamos juntos apoyándonos, tambaleándonos y riéndonos por eso. Aunque íbamos en contra del flujo de personas que transitaba las calles adornadas, la gente, para mí, no era más que maniquís en un escaparate. Ya no había tristeza en mí. Todo era tan bonito, las calles adornadas, los maniquís felices paseando por los rústicos andadores, el sonido de las risas viajar a través del frío viento. Las mejillas sonrojadas de Daniel, su tierna sonrisa, los ojos de luna llena, su amena risa y su cálida presencia; la que me servía de soporte. Atesoré la agradable sensación de divagar sin demonios en mi mente con mi amigo. Me sentía seguro y completo a su lado.

Después de deambular un rato en el centro, nos topamos en el camino con un estudio de tatuajes que abría las veinticuatro horas. En el momento nos pareció buena idea hacernos un pequeño tatuaje, en un lugar donde no pudiera ser visto y que fueran idénticos, para condecorar nuestra amistad. Como nos conocimos en inicios de invierno, optamos por un copo de nieve de un milímetro en parte más baja del abdomen, donde un traje de baño pudiera seguir cubriendo nuestra travesura y ocurrencia. El musculoso y calvo tatuador no se negó en hacerlo, a pesar de que éramos menores de edad y estábamos alcoholizados, con que le pagáramos era más que suficiente. Estábamos tan eufóricos que el momento se pasó en suspirar y no nos dolió cuando la aguja se enterró en nuestra piel dejando a su paso un rastro de tinta oscura.

No fue complicado regresar, pasaban muchos taxis en las calles concurridas del centro. Tomamos uno y entramos por donde salimos. Recuerdo que miré el reloj que adornaba mi muñeca, eran casi las cuatro de la mañana. Antes de dividirnos a nuestros respectivos dormitorios, conversamos un poco más, cerca de la fuente de la virgen.

—Tienes que mostrarme tus cuentos —habló Daniel en voz baja y risueño.

—Solo si me ayudas mejorar en el piano —propuse.

—Cumples un castigo, ¿lo olvidas? Me pegaste —comentó mimado y llevó su mano donde una vez hubo un moretón.

—Me levantarán el castigo... Cuando regresemos a clases —comenté con pesar.

—No, no hablemos de las clases. —Torció un poco la mueca—. ¿No se puede quedar el tiempo así? —Sacó otro cigarrillo de la cajetilla que guardaba en su chamarra—. Odio este lugar, es el peor de todos en los que he estado. —Prendió el cigarrillo y lo llevó a sus rojizos labios que temblaban ligeramente por el frío.

Bajé la cabeza y miré el vaho de mi respiración. Estaba tan emocionado que no percibí el frío.

—Yo también lo odio, pero no tengo nada más —murmuré.

Para ese momento había disminuido el efecto del alcohol.

—Un día nos iremos y posiblemente extrañaremos estos días. —Exhaló el humo hacia el grisáceo cielo nevado—. Es hora, se ve que seguirá nevado.

Tiró el cigarrillo apenas empezado al suelo y lo pisó, enterrándolo en la fina capa de nieve—. No veremos el amanecer. Qué más da. —Se encogió de hombros—. Hasta luego, Isa.

—Nos vemos... Gracias por sacarme un rato de esta prisión.

—Lo haremos más seguido —dijo Daniel serio, como si se tratara de una promesa.

Por un momento, nos quedamos planteados, mirándonos de frente a frente, sin decir nada. Había algo que deseábamos decirnos en ese momento, pero no teníamos el suficiente valor para reconocer cómo nos sentíamos y expresarlo. Daniel sonrió como solía hacerlo, angelicalmente. Alzó su mano, despidiéndose, la agitó de un lado a otro y después caminó hacia su dormitorio.

Me quedé con las palabras atoradas en mi garganta, asfixiándome un poco con ellas.



Cuando cierro los ojos se van los santosWhere stories live. Discover now