DOS

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GRACIA. Nos conocimos en la estación, una tarde. Su padre y ella habían venido en tren, y buscaban un taxi para seguir a Castuera. No había ninguno. Papá, que acababa de retirar la correspondencia, se detuvo de pronto frente a ambos. 

-¿No es Morán?- dijo.

El general lo observó a su vez.

-¡Romero!- exclamó. 

Se abrazaron, cambiaron esas frases habituales de los viejos amigos que ya no son amigos, pero se alegran de verse.

Un alegrón que dura para el comienzo del diálogo: en seguida se imponen distancia, el frío que se ha ido forjando entre ellos, y los amigos se van encontrado distintos, van dándose cuenta de que son sólo dos desconocidos que se saben los nombres y han cometido el error de entablar conversación. 

Gracia me miró, y me sentí sonrojar, torpe. 

En ese instante, el padre de ella preguntaba al mío por sus ocupaciones. 

-Yo- replicó papá, como cada vez que le planteaban la cuestión- trabajo en frutos del país. 

Era una respuesta amplia, después de la cual siempre hablaban mucho, para que no le pidieran detalles. Para no tener que decir que era apenas ayudante de contador en una bodega, que ganaba un sueldo miserable, que en las tardes solía hacer clases particulares que redondear nuestro sustento. 

Hablaba, hablaba, tapando con palabras estos hechos, igual que si tapase agujeros. O los lamparones de su ropa, que brillaban implacablemente ahora, al sol. 

Gracia me tendió la mano. 

-Buenas tardes- sonrió.

Yo le sonreí también, aunque debo de haber tenido un aire estúpido. Ruboroso, bobo, trémulo, sin saber qué hacer ni saber qué contestar, avergonzado por mí y por mi padre, y quizá si incluso, un poco, por mi pueblo, por San Millán, que no tenía muchos taxis ni edificios ni de buenas hosterías ni de grandes comercios. 

-¿Iremos a tener buen tiempo?- inquirió Gracia.

-Sí-contesté-, yo creo que sí. 

Hubo un silencio. Mi padre hablaba, por hablar algo, de la última cosecha.

-No se ha sentido el invierno-agregué.

Gracia dio unos pasos por el andén. La seguí. 

-Nosotros venimos a pasar una temporada en Castuera-explicó-. Mi papá sufre de presión alta, y le recomendaron el clima.

-Es famoso.

-¿Yo?- tronaba en ese instante el general-. ¡Hombre! ¿No me has visto en los diarios? Soy comandante de divino, jefe de plaza. Yo liquidé, hace un par de meses, la huelga de Asfotar. 

-Ah, claro: Morán. No sé cómo no relacioné. 

Comenzaron a andar. 

Sentí una inexplicable vergüenza de que papá no pudiera ofrecer: "Los llevaré en mi auto". El no poseía automóvil, ni llegaría a poseerlo. Luego tuve vergüenza de mi propia vergüenza, y deseé mortificarme, humillarme. 

-Este es un villorio sin nada de interés-espeté a Gracia. con los dientes apretados, bruscamente, absurdamente-: cuatro casas viejas, que se caen solas, unas viñas en los alrededores, el río. Una lata. Y la gente es pobre es pobre y opaca. Somos.

Ella mantenía la vista fija en el suelo. 

-A mí me gustan las casas antiguas-murmuró.

Y volvió a mí los ojos, y ahora comprendí: Madame Henriot. 

Gracia y el Forastero(Libro completo)Where stories live. Discover now