🔥 Capítulo 4

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A la noche siguiente me encontraba haciendo las maletas para cuando Alice llegase a recogerme, aunque aún tenía la esperanza de que mi madre no me dejase ir. Al parecer, ella veía con buenos ojos mi viaje. Opinaba que me ayudaría a despejarme después de todo lo que había pasado; de lo del coma, el accidente, mi padre y Ronan.

¡Mierda, yo no quería ir! Había estado intentando cancelarlo, pero a mi voz no le daba la gana salir. Lo único que quería era vivir junto a mi familia y rehacer mi vida, buscar un trabajo, estar al día con mis amigos y pensar en qué estudiar en un futuro. ¿Era mucho pedir?

Cerré la maleta, me puse frente al pequeño espejo colgado de la puerta del armario y me coloqué el flequillo que caía sobre mi frente como a mí tanto me gustaba. Una vez que estuve lista, me puse una chaqueta, cogí el asa del macuto y me dirigí al salón. Audrey y mi madre ya me estaban esperando allí para despedirse.

—Alice está abajo con el coche —me dijo Irie.

—Vale. Volveré pronto, lo prometo.

Esperaba que así fuera.

Abracé a mi madre y luego a mi hermana, quien no dudó en hacerme saber con un leve meneo de cabeza que no aprobaba mi partida. Yo tampoco, mas no podía hacer nada. Ni siquiera estaba segura de si había alguien controlándome en la distancia o si mi cerebro estaba atrofiado. No me extrañaba que se me hubiese quemado algo importante en el incendio. Todo me parecía de locos.

—Tened cuidado —pidió mamá.

—Y avisad cuando lleguéis —agregó Audrey.

Tras asegurarles que lo haríamos, me marché. Nada más salir del portal, Alice me ayudó a meter la maleta en el maletero y justo antes de cerrarlo, algo pequeño y duro colisionó contra la parte trasera de mi cabeza. Me quejé y me di la vuelta para buscar al culpable; no vi a nadie. Fruncí el ceño y rastreé el suelo hasta dar con el causante del daño: una pequeña piedrecita.

—¿Qué te pasa? —cuestionó mi amiga con confusión.

—Me han tirado algo.

—¿Quién?

No respondí, continué con la búsqueda del responsable hasta que algo me empujó contra el maletero, haciendo que me quedara sentada en el borde. Me levanté de inmediato e inspeccioné con una rápida mirada los alrededores.

—¿Estás bien, Gaia? —quiso saber Alice—. ¿Te has mareado?

—Algo me ha empujado.

—¿Algo? —repitió entre risas—. Pues como no sea invisible... Yo no he visto nada, Gaia. Tal vez te hayas tropezado.

Sí, me había tropezado.

Quizás solo estuviese un tanto paranoica. Al fin y al cabo, hacía un día que había salido del hospital. No sabía a qué se deberían todos esos sucesos extraños, pero me tranquilizaba pensar que tenía algún tipo de relación lógica con el accidente y el haber estado cinco años en coma. Debía ser eso. Mis sentidos aún estaban dormidos, ahora tocaba despertarlos.

El sonido del maletero cerrándose me sacó de mi ensoñación. Me obligué a no darle más vueltas al asunto y me monté en el coche junto con Alice, ella en el asiento del conductor y yo en el del copiloto. En cuanto estuvimos listas, emprendimos el rumbo hacia Saranac Lake.

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Eran las doce de la noche, ya faltaba poco para llegar a nuestro destino y no pude evitar dejar caer la cabeza contra la ventanilla. Me pesaba, los ojos se me cerraban por sí solos y me costaba luchar para mantenerlos abiertos. De la nada me había invadido un sueño aplastante. Lo único que lograba mantenerme despierta era el sonido de las canciones que sonaban en la emisora de radio y el incesante y alegre tarareo de Alice.

Corazón vagabundo: enjauladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora