Veintiuno

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EL TENIENTE estaba en la puerta de la hostería cuando regresamos de misa. Al principio se mostró turbado, luego furioso-con una furia helada, tensa-, y en segunda recordó que era comprensivo.

-Bueno días, Gracia-saludó

-Buenos días-respondió ella.

Y volviéndose a mí:

-Entra-me dijo.

Hubo una pausa mientras Max y yo entendíamos.

-Gracia-intervenino él.

Su voz, ahora, era seca, teñida de dureza. Ella lo miró con aire de interrogación.

-Tu padre va a bajar de un momento a otro.

Gracia siguió mirándolo, como si esperase algo, como si no entendiera la amenaza un poco infantil- de niño despechado- que insinuaba esa frase. Max se puso rojo, aunque no habló. Pasó medio minuto infinito, al cabo del cual ella me cogió del brazo y me condujo, resuelta, al comedor. 

-Tomaremos desayuno juntos-anunció.

-¿Y tu padre?

-Esperemos-declaró, con una sonrisa-que no llegue mientras. Pero yo no puedo seguir siendo prudente, amor. Me desespera esa actitud posesiva de Max. Es más de lo que me dan los nervios. 

Nos sentamos. Tenía miedo. Con un esfuerzo extraordinario logré mantener la vista apartada de la escalera. Comí sin apetito, no sé qué. Unos buñuelos, creo. Y café. Tal vez pan con mantequilla, pues Gracia me preparó unas tostadas. 

El general no bajó.

Mientras salíamos, Max cruzó con nosotros. Entró a la hostería a paso de carga, con la evidente intención de denunciarnos al padre de Gracia, y con la furia redoblada por el chasco de que éste no hubiera aparecido para sorprendernos. 

Gracia había abandonado todo cautela, en verdad. Era yo, ahora, quien trataba de portarme sensato,luchando entre el deseo de estar con ella y el temor de que sucediera algo que después lamentaríamos. Mis cautas razones se estrellaban con una resistencia invencible, y, por momentos,me daba la impresión de que Gracia se había dejado arrebatar por una suerte de torbellino de inconsciencia.O de fatalismo.

Pero era más que eso. Más que dejarse arrebatar, se negaba a pensar o a medir consecuencias. La suya era una posición activa, no pasiva, y parecía obedecer a cierta fría determinación. Fatalista, sí, y eso era lo que me atemorizaba. 


Fuimos a la casa de Gutié.

Gracia insistió en que dejáramos abiertas las persianas, y el sol inundó el cuarto, tibio y dorado, jugando sobre la piel mate de ella, sobre su pelo rojizo; penetrando por instantes en sus ojos pardos, casi negros, que adquirían la misteriosa transparencia del agua del pozo.

Gracia reía. Reía mucho.  Me besaba de una manera nueva, con exuberancia más de juventud que de amor. Cual si la vitalidad la rebasara. De pronto interrumpía, no obstante, su bullir jubiloso y se detenía a acariciarme, ahora sólo con ternura. Con una lenta, deliberada, profunda ternura. 

Llegó la una, luego la una y media, y ella no quería irse a almorzar. Casi a las dos partió. 

-Así estaré lo menos posible con Max-decía.

-Sí, pero tu padre se pondrá furioso.

-Sí.

Este sí era el mero reconocimiento de un hecho, de una realidad a la que no asignaba mayor trascendencia.

Cuando resolvió marcharse, me dio un beso muy largo, en el que vibraba no ya la juventud, ni de exuberancia alocada, ni la simple ternura, sino el amor. Hondo. Integro. Puso después los labios junto a mi oreja y murmuró:

Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora