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El tío David, la tía Sylvia y Phyllis vinieron en julio al hotel Harbour Head, pero sólo pudieron quedarse una semana. Llevaron a Phyllis a Lantern Hill una tarde y la dejaron allí mientras iban a visitar a unos amigos en la ciudad.
-Volveremos a por ella hacia las nueve -dijo la tía Sylvia, mirando con horror a Jane, que acababa de regresar de Queen's Creek, donde había estado escribiendo una carta de amor para Joe Gautier a su amiga de Boston. Evidentemente no había nada que Jane temiera abordar. Todavía llevaba puesto el mono caqui que había llevado mientras conducía cargas de heno al granero de Jimmy John durante toda la tarde. El mono estaba viejo y descolorido y no mejoraba con una enorme mancha de pintura verde en cierta parte de la anatomía de Jane. Jane había pintado de verde el viejo asiento del jardín un día y se había sentado en él antes de que se secara.
Papá estaba de viaje, así que no había nada que le quitara las ganas a Phyllis, que estaba más condescendiente que nunca.
-Tu jardín es muy bonito -dijo.
Jane emitió un sonido muy parecido a un bufido. ¡Bastante bonito! Cuando todo el mundo admitía que era el jardín más bonito del distrito de Queen's Shore, excepto el de las señoras Titus. ¿No podía Phyllis ver la maravilla de aquellas magníficas salpicaduras de capuchinas, que no había nada más bonito en el condado? ¿No se daba cuenta de que aquellas diminutas remolachas rojas y las astutas zanahorias doradas iban dos semanas por delante de las de cualquier otro en kilómetros a la redonda? ¿Acaso ignoraba que las peonías rosas de Jane, fertilizadas tan ricamente por el estiércol de oveja de Step-a-yard, eran la comidilla de la comunidad? Pero, de todos modos, Jane estaba un poco alterada ese día. La tía Irene y la señorita Morrow habían estado el día anterior, tras regresar de Boston, y la tía Irene, como de costumbre, había sido dulce y condescendiente y, como de costumbre, había molestado a Jane. -Me alegro mucho de que tu padre te haya puesto el teléfono... Esperaba que lo hiciera después de la pequeña insinuación que le di.
-Nunca quise un teléfono -dijo Jane, bastante enfurruñada.
-Oh, pero, querida, deberías tener uno, cuando estás tan sola aquí. Si pasara algo...
-¿Qué podría pasar aquí, tía Irene?
-La casa podría incendiarse. . . .
-Se incendió el año pasado y la apagué. -O podrías tener calambres al nadar. Nunca lo has pensado...
-Pero si lo hiciera, apenas podría llamar por teléfono desde allí -dijo Jane.
-O si vinieran vagabundos. . .
-Sólo ha habido un vagabundo aquí este verano y Happy le arrancó un trozo de pierna. Lo sentí mucho por el pobre hombre... Le puse yodo en la mordedura y le di su cena.
-Cariño, tú tendrás la última palabra, ¿no? Como tu abuela Kennedy.
A Jane no le gustaba que le dijeran que era como su abuela Kennedy. Menos aún le gustaba el hecho de que, después de la cena, papá y la señorita Morrow se hubieran ido solos a dar un paseo por la orilla. La tía Irene los miró especulativamente.
-Tienen tanto en común... es una pena...
Jane no quiso preguntar qué era una pena. Pero aquella noche permaneció despierta durante mucho tiempo y no había recuperado del todo el aplomo cuando Phyllis llegó, condescendiente con su jardín.
Pero una anfitriona tiene ciertas obligaciones y Jane no iba a defraudar a Lantern Hill, aunque le pusiera varias caras a sus ollas y sartenes. La cena que preparó para Phyllis hizo que aquella damisela abriera los ojos. -Victoria... ¡no habrás cocinado tú todas estas cosas!
-Por supuesto. Es tan fácil como guiñar un ojo.
Algunos de los Jimmy Johns y Snowbeams aparecieron después de la cena y Phyllis, cuya complacencia se había visto un poco alterada por la cena, se mostró realmente decente con ellos. Todos fueron a la costa para darse un chapuzón, pero a Phyllis le asustaban las olas y se limitaba a sentarse en la arena y dejar que le pasaran por encima mientras los demás retozaban como sirenas.
-No sabía que pudieras nadar así, Victoria.
-Deberías verme cuando el agua esté tranquila -dijo Jane.
Aun así, Jane se sintió bastante aliviada cuando llegó la hora de que el tío David y la tía Sylvia vinieran a por Phyllis. Entonces sonó el teléfono y el tío David llamaba desde la ciudad para decir que se habían retrasado por problemas con el coche y que probablemente no podrían llegar hasta tarde, así que ¿podrían los de Lantern Hill encargarse de que Phyllis llegara al hotel? Oh, sí, sí, desde luego, les aseguró Jane.
-Papá no puede volver hasta medianoche, así que tendremos que ir andando -le dijo a Phyllis-. Iré contigo...
-Pero son cuatro millas hasta el Harbour Head -jadeó Phyllis.
-Sólo dos por el atajo a través de los campos. Lo conozco bien.
-Pero está oscuro.
-Bueno, no te da miedo la oscuridad, ¿verdad?
Phyllis no dijo si le daba miedo la oscuridad o no. Miró el mono de Jane. -¡Vas a ir en ellos!
-No, sólo los llevo en casa -explicó Jane con paciencia-.
-Estuve caminando en el heno toda la mañana. El señor Jimmy John no estaba y a Punch le dolía el pie. Me cambiaré en un santiamén y nos pondremos en marcha.
Jane se puso una falda y uno de sus bonitos jerséis y se peinó el pelo rojizo. La gente empezaba a mirar dos veces el pelo de Jane. Phyllis lo miró más de dos veces. Era un pelo realmente maravilloso. De todos modos, ¿qué le había pasado a Victoria? ¿Victoria, a la que solía considerar tan tonta? Esta chica alta, de brazos y piernas, que de alguna manera había dejado de ser torpe, no era ciertamente tonta.
Phyllis dio un pequeño suspiro; y en ese suspiro, aunque ninguna de las dos era consciente de ello, sus antiguas posiciones se invirtieron totalmente. Phyllis, en lugar de mirar hacia abajo a Jane, miró hacia arriba.
El aire fresco de la tarde estaba cargado de rocío cuando se pusieron en marcha. Los vientos se plegaban entre las cañadas sombrías. Los helechos de las especias estaban perfumados en los rincones de los pastos de las tierras altas. Había tanta calma y quietud que se podían oír toda clase de sonidos lejanos... un carro que bajaba traqueteando por la colina del Viejo Cooper... risas apagadas de Hungry Cove... un búho en la colina del Gran Donald llamando a un búho en la colina del Pequeño Donald. Pero cada vez estaba más oscuro. Phyllis se acercó a Jane.
-¡Oh, Victoria, no es ésta la noche más oscura que ha existido!
-No tanto. He salido cuando estaba más oscuro.
Jane no se asustó lo más mínimo, y Phyllis quedó muy impresionada. Jane se sintió impresionada... Jane sabía que estaba asustada... A Jane empezó a gustarle Phyllis.
Tuvieron que subir a una valla y Phyllis se cayó, se rompió el vestido y se desolló la rodilla. Así que Phyllis no podía trepar una valla, pensó Jane, pero lo pensó amablemente, de forma protectora.
-Oh, ¿qué es eso? -Phyllis se abrazó a Jane.
-¿Eso? Sólo vacas.
-Oh, Victoria, me dan tanto miedo las vacas. No puedo pasarlas... No puedo... suponer que piensan...
-¿A quién le importa lo que piense una vaca? -dijo Jane soberbiamente. Había olvidado que una vez había sido quisquillosa con las vacas y su opinión sobre ella.
Y Phyllis estaba llorando. A partir de ese momento, Jane perdió toda su aversión a Phyllis.
Phyllis, condescendiente y perfecta en Toronto, era muy diferente de una Phyllis aterrorizada en un pasto trasero de una colina de la isla.
Jane la rodeó con su brazo.
-Vamos, cariño. Las vacas ni siquiera te mirarán. Las vacas del pequeño Donald son todas amigas mías. Y sólo un paseo por ese trozo de bosque y llegaremos al hotel.
-¿Quieres... caminar entre... las vacas? -sollozó Phyllis.
Phyllis, agarrada fuertemente a Jane, fue conducida con seguridad más allá de las vacas. El pequeño sendero de bosque que seguía estaba terriblemente oscuro, pero era corto, y al final del mismo estaban las luces del hotel.
-Ya estás bien. No voy a entrar -dijo Jane-. Debo apresurarme a llegar a casa para preparar algo de cena para padre. Siempre me gusta estar allí cuando llega a casa.
-¡Victoria! ¿Vas a volver sola?
-Por supuesto. ¿Cómo podría ir si no? -Si esperas... padre te llevaría a casa cuando venga... Jane se rió.
-Estaré en Lantern Hill en media hora. Y me encanta caminar.
-Victoria, eres la chica más valiente que he visto en mi vida dijo Phyllis con seriedad. No había ni rastro de condescendencia en su tono. No lo iba a haber nunca más.
Jane se divirtió consigo misma durante el camino de vuelta. La querida noche se cernía sobre ella. Las pequeñas alas estaban plegadas en los nidos, pero había vida salvaje agitada. Oyó el lejano ladrido de un zorro... el sonido de pequeños pies en el helecho... vio el pálido brillo de las polillas nocturnas y se aconsejó amistosamente con las estrellas. Casi cantaban, como si una estrella llamara a otra en infinita armonía. Jane las conocía todas. Papá le había dado lecciones de astronomía durante todo el verano, habiendo descubierto que la única constelación que ella conocía era la Osa Mayor.
-Eso no servirá, mi Jane. Debes conocer las estrellas. No es que te culpe por no estar bien familiarizada con ellas. La humanidad, en sus grandes ciudades iluminadas, está alejada de las estrellas. E incluso la gente del campo está demasiado acostumbrada a ellas para darse cuenta de su maravilla. Emerson dice algo en alguna parte sobre lo maravilloso que sería el espectáculo si las viéramos sólo una vez cada mil años.
Así que, con los anteojos de campo de papá, salieron a cazar estrellas en las noches sin luna y Jane se hizo conocedora de la sabiduría de los soles lejanos.
-¿Qué estrella visitaremos esta noche, Janelet? ¿Antares? . . . ¿Fomalhaut? . . . ¿Sirio?
A Jane le encantaba. Era tan maravilloso sentarse en las colinas con papá, en la oscuridad y la hermosa soledad, mientras los grandes mundos se balanceaban por encima de ellos en sus recorridos previstos. Polaris, Arcturus, Vega, Capella, Altair... ella los conocía todos. Sabía dónde buscar a Casiopea entronizada en su silla enjoyada, a la Osa Mayor invertida en el claro suroeste, a la gran Águila volando sin cesar por la Vía Láctea, a la hoz de oro que recogía alguna cosecha del cielo.
-Mira las estrellas siempre que estés preocupada, Jane -dijo papá-. Te tranquilizarán... te reconfortan... te equilibrarán. Creo que si las hubiera observado... hace años... pero aprendí la lección demasiado tarde.

JANE DE LANTERN HILLWhere stories live. Discover now