Veinticinco

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HACE UN momento, con la mano cansada de escribir y la espalda adolorida, me levanté de la mesita donde escribo. 

Descubrí que era de noche. A través de la casa de ejercicios, un gran silencio parecía unir las cosas, organizándolas en un todo de paz y quietud. 

Me escurrí-sí: un poco prófugo-por los pasillos, hasta el rústico parque interior. Sentí un gruñido de perro. Dos mastines se me acercaron, amenazadores. Hice chasquear los dedos, y no tardaron en venir junto a mí, moviendo los rabos, cordiales. Después de restregarse contra mis piernas durante unos instantes, partieron, ágiles, en busca de un enemigo más real.

Caminé bajo los árboles. Soplaba viento: ese viento estimulante, incitador, cuya grata humedad es anuncio de lluvia.

La lluvia y el viento me han producido siempre un sano placer animal. Una especie de plenitud indefinible, que ahora no experimenté. Sobre el recuerdo de otras lluvias y otros vientos-paseos hermosos por la orilla del mar; paseos disparatados del estudiante, sin paraguas, por las calles mojadas de Santiago, empapándome y disfrutando de la libertad que me permitía hacerlo porque sí-había un nuevo recuerdo, más próximo e intenso.

La estampa resurgió en mi memoria en tanto que caían sobre mí las primeras gotas, y mientras, su golpe resonaba entre las hojas secas, en el suelo, sobre el follaje.


Fue un día de lluvia, en San Millán. 


Un día después de muchos días largos. Cada uno había sido interminable; cada uno hecho cada una de sus horas, y cada hora de cada minuto, y cada minuto de cada segundo. 

Y los segundos demoraban en pasar, arrastrándose, parejos, implacablemente iguales.

Mientras mi padre iba al trabajo, yo me botaba, silencioso, en mi lecho. Sin hacer nada.Sin abrir los ojos siquiera. 

Desde que me viniera de Santiago, no había pensado en el colegio, en el futuro, en nada. Cuando Clara salía de compras, me escurría a veces hasta el pequeño patio a tomar el sol en medio de los naranjos. Mas eso era cruel, porque me producía una extraña angustia ver un pájaro, o una hoja movida por la brisa, o una nube muy blanca.

Al regresar de la bodega, mi padre entraba sin hacer ruido y se quedaba por ahí, esperando a que yo fuera hasta él. O se iba a instalar a mi lado, inmóvil, sin hablar. Luego hablaba. Hablamos y callamos mucho en ese período, los dos, y nos dijimos muchas cosas. El, por cierto, trataba de animarme. 

-Tienes que interesarte en algo-me decía-, aunque te resulte duro.

Yo no quería mentirle.

-No sé, no sé-respondía.


Esa tarde, y mientras mirábamos caer la lluvia, afuera, él observó que ya era tiempo de que volviera al colegio.

-Comprendo que hayas tenido que venirte, pero.....

-No puedo-repliqué.

-Sí, Gabriel. Sí puedes, y es necesario.

Hacía meses, años quizá, que no lo escuchaba hablarme con esa firmeza.

-Es que...

-No me expliques. No me expliques-su tono, ahora, era extremadamente bondadoso-. ¿Crees que no entiendo? Hay cosas  que son superiores a uno, sí y sin embargo es preciso afrontarlas. Si uno piensa, incluso, en vivir; en el hondo y lo grande y lo terrible que es vivir, parece algo que está más allá de las fuerzas humanas. Cualquier vida. Hasta la más fácil. La posibilidad tremenda del infierno y la posibilidad magnífica del paraíso: los dos extremos son sobrecogedores. No obstante, todos vivimos....

Gracia y el Forastero(Libro completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora