Uno

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¿Como empezaré? ¿que puedo decir, o explicar si cuanto anote en estas paginas estará dirigido a mí mismo?. Sin embargo, por eso estoy acá. Para explicarme y entenderme.Pero no sé cómo empezar. Cómo iniciar una lucha con la certeza de la derrota.

Según mi padre- él me impulso a venir-, lo hermoso en la vida es la incertidumbre del futuro. Desconocer el mañana, explorar cada minuto llegando hasta él cual si fuera una nueva comarca. Es triste, agregaba, la batalla perdida de antemano. O ganada. Porque la duda lleva implícito el acicate de la aventura. Y sin moverse a tientas puede producir angustia, siempre es más vital eso que dar cada paso en una huella prefijada.

Tal vez en el fondo, esta mañana, mientras mi padre me acompañaba a la estación, veía ya el inevitable fracaso de este intento. Peor: el fracaso era un hecho. No hacía falta el golpe, lo dramático, para subrayarlo. El fracaso era. Es.

Cuando nos despedimos- mi padre, turbado, no supo si abrazarme o estrecharme la mano, y optó por darme unas palmadas en la espalda-, sentí, con el mío, el nudo que le oprimía la garganta. Tartamudeaba al hablar, y mientras sus palabras me prevenían contra el frío de las noches y me aconsejaban poner el sobretodo a los pies de la cama para abrigarme, su mente se hallaba ocupada en otro problema. El problema. Y en su incapacidad para prestarme ayuda.

Débil, inerte, anciano casi: ésa es la última imagen suya en mi retina. Una figura gris que se encogía, se encogía, en tanto mi tren iban avanzando hacia el poniente. Dejándolo atrás.

Escribir mi vida. Suena un poco ridículo. Suena presuntuoso, también, a los dieciocho años. Y es, en cierto modo, como si quisiera matar, sepultar, a una parte de mí mismo, aplastándola contra el papel. ¿No es ese, sin embargo, el caso? ¿No he venido aquí con el único propósito de llenar esta libreta en la paz, la mansedumbre, el silencio quieto del caserón que nos aloja? No de luchar. No de esclarecer lo sucedido, sino de consignarlo.

Sí, hay paz en torno. Diríase que hasta el viento penetra en puntillas por entre los árboles del parque. Paz. No escucho otro ruido que el rasguñar de la pluma sobre el papel. O mi respiración; o alguna hoja, afuera.

... Escribir, pensar, recorrer de nuevo esos días que giran en mi memoria igual que el remolino de angustia, felicidad, angustia , y luego angustia sola. Revivir, no pensar. Reanudar los pasos. Remirar las imágenes.

Una voz fría, que apenas llega a mí- y que está hecha de varias voces concretas: la de mi padre entre ellas-, me susurra que revivir es descabellado. Vivir, o más bien, sobrevivir, es lo lógico. Intentarlo, siquiera. Sin embargo, yo no deseo lógica. No deseo razón ni razones. Lo único que deseo es, precisamente, un absurdo.

-Escribe. Trata de poner en orden tus ideas.

Ese fue el consejos de mi padre cuando partí. Cuando partí, mi padre me rogó que pensara en Dios. Eran dos cosas que solía hacer. Rezar y dejar que mi pluma corriera, libre, sin intención de cuento ni de ensayo ni de poema: porque sí, para llegar a cualquier parte, o a ninguna. Ver, fascinado, cómo iban brotando-en parte de mi pluma y en parte de mi mente-frases, palabras, ideas. Un mundo, mío. O yo era de él, quizá.

Anoche, siguiendo la inercia de la niñez, traté de refugiarme en Dios, de creer en Él , y pedirle que en el curso de este retiro me ayudase a encontrar la serenidad que he perdido.

No pude. Me sentía mintiendo. Mintiéndome. De hablarle, le habría gritado con rabia: "¡Esta es la última oportunidad que te doy! Demuéstrame que tu mundo no es todo un cruel disparate. O no: Demuéstrame que en tu mundo cabe el disparate, y no es sólo una masa inexorable e inerte de cordura".

Dios. No sé si en realidad hay en mí una honda de ira hacia El, o si incluso eso, la ira, es un postrer intento de creer, un juego de palabras para aferrarme a algún resto del naufragio. Porque si Dios no existe, ¿que significa esperar? Y, por otro lado, si existe...

No. La ira auténtica. No será, Tal vez, contra esa divinidad que ha muerto para mí. Será contra el mundo, contra la suerte... Una especie de disco de fuego se agita en mi interior, con la presión de algo que pugna por reventar.

Hoy, mi padre me aconsejó "Pensar en Dios". Me aconsejó tener calma. Ordenar mis ideas. ¡Qué lejos está mi padre!.

Apenas llegamos a la Casa de Ejercicios, nos distribuyeron estas libretas, y en la primera reunión, el padre Matías nos aconsejo escribir en ellas nuestras vidas.

-Por cierto que sólo las usarán si lo desean. Hay entera libertad. A nadie le preguntaré qué hizo con la suya, y mucho menos pediré que me las muestren. Si alguien prefiere guardarla para otra cosa, o escribir para sí mismo, es dueño.

Yo había traído mi cuaderno, pero la libreta- limpia, fragante- me atrajo. Anotaría aquí. No un examen de conciencia, desde luego. Ni una revaloración del pasado, al estilo habitual en los retiros. Ya veo a Gutiérrez poniendo: "Nací en Concepción el tanto del tal mes...", y así sucesivamente, todas sus tonterías, sus pecados inocuos, sus experiencias: "A los catorce años leí Manon Lescaut". O: "He tenido malos pensamientos". O: "Una noche..."

Lo envidio.

No. Quizás me gustaría poder envidiarlo. Renunciar a ser lo que soy, y envidiarlo. A una parte de mí le gustaría: a la parte cobarde. Pero en verdad no espero eximirme. En verdad, lo único que temo es el dolor que pase, y en su lugar venga... ¿Qué? ¿La vida diaria? ¿La nada? ¿El paisaje sin relieve?


Gracia y el Forastero(Libro completo)Where stories live. Discover now