· E x t r a 3 ·

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(Estas escenas suceden al comienzo de la novela)

(Estas escenas suceden al comienzo de la novela)

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· En la central del pollo frito ·

· N A R RA   J A X ·


—Serán quince dólares.

La chica que tenía frente a mí me pasó un billete de veinte con el acompañamiento de una sonrisa seductora en los labios.

—Puedes quedarte el cambio —replicó mientras sus dedos tocaban los míos al darme el dinero.

Le devolví con picardía la sonrisa, no porque me resultase especialmente agradable, pero sí porque sabía que eso me daría más propinas. Además de que era bastante divertido. Las tardes se pasaban más rápido si establecías conversación. Sobretodo cuando tu compañera de trabajo se negaba a dirigirte la palabra más de lo estrictamente necesario.

Estaba tomando el billete cuando noté que debajo había un trozo de papel. Al girarlo encontré el número de teléfono anotado en él.

—Llámame —susurró la chica, aunque en realidad utilizó un tono lo suficiente alto como para que la persona que había detrás también lo escuchase.

O como para que lo hiciese mi compañera de turno, a la que escuché soltar un pequeño gruñido.

Eso me hizo sonreír con más ganas, y repliqué a la chica que tenía delante:

—Es probable que lo haga.

Por el rabillo del ojo noté a Olivia girarse y sacar un par de vasos de papel para la bebida con fuerza. Demasiada, porque un tercero salió volando y le dio de pleno en la nariz.

No pude evitarlo, la carcajada salió sola de mi garganta. Era un pato mareado, pero eso me hacía gracia.

Y no entendía muy bien por qué.

Sin embargo lo que a mí me había divertido, a ella no. Sus ojos se volvieron hacia mí rabiosos y entrecerrados, antes de susurrarme:

—¿Qué te hace tanta gracia?

Mi sonrisa se estiró. Me había dejado la respuesta demasiado fácil.

—Tú, piojosa.

Podría jurar haber visto el humo de la rabia salir de sus orejas. Era como un pequeño gremlin a punto de atacar, y en realidad me encantaba. Siempre me decía lo que pensaba sin cortarse, o sin intentar buscar algo a cambio. No me tenía miedo, pero tampoco le daba pena.

Y sentía que podía ser yo mismo con ella también, aunque no estuviese listo para contarle mis secretos. Para eso había que ser amigos, y nunca fui bueno en ese arriesgado deporte.

—Púdrete —murmuró hacia mí.

Los clientes nos observaban en silencio, con una mezcla de sorpresa y diversión. ¡Comida con espectáculo!

Una Perfecta Equivocación © YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora