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La carta fue un rayo de luz. Llegó una aburrida mañana de principios de abril... pero un abril tan amargo, malhumorado y poco agradable... más parecido a marzo en su disposición que a abril.
Era sábado, por lo que no habría St. Agatha's, y cuando Jane se despertó en su gran cama de nogal negro se preguntó cómo iba a pasar el día, ya que su madre iba a ir a un puente y Jody estaba resfriada.
Jane se quedó un rato tumbada, mirando por la ventana, donde sólo podía ver un cielo gris apagado y las viejas copas de los árboles peleándose con el viento. Sabía que en el patio que había debajo de la ventana, al norte, aún quedaba un banco de nieve gris y sucia. Jane pensó que la nieve sucia debía ser lo más triste del mundo. Odiaba este final de invierno tan cutre. Y odiaba el dormitorio donde tenía que dormir sola. Deseaba que ella y su madre pudieran dormir juntas. Podrían pasar momentos tan agradables hablando entre ellas sin que nadie más las oyera, después de acostarse o por la mañana temprano. Y qué bonito sería cuando se despertara por la noche y oyera la suave respiración de mamá a su lado y se abrazara a ella sólo un poco, con cuidado, para no molestarla.
Pero la abuela no dejaba que mamá durmiera con ella.
-No es saludable que dos personas duerman en la misma cama -había dicho la abuela con su fría y poco sonriente sonrisa-. Seguro que en una casa de este tamaño cada uno puede tener una habitación para sí mismo. Hay muchas personas en el mundo que agradecerían tal privilegio.
Jane pensó que le habría gustado más la habitación si hubiera sido más pequeña. Siempre se sentía perdida en ella. Nada en ella parecía estar relacionado con ella. Siempre parecía hostil, vigilante, vengativo. Y, sin embargo, Jane siempre sintió que si se le permitiera hacer cosas por ella... barrerla, quitarle el polvo, ponerle flores... empezaría a quererla, por enorme que fuera. Todo en ella era enorme... un enorme armario de nogal negro como una prisión, una enorme cómoda, un enorme somier de nogal, un enorme espejo sobre la enorme repisa de mármol negro... excepto una pequeña cuna que siempre se guardaba en la alcoba junto a la chimenea... una cuna en la que se había mecido a la abuela. Imagínese a la abuela como un bebé. Jane no podía.
Jane se levantó de la cama y se vistió bajo la mirada de varios viejos abuelos y bisabuelos muertos colgados en las paredes. Abajo, en el césped, los petirrojos saltaban. Los petirrojos siempre hacían reír a Jane... eran tan descarados, tan elegantes, tan importantes, pavoneándose por los terrenos de 60 Gay como si se tratara de cualquier patio común. ¡Cuánto les importaban las abuelas!
Jane se deslizó por el pasillo hasta la habitación de su madre, en el otro extremo. Se suponía que no debía hacerlo. En 60 Gay se entendía que no se debía molestar a mamá por las mañanas. Pero madre, por una maravilla, no había salido la noche anterior y Jane sabía que estaría despierta. No sólo estaba despierta, sino que Mary estaba trayendo su bandeja de desayuno. A Jane le habría encantado hacer esto por madre, pero nunca se lo permitieron.
La madre estaba sentada en la cama, con una delicada chaqueta de crepé rosa para el desayuno, con bordes de encaje beige. Sus mejillas eran del mismo color que la chaqueta y sus ojos estaban frescos y húmedos.
Mamá, reflexionó Jane con orgullo, estaba tan guapa cuando se levantaba por las mañanas como antes de acostarse.
Mamá había enfriado bolas de melón con zumo de naranja en lugar de cereales, y las compartió con Jane. También le ofreció la mitad de su tostada, pero Jane sabía que debía guardar algo de apetito para su propio desayuno y lo rechazó. Se lo pasaron muy bien, riendo y diciendo bonitas tonterías, en voz muy baja, para no ser escuchadas. No es que ninguna de las dos lo expresara con palabras, pero ambas lo sabían. "Ojalá pudiera ser así todas las mañanas", pensó Jane. Pero no lo dijo. Había aprendido que cada vez que decía algo así, los ojos de su madre se oscurecían de dolor y ella no le haría daño a su madre por nada del mundo. Nunca pudo olvidar la vez que oyó a su madre llorar por la noche.
Se había despertado con dolor de muelas y había bajado sigilosamente a la habitación de mamá para ver si tenía gotas para el dolor de muelas. Y, al abrir la puerta muy suavemente, oyó a su madre llorar de una manera terriblemente sofocada. En ese momento, la abuela se acercó al pasillo con su vela.
-Victoria, ¿qué haces aquí?
-Tengo dolor de muelas -dijo Jane.
-Ven conmigo y te traeré unas gotas -0dijo la abuela con frialdad.
Jane se fue. . pero ya no le importaba el dolor de muelas. ¿Por qué lloraba mamá? No era posible que fuera infeliz... una madre bonita y risueña. A la mañana siguiente, durante el desayuno, mamá parecía no haber derramado una lágrima en su vida. A veces Jane se preguntaba si lo había soñado.
Jane puso las sales de hierba luisa en el agua del baño para su madre y sacó del cajón un par de medias nuevas, finas como telarañas de rocío, para ella. Le encantaba hacer cosas por su madre y no había mucho que pudiera hacer.
Desayunó a solas con la abuela, pues la tía Gertrude ya había desayunado. No es agradable comer a solas con una persona que no te gusta. Y Mary había olvidado ponerle sal a la avena.
-El cordón de tu zapato está desatado, Victoria.
Eso fue lo único que dijo la abuela durante la comida. La casa estaba a oscuras. Era un día malhumorado que de vez en cuando se animaba un poco y luego se volvía más malhumorado que nunca. El correo llegó a las diez. A Jane no le interesaba. Nunca había nada para ella. A veces pensaba que sería bonito y emocionante recibir una carta de alguien. Mamá siempre recibía un sinfín de cartas... invitaciones y anuncios. Esta mañana Jane llevó el correo a la biblioteca, donde estaban sentadas la abuela, la tía Gertrude y mamá. Entre las cartas, Jane vio una dirigida a su madre con una letra negra y puntiaguda que Jane estaba segura de no haber visto nunca. No tenía la menor idea de que aquella carta iba a cambiar toda su vida.
La abuela le quitó las cartas y las miró por encima como siempre hacía.
-¿Cerraste la puerta del vestíbulo, Victoria?
-Sí.
-¿Si qué?
-Sí, abuela .
-La dejaste abierta ayer. Robin, aquí hay una carta de la Sra. Kirby... probablemente sobre ese bazar. Recuerda que es mi deseo que no tengas nada que ver con eso. No apruebo a Sarah Kirby. Gertrude, aquí hay una para ti de la prima Mary en Winnipeg. Si se trata del servicio de plata que dice que le dejó mi madre, dile que considero el asunto cerrado. Robin, aquí está...
La abuela se detuvo bruscamente. Había cogido la carta a mano con letra negra y la miraba como si hubiera cogido una serpiente. Luego miró a su hija.
-Esto es de... él -dijo.
La madre dejó caer la carta de Mrs. Kirby y se puso tan blanca que Jane se lanzó involuntariamente hacia ella, pero el brazo extendido de la abuela se lo impidió.
-¿Quieres que te la lea, Robin?
La madre temblaba lastimosamente pero dijo:
-No... no... déjame...
La abuela entregó la carta con aire ofendido y mamá la abrió con manos temblorosas. No parecía que su rostro pudiera ponerse más blanco de lo que estaba, pero lo hizo al leerla.
-¿Y bien? -dijo la abuela.
-Dice -jadeó madre-, que debo enviar a Jane Victoria con él durante el verano. . que tiene derecho a ella a veces. . . . -¿Quién lo dice? -gritó Jane.
-No interrumpas, Victoria -dijo la abuela-. Déjame ver esa carta, Robin. Esperaron mientras la abuela la leía. La tía Gertrude miraba fijamente hacia delante con sus fríos ojos grises en su larga cara blanca. Mamá había dejado caer la cabeza entre las manos. Sólo habían pasado tres minutos desde que Jane había traído las cartas y en esos tres minutos el mundo había dado un vuelco. Jane sintió como si se hubiera abierto un abismo entre ella y toda la humanidad. Ahora sabía, sin que nadie le dijera, quién había escrito la carta. -¡Así que! -dijo la abuela.
Dobló la carta, la metió en el sobre, la puso sobre la mesa y se limpió cuidadosamente las manos con su fino pañuelo de encaje.
-No la dejarás ir, por supuesto, Robin.
Por primera vez en su vida, Jane se sintió unida a la abuela. Miró implorante a su madre con la curiosa sensación de verla por primera vez... no como una madre cariñosa o una hija afectuosa, sino como una mujer... una mujer presa de una terrible emoción. El corazón de Jane se vio desgarrado por otra punzada al ver a madre sufrir tanto.
-Si no lo hago -dijo-, él podría quitármela por completo. Podría hacerlo, ya sabes. Dice...
-He leído lo que dice -dijo la abuela-, y sigo diciéndote que ignores esa carta. Lo hace simplemente para molestarte. A él no le importa nada ella. . . nunca le ha importado nada más que sus garabatos.
-Me temo que. . . -comenzó la madre de nuevo.
