Ocho

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EN EL ALMACÉN de don Ernesto compré unos trozos de charqui y par de manzanas. No tenía hambre ni sed: sólo esa deliciosa inquietud del espíritum esa alegría que no puede expresarse en palabras y que aveces produce sensación de ahogo.

Me fui a la playa a comer mis provisiones.

La marea estaba baja. Algunos hombres recorrían las rocas en busca de mariscos. Recuerdo que sentí un impulso de afecto hacia ellos, sin saber bien por qué. Y sentí ganas de acercámeles, para compartir su frío y el tedio de su faena, para tratar de ennoblecer sus actos rutinarios con alguna frase de aliento. Abrirles los ojos a lo que había de aventura en esto que no representaría para ellos sino de quehacer.

No lo hice, por cierto. Yo nunca hago esas cosas.

Ah, no quería pensar en nada. Aún percibía en los labios-igual que un contacto, que un pulso: viva, presente, actual-la huella de los labios de Gracia.

Al cabo de un largo rato de espera, la vi salir de la hostería y correr hacia mí.

-Mi papá-jadeó- quiere que lo acompañe al Correo. Creo que va a ser imposible que nos veamos en el resto de la tarde.

-¿Y su siesta?.

-No va a dormir siesta. Lo tiene muy nervioso algo que pasa en Santiago, en el Ministerio. Y ha citado el taxi para las tres y media. A esa hora iremos a San Millán, para esperar a Max.

-¿Max?...

-Sí.

-Pero a la vuelta.....Un rato....

Gracias miró hacia la hostería.

-Debo irme, Gabriel. Mi papá asomará de un momento a otro. Tal vez después de comida...¿Me esperarás?.

-Voy a quedarme todo el tiempo aquí. Sal cuando puedas.

-Sí-prometió-. Oye, ¿y tu frío?.

-Nada

-¿De veras?

-De veras.

-Adiós.

La retuve.

-¿Cuál es tu ventana?

Sonrió.

-La tercera de la izquierda. Sino puede venir, cerraré un postigo.

-Trata de poder.

-Claro. Detesto a Max.

-Pobre. Será la última vez.

-Te quiero.

-Y yo a ti. Mucho. Siempre. Tenlo siempre presente.

Se marchó. Su andar era airoso, liviano y su cabello se balanceaba grácilmente a cada paso.

Mientras ellos iban al Correo y regresaban, yo me puse a caminar en un breve trecho, primero de norte a sur y luego a la inversa. Pensaba. O no pensaba: mi mente era presa de un extraño remolino, en el que las ideas eran alternadamente alegres, desesperadas, o eran como susurros, y luego como gritos, o como carcajadas, o como disparates, o como plegarias.

Repetía el nombre de Gracia, una y otra vez, y le hablaba en mi interior.

"Ven. Vuelve, Te quiero."

En seguida me reía de mí mismo. Desdoblándome, percibía el ridículo de mi actitud.

Luego me imaginaba  al novio, el teniente, con un bigotito de teniente, con una gorra ladeada de teniente. Max. Era también, nombre de teniente. Me daba el lujo de ser generoso: tenía lástima de él. No tardaba, no obstante, en comprender que esto también era disparatado.

Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora