· O c h o ·

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Mis amigas se disgustaron porque no fuese a la fiesta, pero entendieron que estuviese cansada, además de sumamente disgustada por la pérdida de mi bicicleta y enfadada por haber tenido que soportar a Jax DeLuca.

Cuando mi tía me tuvo que acercar al trabajo al día siguiente en su destartalado coche y me preguntó por qué no quería preguntarle a nuestro "amable vecinito" si podía ir con él, me sentí tentada a decirle la verdad:

"Mira tía. De vecinito y de amable nada. Hace unos años me humilló diciendo que era una piojosa, y ayer se ofreció a tener sexo conmigo".

Pero no lo hice. Lo más probable era que mi tía no se lo creyese o, peor aún, se riese de la situación.

Normalmente los sábados no eran tan bonitos para mí como para otros muchos adolescentes del mundo. Mi horario de trabajo comenzaba a las doce para estar lista en las comidas, y salía a las cinco. Y si eso no fuese suficientemente agotador, ahora tenía que compartirlo con Jax.

Con él y su estúpido uniforme que le quedaba perfectamente. ¿Sería la tela?

Intenté mantener un perfil bajo y no hacerle mucho caso durante las horas que debíamos pasar juntos, a pesar de sus constantes burlas e insinuaciones, del estilo:

—¿Hoy no hay baño en salsa barbacoa, piojosa?

—Métete el bote por el culo.

O:

—Tengo el coche aparcado fuera. Podemos regresar juntos. He oído que el descampado está poco concurrido durante la tarde.

—Antes vuelvo haciendo dedo.

—¿No sería mejor si yo te hago un de...?

—¡Que te jodan, Jax!

Dije que mantendría un perfil bajo, no que no le contestaría.

Cerca de las cinco, cuando ya contaba los segundos para poder irme a casa y descansar, huyendo de toda aquella situación, se acercaron los primeros clientes de la tarde. Normalmente a las cinco era cuando empezaban a llegar, pero los sábados nunca sabías.

Me alisé el delantal negro, que ya estaba entero arrugado, y aparté de la cara los mechones de pelo que se me habían escapado de la coleta. Después de llevar más de cuatro horas sin parar y manteniendo a raya a Jax, estaba totalmente despeinada y con las mejillas encendidas.

No fue hasta que los clientes estuvieron más cerca, que me di cuenta de que en realidad los conocía.

Eran compañeros de clase.

No solo eso.

Eran Ezra Johnson y sus amigos.

Todavía no le había encarado después de aquel fatídico mensaje equivocado, aunque sí recordaba haber leído un mensaje suyo riéndose.

Una Perfecta Equivocación © YA EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now