Veintisiete

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SALÍ A LA calle. No sabía qué hora era, ni qué hacer; nada.

Sólo pensaba, en forma automática, que no debía llorar. 

"No debo llorar, no debo llorar", me repetía, cual si eso fuera lo más importante. Más.... En verdad no sentía la muerte de Gracia como algo real. Aún no la siento.


Quizá si la diferencia esté en que hoy-¡a tan escasa distancia!-su recuerdo va perdiendo para mí los contornos de lo que ha sido, mientras su muerte va cobrándonos lentamente, y ambos-la imagen viva y su término- se han encontrado en mi interior a medio camino, envueltos en la misma, pálida bruma.

Al principio, ella no había muerto. No podía haber muerto, porque su existencia era demasiado importante y demasiado bella y demasiado esencial. Después, a medida que me fui haciendo la idea-con razón, como se sabe, sin sentirlo en la carne, que hay moléculas o amibas, o que no existían los Reyes Magos-, lo que habíamos vivido ella y yo comenzó a parecerme, precisamente, demasiado bello y demasiado esencial y demasiado importante para ser cierto. 

Así, a pesar de que no lo deseo, de que deseo con angustia evitarlo; a pesar de lo mucho que ella fue, y del enorme vacío y de la magia-¿o quizá, debido en parte a la magia?-, Gracia adquiere día a día en mi interior una mayor tonalidad de sueño. Más de lo que se anheló que de lo que se tuvo. No es olvido. Ni me duele menos ahora. La herida late dentro de mí sin ceder.

Es...Es que los muertos no mueren de una vez, en un momento preciso, sino muchas veces, y a pausa. Ahogados.

Cuando el cadáver lleva días en el cementerio, o meses, todavía vive dentro de nosotros la persona que fue, y habla mientras dormimos, si bien ya ahí, en los sueños, comienza a morírsenos. Y en la memoria. 

Primero se muere un gesto suyo. Luego un rasgo cualquiera, sutil. ¿Cómo era la barbilla? ¿Cómo sonreía? 

¿Cómo entrecerraba los ojos con el sol? Así, a pausa, a pausa, se nos va muriendo en el difumarse incontenible del recuerdo. En la traición nuestra, que significaba seguir viviendo. 


Anduve, creo, varia horas, repitiéndome sin cesar la consigna: "No llorar". Había recibido un golpe terrible-allá afuera, o allá, demasiado adentro, porque todavía no lograba sentirlo-, mas era un golpe mío, íntimo. Algo que formaba parte de mi secreto y que debía ocultar a los demás. 

Solo. Caminé solo. Estaba solo, ahora. No debía llorar. 

No sabía qué hacer. Gracia no podía haber muerto.

Poco a poco, una idea fue cobrando nitidez en mi mente: tenía que partir ese día mismo a San Millán. No podía quedarme en Santiago, ir a casa del tío Ramón, explicar-¿explicar qué?-, hablar, estar con gente. Debía irme. No debía llorar. 


Mi padre se asustó al verme. Aunque estaba muy entrada la noche cuando llegué a casa, lo sorprendí sin acostarse, sentado a la mesa del comedor, con unas planillas y unas facturas de la bodega. Lo sorprendí. A pesar de mi dolor y mi confusión mental, vi que le había cogido desprevenido, sin la máscara que solía ponerse frente a mí. Lo vi cansado, viejo, derrotado.

Me dije que si ahora no había llorado, era porque era incapaz de hacerlo.

-¿Qué pasa?- me preguntó.

-Nada-murmuré.

No lo podía expresar, y él comprendió.

-¿Comiste?

Negué con la cabeza

-¿Te doy algo?

Negué de nuevo.

Hubo una pausa, larga.

-Gracia murió-articulé de pronto, bruscamente, con una voz ajena, de extraña frialdad.

Se recogió, anonadado. Quiso hablar-preguntar cómo, tal vez, o qué, o cuándo-. vaciló, se acercó a mí, me abrazó.

Al cabo de un rato lo sentí estremecerse, y sentí que una lágrima suya me caía en la mano.

Entonces pude llorar.


FIN

Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora