Veintidós

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PARADO SOBRE el puente carretero miré pasar el tren en que iba Gracia. No la vi. Las ventanillas desfilaban con una precipitación confusa, a demasiado corta distancia para permitir percibir algo más que un torbenillo de fulgores y sombras que se alternaban vertiginosamente.

Emprendí el retorno paso a paso. Luego me arrepentí, di media vuelta y comencé a adentrarme por la alameda que conduce a las viñas. Era el cruce, al llegar de nuevo al puente, oí que me llamaban: era el padre Rafael.

-Hola, muchacho.

No sé por qué, su saludo lozano de siempre me pareció distinto de siempre. Menos hondo. Menos franco.

-Buenos días-repliqué.

Detuvo su vieja, destartalada bicicleta, y se me acercó.

-¿Cómo te ha ido?

-Bien, gracias.

-No te pregunto en ese sentido.

-Estoy bien, padre.

Curiosamente, el "padre", aquí, nos separaba. Ponía una barrera fría entre ambos.

-Me guardas rencor.

-No.

En verdad, no se lo guardaba. Era algo más complejo. Don Rafael había desaparecido, en parte, para mí. No era ya el sacerdote amigo, sino un sacerdote conocido.

Anduvimos un rato en silencio-él siguiéndome-, hasta llegar al extremo opuesto del puente. Allí, don Rafael apoyó su bicicleta en la baranda y me detuvo.

-Espérate. Conversemos un momento. Ni tú ni yo tenemos apuro.

No respondí.

-¿Qué has pensado de lo que me consultaste el otro día?

-Nada.

-Gabriel.

-Usted fue muy claro, padre. No había más que pensar. 

Me portaba hosco sin premeditación. Era que no me salía,que no sabía de qué modo hablar a este nuevo personaje. A este desconocido que oyera tantas confidencias mías. Cuando las personas se vuelven distantes, es igual que si estuvieran físicamente lejos, y lo que uno les habla no es más de lo que podría decirles a gritos de un lado a otro de un río. El murmullo de la confidencia desaparece.

-Gabriel, tú me guardas rencor, y no sabes que tienes más motivos de los que crees. Y, al mismo tiempo, ni lo uno ni lo otro es motivo. Le conté a tu padre nuestra conversación.

-Ya sabía.

-Bueno, es un alivio.

-¿Alivio?

-Sí: me gustan las cartas sobre la mesa..,aunque la expresión no resulte muy evangélica.

Pausa

-Por qué crees que lo hice?-rompió al fin.

-No sé.

-¿Ni te interesa?

-Sí...-repliqué, sin ganas. 

-No te interesa. Sin embargo, yo estoy obligo a decírtelo. Desde luego, tenía terror de que ustedes cometieran algún disparate irreparable...

Me encogí de hombros.

-Ya estará tranquilo.

El no contestó. Parecía meditar su próxima jugada, como un ajedrecista.

-¿Por qué crees que los sacerdotes nos preocupamos del bien, de que la gente obre bien? ¿Porque nos pagan o nos mantienen para eso? ¿Por guardar las apariencias? ¿Por hábito? De hábito hay quizá una buena parte, aunque reconocerás que es un hábito noble. Sin embargo, no es eso. Es cómo empezó el hábito. El médico se habituá a curar, pero el hecho es que cura. Es su oficio, y eso es lo importante. Nuestro oficio es el bien. Este pensamiento es lo único, casi, que lo consuela a uno cuando la rutina empieza a penetrar. Cuando la misa pierde un poco lo sobrenatural, y la confesión se torna monótina, y uno empieza a ver las caras de las beatas a las que da la comunión...En fin, tú me entiendes. 

Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora