🔥 Capítulo 30

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Mahína apretaba mi mano a cada paso que dábamos por las calles de Pinnatus, usando su invisibilidad para hacernos pasar desapercibidas. La ciudad estaba repleta de carteles de busca y captura en los que aparecían nuestras caras y nombres, incluido el de mi nerviosa compañera.

Su cuerpecito no había dejado de temblar desde entonces, debía ser muy duro para ella. La condenaron por aliarse con el enemigo cuando, en realidad, fuimos nosotros quienes la apresamos para que nos hiciera el camino más fácil. No sabía cómo sentirme, si mal por haberla metido en ese lío o bien por hacer que se desligara de los Eternos.

La mujer Katpanu me dio un suave apretón y me miró con una sonrisa tranquilizadora; supuse que me había leído el pensamiento y trataba de hacerme sentir mejor. A pesar de que su gesto me devolvía un poco la calma, la tembladera en las comisuras de sus labios me decía que tenía miedo. Y yo no podía hacer nada para ayudarla.

Durante nuestro largo y silencioso camino, admiré la belleza que irradiaba Pinnatus como si fuese una niña pequeña visitando el mundo de su cuento de fantasía favorito. Las casas se encontraban entrelazadas a otras en dirección ascendente, unidas por unas estructuras curvilíneas que estaban decoradas con flores muy coloridas. A su vez, conectaban con las que tenían alrededor, formando una enredadera simétrica con pequeños pasillos abiertos que cruzaban el cielo de un lado a otro.

Las criaturas que vivían allí tenían aspecto de ángeles y se les conocía como Airanis. Aunque no lucían como se les representaba en muchas películas y series. Sus alas no eran únicamente blancas o negras, dependían del color de sus cabellos. Había plumas doradas, plateadas, castañas, rojas e incluso azules.

Tal y como dijo Calaham, llegamos al puerto al atardecer. Los barcos atracados en aquellos muelles eran muy diferentes a los que conocía: eran gigantescos, descansaban sobre unas plataformas que los mantenían sujetos por las quillas y tenían una especie de propulsores en las popas y dos velas extras que ejercían de alas en babor y estribor. Las alturas no me asustaban, pero subirme a un cachivache de esos no me hacía mucha gracia porque no me parecía muy seguro. Juraría que esas monstruosidades no poseían la capacidad de volar.

—Hay que buscar a los capitanes y negociar con ellos el transporte —recordó Mahína.

—Sí, pero hay un problema.

—¿Cuál?

—No puedo hablar con nadie siendo invisible —aclaré—. Y tampoco tengo nada con lo que taparme la cara.

—Ponte la capucha. —Señaló mi capa—. Y cúbrete el rostro con esto.

Con su mano libre se despojó del pañuelo que llevaba enroscado al cuello y me lo tendió. No perdí el tiempo y me solté de su agarre para ocultarme la cabeza y el rostro lo mejor que pude, dejando solo a la vista mis ojos. Cuando estuve lista, busqué a la Katpanu, pero había desaparecido.

—¿Mahína?

—Estoy a tu lado —contestó—. Ya te pueden ver, ten cuidado.

Asentí y puse rumbo hacia los muelles en busca de algún tripulante o capitán para negociar. No tardé mucho en ver a un Airanis regordete, de alas marrones, descender de una de las naves mientras silbaba con alegría. Fui directa a él, hasta el punto de llegar a asustarle por aparecer tan de repente.

—Estoy demasiado viejo para estos sustos, bicha —murmuró este con la mano en el pecho—. ¿Puedo ayudaros en algo?

—La verdad es que sí. ¿Cuánto pides por llevarnos a mis compañeros y a mí a Falco?

—¿A Falco? —Abrió los ojos de par en par y se empezó a reír—. A Falco dice, qué chiste. Muy graciosa, bicha.

Sin más, se marchó.

Corazón vagabundo: enjauladoWhere stories live. Discover now