Capítulo 2

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Apenas había dormido. Las imágenes del accidente le torturaron durante toda la noche, como pesadillas insoportables. Lo peor era que al despertar, sabía que no se trataba de un mal sueño, sino de algo real. Llevaba ocho meses postrado en una silla de ruedas y no podía conformarse, a pesar de que sabía que su daño medular no era algo reversible. Había leído cada maldito artículo que sobre el tema salía publicado. El lenguaje técnico en ocasiones lo dejaba perdido, pero se las ingeniaba para conocer cada término, cada perspectiva, cada tratamiento paliativo... Para su desdicha, los resultados parecían ser los mismos: estaba condenado a vivir paralizado de la cintura hacia abajo.

Se sentía como un inútil. Rob debía bajarlo en brazos como si fuera una damisela en apuros, solo para poder salir de su casa; en el baño lo ayudaban a desnudarse para luego colocarlo en una silla plástica improvisada donde él mismo se duchaba. Cada vez que tenía que hacer sus necesidades debía llamar a Rob, y aquella dependencia se estaba volviendo para él en algo torturante.

Solo Tim lo animaba; aquel angelito de seis años era su única alegría, pero igual se sentía abrumado por no poder jugar al fútbol con él, por no poder nadar en las tardes en la piscina como solían hacerlo, ni de prepararle aquellos deliciosos pancakes de desayuno que solo él sabía hacer. ¡La encimera de la cocina era demasiado alta! A los estantes ni soñaba llegar, y la cocina de inducción también se hallaba fuera de su alcance.

Si algo había aprendido en estos ocho meses, era que la vida no estaba hecha para las personas con discapacidad. Su hogar era un terreno adverso, lleno de "trampas" que antes ni siquiera había sabido advertir que existían. ¿Quién le hubiese dicho que unos malditos escalones le impedirían llegar al jardín? ¿Cómo haber imaginado antes que, para entrar a la casa por la puerta principal, debía sortear cinco peldaños de piedra? Al final, siempre dependía de Rob para hacer algo tan sencillo como trasladarse por su propia casa.

La intensidad de los rayos del Sol que entraban por la puerta del balcón, le indicaron que debía ser media mañana. A las ocho en punto había despachado a Nancy con la bandeja del desayuno intacta, pues no tenía apetito, pero de un momento a otro debía aparecer Rob para llevarlo a la fisioterapia. "¿Para qué?" —se preguntó mentalmente—. Aquella fisioterapia era una total pérdida de tiempo...

Un toque en la puerta lo distrajo de sus pensamientos. Miró el reloj: eran las diez. Rob era en extremo puntual.

—¡Buenos días! —le dijo con su habitual sonrisa—. Vengo a alistarte para salir. Nancy me dijo que no quisiste desayunar. ¿Seguro que no quieres comer nada? Podemos almorzar algo temprano después de la fisioterapia entonces.

No podía negar que Rob era un hombre alegre, pero esa mañana difícilmente podía contagiarse con su entusiasmo. En realidad, nunca lo hacía. Se había vuelto un hombre taciturno, desagradable, y no podía evitar ser así...

Rob lo observaba expectante. Era un moreno alto, calvo, de unos treinta años, tan fuerte que parecía un jugador profesional de futbol rugby. Aquella musculatura le permitía movilizar a Thomas, quien también era un hombre alto, aunque no tanto como él.

—No voy a asistir a la fisioterapia —contestó Thomas con voz desafiante.

Alguna vez se había negado, pero por lo general su hermana lograba convencerlo. Sin embargo, Rob sabía que Mónica había salido temprano y que, en su ausencia, lograr algo de Tom sería difícil.

—Tienes un día malo, ¿verdad? —El moreno se sentó a su lado en una silla.

—No quiero hablar de eso. Por favor, déjame solo.

—Thomas, sabes que es importante la fisioterapia... No quisiera tener que decirle a Mónica que no fuiste.

—¡Me importa un bledo lo que diga mi hermana! —gritó.

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