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Noviembre, 1979

Jugando con sus dedos, Xiao Zhen intentaba concentrarse en el ensayo cuyo contenido aparecería en el examen de la siguiente semana. Por culpa y gracias a Liú Tian, estaba cansado y algo adolorido. Los ojos se le cerraban cada dos párrafos que avanzaba. Estaba quedándose dormido cuando las voces a su alrededor subieron de tono, siendo más insistentes, más agresivas, pero también más eufóricas y desconcertadas. Aturdido por el sueño, alzó la cabeza. Unas chicas hablaban con apuro y agitación a unas mesas de distancia.

La señora Beatriz dio un golpe en su escritorio para llamar la atención del grupo.

—Silencio, esto es una biblioteca —les recordó.

Las vio guardar sus cosas apresuradamente y salir, afuera su conversación volvió a elevarse.

Hubo un grito.

Y otro.

Luego, golpes.

El ruido metálico en las escaleras, el palmazo seco contra la pared, los aplausos, los pisotones fuertes. Silbidos y susurros, había gente feliz y otra asustada corriendo fuera de la biblioteca para escapar del edificio.

La señora Beatriz y él se observaron, eran los únicos que permanecían ahí. Xiao Zhen guardó todas sus cosas a la vez que la bibliotecaria encendía una radio pequeña que mantenía oculta bajo el escritorio. Lo que tardó en encenderla, estirar la antena y sintonizar una radio, le permitió a Charles entender lo que estaba ocurriendo.

Se le aceleró el corazón.

Le picó la espalda por el sudor repentino que lo invadió.

Las piernas las sentía dormidas.

—... transcurso de la jornada. Siendo las once y cincuenta y cinco minutos de la mañana, el hospital General del Ejército anunció el fallecimiento del presidente, cuyo mandato...

El bolso se le cayó de las manos.

Los oídos le zumbaban.

Se movió.

Empujó a la multitud que se congregaba fuera de la biblioteca, abriéndose paso entre ellos a codazos.

Liú Tian.

Tenía que encontrarlo.

Liú Tian.

Tenía que encontrarlo.

Tenía que encontrarlo.

Tenía que encontrarlo.

Corrió a la cancha de baloncesto, nada.

Fue al edificio de la Facultad de Artes. Se abrió paso a codazos entre los universitarios que intentaba salir del recinto. Los llantos le rompían los tímpanos, la confusión de la multitud se sentía como una masa pesada que lo envolvía en aquella locura y lo arrastraba a ser parte de ella. Alguien gritaba un nombre, luego se le sumó otro.

Llantos desesperados.

De alivio.

Pero también de temor.

Logró ingresar.

Abrió una sala.

—¡¿Tian?!

Vacía.

Fue a otra.

Y a otra.

Gritó su nombre.

Y a otra.

Decalcomanía (Novela 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora