Quince

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EL MIÉRCOLES amanecí prácticamente bien. Supongo que, en vista de mi anterior enfermedad, el médico había exagerado los riesgos y las preocupaciones. Me sentía renovado. A la diez de la mañana estaba en Castuera, mas no conseguí ver a Gracia hasta pasada la hora de almuerzo.

La divisé, primero, en la ventana de su cuarto, diminuta y alba sobre el fondo oscuro del interior, y luego en la escalinata, bajando, viniendo hacia a mí.

-¿Me has esperado mucho?

-Siglos-reí

-Perdóname. Fue imposible salir antes.

Me explicó que su padre había sufrido un acceso de reumatismo y no se había podido levantar.

-Tuve que leerle los diarios de ayer. Una sesión entera del Senado, en la que trataban el proyecto de aumento de sueldos para las Fuerzas Armadas. Y después, una terrible novela policial. A pesar de eso, pasó el pobre en un ay. Ahora se ha quedado dormido.

-¿No despertará con el dolor?

-No. Ha tomado tantos calmantes que, me imagino, tienen para un buen rato.

-Ojalá.

Llevaba todavía los anteojos ahumados, de nuevo sin justificación.

-¿Cómo sigue tu ojo?

-Mejor

-Déjame verlo.

-Después

-Ayer me dijiste igual.

Sonrió.

-¿Y que piensas verle? Es un rasguño, con algo de morado alrededor. Un machucón vulgar y corriente..., que no me sienta mucho, además

-Déjame verlo.

Se negó aún, y yo insistí-

-Vaya-protestó-, no irás a sospechar que me lo hizo alguien.

No se me había ocurrido la idea, pero ahora pensé que tal vez el general, el día en que ella fue a verme..... Se lo insinué.

-Hombre, no seas tonto. Fue una ventana, y punto. Ya te conté.

Y luego de una pausa:

-Mira, don curioso.

Se quitó los anteojos, y vi que en realidad no era nada serio. La espina, no obstante, me quedaba adentro: ¿Por qué se defendía Gracia de una suposición que yo no había anunciado?

-Y después dicen que la curiosidad es defecto de mujer-se burló ella.


Estuvimos poco rato juntos. A pesar del oportuno reumatismo del general, no nos sentíamos tranquilos, ni ella ni yo.

Además, el propio hecho de encontrarnos a un paso de lo que ya mirábamos como solución definitiva, nos daba paciencia y nos disponía mejor a la espera.

Eran apenas pasadas las cuatro cuando nos despedimos.

Habíamos resuelto subir a la capilla alrededor de las seis de la tarde el día siguiente, cuando Gracia calculaba que se padre se hallaría cansado, resopló:

-Y en la mañana, ¿no nos veremos?

-No conviene, Gabriel.

Pensó un momento.

-Tal vez-agregó-podríamos ir juntos a misa. Comulgar.

-Sería maravilloso.

-Mi papá suele despertar tarde. En todo caso, no sospechará que tú puedas venir tan temprano. A propósito: ¿puedes?

-Por supuesto

-Entonces, será hasta mañana.

-Hasta mañana, amor.

Me fui con toda calma hasta San Millán. Desde el camino se divisaba, arriba, la antigua capilla del Alto. Se veían también algunos de los muros derruidos del fuerte español. Los miré con cariño, con una suerte de vaga tibieza en el alma.

Mi padre me había enseñado a conocerlos y amarlos.

El viento iba llevándose la vaga neblina, y agitaba a los árboles del Alto, que se me antojaron penachos de conquistadores.


Recordé los estudios de papá sobre la fundación de San Millán, y me imaginé a mí mismo contándosela a Gracia, contándole la historia de mi pueblo. (¿Porqué necesitaba, ahora, asociar a ella todo lo grato y hermoso, todo lo que era emoción íntima?) Un eco de bronce resonó dentro de mí. Durante unos momentos cabalgué en la imaginación tras don García Soriano y su hueste escueta de quince hombres, rodeados-ellos y yo-, por el inescrutable silencio del contorno.


Me salí del camino. Ya en el bosque, pisando el suelo húmedo, cubierto de hojarasca, me parecía encontrarme de lleno en la alborada de la Conquista; luchar en el encuentro inicial, cuando la algazara ensordecedora de los mapuches rompió, como se rompe un tímpano, la paz arrebujada bajo la sombra del pinar, y comenzó a correr la sangre, y las agujas de los pinos se teñían de rojo, y el ámbito del monte oía por primera vez las palabras castellanas, duras, nítidas, viriles: las órdenes, los gritos de ira o dolor, el ruido épico de los hierros que chocaban, o el ruido siniestro, silbante, de los hierros que se hundían en la carne.


Volví al camino polvoriento.

A poco andar divisé las granjas de la orilla del río, y pensé de nuevo en Soriano y los suyos, en el amor con que depositarían en la tierra sus semillas y levantarían sus casas. Me dije que para ellos debió de ser un símbolo poderoso esta fecundación de un trozo de suelo que acababan de regar con su sangre, y que tornarían a regar, ellos, y sus hijos, y sus nietos, con nueva sangre.


Pero, sí, al pensar me sentía hablando a Gracia, y era como si todas estas imágenes y estas ideas formasen parte de mi permanente comunión con ella. Como si, al tratar de comprender al capitán Soriano, el paisaje, el universo, quisiera en el fondo unirme más, más hondamente, a ella.

Eran las siete pasadas cuando llegué. No me detuve en casa, sino que seguí a la bodega de don Roberto, de la que divisé saliendo al padre Rafael. No me vio.

-¿Venía a hablar contigo?-pregunté después a mi papá.

-No...-replicó

-¿En qué andaba?

-En nada... Detrás de una planta para los pobres de su parroquia.

Callé. Lo notaba un poco extraño, y me dije que, de seguro, don Rafael no había quedado conforme con nuestra conversación, y venía a prevenirlo. Pero callé. Papá sabría. Si mencionaba el asunto, ya lo discutiríamos. Si no, podría contarle al día siguiente, cuando Gracia y yo hubiéramos dado nuestro paso.

-¿Fuiste a Castuera?

-Sí, un rato.

-¿Sigue difícil Morán?

-No mucho. Tiene bastante que hacer con su reumatismo.

-Ah. ¿Cayó en cama?

-Sí.

Me hacía las preguntas con cuatela, cual si temiese llegar a un terreno incómodo para mí. Al terreno de mi intimidad.

¿O temía, quizá, delatar un temor subyacente, traicionarse?



Gracia y el Forastero(Libro completo)Where stories live. Discover now