Diecisiete

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ME QUEDÉ SOLO de nuevo, de nuevo esperando. Gracia me había dejado su chal para que me abrigara, mas no sentí frío.

Soplaba, despacio, un extraño viento tibio, como de tierra adentro, o sequía. No era un viento nocturno tampoco, sino diurno. Recordaba al que, a las hora de siesta, baja desde el interior costino con su recuerdo de costrones, de suelo herido por la sed. 

El viento, la noche, la espera, contribuyeron a ponerme nervioso. Imagina la casa de Gutié y lo que habría de ocurrir en ella, y por primera vez-unido a todas mis demás sensaciones-experimenté el deseo físico de Gracia. Aunque trate de apartarlo, su punzada persistía dentro de mí. No porque nada violento. Era, más bien, medroso: un deseo que temía al mero hecho de existir. 

Existía, no obstante, y era limpio, y esto me sorprendió un poco. 

Recuerdo que en un instante me asaltó el impulso de huir de la responsabilidad terrible que me estaba echando encima. Después...No sé. Evoqué a Gracia. Repetí su nombre en la soledad oscura, contra el ruido del cristal que hacían las olas al estrellarse en la arena. Luego recé algo, ignoro por qué causa. Sería para agradecer, para pedir ayuda a Dios. O seguridad. Para desahogarme, con quien canta. 

Me paseé unos minutos, hasta entrar en calor, y por fin me senté en la playa. 


-Gabriel

Me di vuelta con cierto sobresalto: no la había sentido venir.

-¿Te asusté?

No era eso. Era.. Sí: aunque no me sorprendía que viniera, ni que fuera ella quien venía, no pude dejar dejar de percibir el contraste de su figura  serena, normal-tan de cada día, tan sin dramatismo-, y mi deseo, o el problema de nuestra ida a la casa de Gutié. Era como haber pensado algo absurdo, y enfrentamos la lógica. 

-No-repuse.

Me costaba hablar.  A ella no. 

-Tal vez te aburriste.

-No-volví a contestar.

Gracia vestía un abrigo ligero, con cinturón sobrepuesto.

Se acercó, me besó, me cogió de la mano, y comenzamos a andar. Ibamos a la casa de Gutié. Ni ella ni yo lo dijimos, ni ella ni yo habíamos tomado esa dirección, mas íbamos allá.

Y era Gracia quien lo hacía, sutil, sutilmente. 

Quise hablarle, quise besarla, quise....No: íbamos a la casa de Gutié. Estábamos enteros en ello. 

Noté que llevaba aún las flores silvestres que en la tarde colocara en su pelo. Deseé preguntarle si se las había quitado y vuelto a poner, o había comido con ellas delante de su padre, si su padre... Deseé preguntarle si el general dormía cuando ella salió. ¿Había tomado medicamentos, calmantes?.

No dije nada. Ibamos a la casa de Gutié.


Encendí la chimenea, y Gracia se sentó junto a mí, con algo de animalito: callada y tibia y viva y quieta. Yo no sabía qué hacer. Traté de buscar, mientras, un tema de conversación. Cualquier trivialidad. Al mismo tiempo, intuía que si hablaba iba a postergarlo, a hacerlo más difícil todo. 

Hablé, no obstante:

-¿Cómo quedó tu padre?.

Gracia, que contemplaba inmóvil las llamas, se volvió a mí, me miró a los ojos, y dijo sólo:

-Te quiero.

Y ya no hablamos más. 

Con el corazón golpeándome desbocado en el pecho, la besé, larga, largamente. Sentí que el deseo tornaba a mí, unido siempre a un extraño temor y un vértigo extraño, de amor, no sé; de felicidad, de alegría. No sé. Y era el mismo deseo limpio de ella, tan natural, tan sano y tan simple, y el vértigo fue cogiéndome igual que una nueva, arrebatadora magia. 

Gracia y el Forastero(Libro completo)Where stories live. Discover now