El anillo

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Caminé al lado de Albert, sin cuestionarle. Mi instinto me decía que lo siguiera. Extrañamente, no había monjas cuidando el dormitorio, era como Albert decía, bajaban la guardia los fines de semana, más porque la mayoría de alumnos iban a sus hogares y otros usaban el permiso para salir.

Terminamos plantados enfrente de la vieja reja que daba acceso al bosque. Pensé en Daniel, en todas las veces que escalamos la reja para estar juntos en paz, en aquella capilla donde las miradas juiciosas no llegaban. El suelo se encontraba tapizado por el follaje de caramelo. El otoño estaba presente en todo lo que mirara. El sol tierno de la mañana se veía ausente detrás de las grises nubes que se iban despejando con el aire. Albert escaló la reja y yo lo miré extrañado. No pensaba en él como una persona que le gustara meterse en problemas. Lo recordaba más como el chico que se mantenía al margen de todo y hablaba poco. Fue agradable conocer otra faceta de él. Se encontraba decidido. Fui detrás de él. Caminamos por el bosque, escuché el follaje quebrarse ante mis pisadas y los cantos lejanos de los pájaros. Inexplicablemente, al estar cerca de él, todo era normal, no había de esas cosas que me alteraban.

—¿Qué sucede? —le pregunté cuando no soporté más el silencio.

—No hay tiempo, si dudo... no lo lograré —habló Albert en un apacible hilo de voz que detonaba tristeza.

—¿Lograr qué?

—¿Alguna vez has tenido un sueño tan vívido que parece ser real? —preguntó.

—Seguido.

—Quiero cambiar ese sueño... Y solo lo lograré si soy más audaz.

—¿Qué pasaba en tu sueño? —curioseé.

Albert se detuvo y sin dejar de ver hacia el horizonte, habló:

—Estabas muerto.

Al escucharlo el corazón se me estrujó. No dudé en lo que decía, algo dentro de mí sabía que su sueño podría volverse real.

—Seguro fue una pesadilla —comenté risueño.

—Eso espero. Podré mi granito de arena para que no suceda. Iremos ya a ver a la bruja. —Tomó mi mano y me hizo caminar con él.
Me percaté de que le temblaba y le sudaba la mano. Cuando Daniel me tomaba la mano, lo hacía con seguridad y que su agarre me reclamaba como suyo.

—¿Por qué quieres cambiar eso? —pregunté tímidamente.

—No podría soportar perder a alguien más. —Siguió caminando.

—Albert...

—No te preocupes, regresaremos antes de la inspección —aseguró.

Caminamos por un largo rato, salimos a una de las muchas carreteras que dividían el bosque. Esperamos a que pasara algún taxi, pero el tiempo transcurría con velocidad y no se vislumbraba ninguno en la gris carretera, únicamente transitaban de manera esporádica carros particulares. Albert, sonrojado, decidió pedir un aventón a los carros que se aproximaban. Le ayudé al ver que podría morir de vergüenza. Se detuvo un granjero que pasaba por el lugar y nos ofreció llevarnos cerca del centro de la ciudad en la caja de la camioneta. Ocupamos lugar encima del heno que cargaba la camioneta. Sonreí avergonzado, era todo tan ilógico, pero ameno.

En el movimiento vi a los árboles mezclarse con el viento y el entorno. Después, llevé mi mirada en Albert, su cabello de sol naciente se agitaba con el aire. Me pareció que era el rayo más tierno del sol de otoño. Llevó algunos mechones ondulados detrás de su oído. Ahí fue cuando contemplé los dedos de su mano, tan finos y delicados como las patas de una araña, y como su propia complexión. Era algo sublime que se debía prestarle la atención debida o desaparecería con el ruido más fuerte que su propia voz. Al parecer, percibió el peso de mi mirada, me correspondió y sonrió con una ternura digna de él. Le sonreí sutilmente. La culpa llegó, sabía que si Daniel se enteraba de esto se enojaría. Odié aquella sensación que me aprisionaba, la idea de hacer enojar a alguien que amaba por mis actos.

Cuando cierro los ojos se van los santosWhere stories live. Discover now