-Será mejor que consultemos a William -dijo la tía Gertrude de repente-. Esto necesita el consejo de un hombre.
-¡Un hombre! -espetó la abuela. Luego pareció reponerse-. Puede que tengas razón, Gertrude. Le plantearé el asunto a William cuando venga a cenar mañana. Mientras tanto, no hablaremos de ello. No permitiremos que nos perturbe en lo más mínimo.
Jane se sintió como si estuviera en una pesadilla el resto del día. Seguramente debía ser un sueño... seguramente su padre no podía haberle escrito a su madre que debía pasar el verano con él, a mil millas de distancia en aquella horrible Isla del Príncipe Eduardo que en el mapa parecía un pequeño fragmento desolado en las fauces de Gaspé y Cabo Bretón... con un padre que no la quería y al que ella no quería.
No tuvo oportunidad de decirle nada a su madre... la abuela se encargó de ello. Fueron todos a la comida de la tía Sylvia... madre no parecía tener ganas de ir a ningún sitio... . y Jane almorzó sola. No pudo comer nada.
-¿Le duele la cabeza, señorita Victoria -preguntó Mary con simpatía.
Algo le dolía terriblemente, pero no parecía ser su cabeza. Le dolía toda la tarde y la noche y hasta bien entrada la noche. Todavía le dolía cuando Jane se despertó a la mañana siguiente con un repentino recuerdo. Jane pensó que podría aliviar un poco el dolor si pudiera hablar con su madre, pero cuando probó la puerta de su madre estaba cerrada con llave. Jane sintió que su madre no quería hablar con ella de esto y eso le dolía más que cualquier otra cosa.
Todos fueron a la iglesia... una iglesia vieja, grande y lúgubre en una calle del centro de la ciudad a la que los Kennedy siempre habían ido. A Jane le gustaba bastante ir a la iglesia por la nada encomiable razón de que allí tenía algo de paz. Podía estar en silencio sin que nadie le preguntara acusadoramente en qué estaba pensando. La abuela tenía que dejarla sola en la iglesia. Y si no podías ser amada, lo siguiente mejor era que te dejaran en paz.
Aparte de eso, a Jane no le interesaba San Bernabé. El sermón la superaba. Le gustaba la música y algunos de los himnos. De vez en cuando había una frase que la emocionaba. Había algo fascinante en las hebras de coral y en las montañas heladas, en las mareas que moviéndose parecían dormidas, en las islas que levantaban sus palmas frondosas en el aire, en los segadores que llevaban a casa los tesoros de la cosecha y en los años como sombras en las colinas soleadas que yacen.
Pero nada le daba placer a Jane hoy. Odiaba el pálido sol que se colaba entre las frías y rencorosas nubes. ¿Qué sentido tenía que el sol tratara de brillar mientras su destino pendía de un hilo? El sermón parecía interminable, las oraciones aburridas, ni siquiera había una línea de himno que le gustara. Pero Jane elevó una oración desesperada en su nombre. -Por favor, querido Dios -susurró-, haz que el tío William diga que no necesito que me envíen a él.
Jane tuvo que vivir en suspenso en cuanto a lo que el tío William diría hasta que la cena del domingo terminara. Comió poco. Se sentó a mirar al tío William con miedo en los ojos, preguntándose si Dios podía realmente tener mucha influencia sobre él. Todos estaban allí . . . El tío William y la tía Minnie, el tío David y la tía Sylvia, y Phyllis; y después de la cena fueron todos a la biblioteca y se sentaron en un círculo rígido mientras el tío William se ponía las gafas y leía la carta. Jane pensó que todos debían oír los latidos de su corazón.
El tío William leyó la carta... se volvió y leyó dos veces cierto párrafo... frunció los labios... dobló la carta y la metió en su sobre... se quitó las gafas... las puso en su estuche y la dejó... se aclaró la garganta y reflexionó. Jane sintió que iba a gritar.
-Supongo -dijo por fin el tío William-, que será mejor que la dejes ir.
Se habló mucho más, aunque Jane no dijo nada. La abuela estaba muy enfadada.
Pero el tío William dijo:
-Andrew Stuart podría llevársela por completo si se lo propusiera. Y, conociéndolo como es, creo que es muy probable que lo haga si lo haces enojar. Estoy de acuerdo contigo, madre, en que sólo lo hace para molestarnos, y cuando vea que no nos ha molestado y que nos lo tomamos con toda la calma, probablemente no volverá a molestarse por ella.
Jane subió a su habitación y se quedó sola en ella. Vio con ojos de desesperación el gran lugar, grande y poco amigable. Se vio a sí misma en el gran espejo reflejada en otra habitación poco amigable.
-Dios- dijo Jane clara y deliberadamente-, no es bueno.

JANE DE LANTERN HILLWhere stories live. Discover now