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Agosto, 1979.

Los zapatos de Xiao Zhen resonaban contra las piedrillas del terreno. Reacomodando su mochila en la espalda, sacó nuevamente el mapa que Liú Tian le había entregado hace un tiempo. En la hoja arrugada se divisaba una estación de trenes y un camino serpenteante que se asemejaba mucho a un laberinto. En cada una de las esquinas, donde se suponía él debía doblar, había dibujado algo característico.

Volvió a guardar el papel en el bolsillo con una sonrisa.

Extrañaba a Liú Tian.

Aunque habría preferido seguir extrañándolo.

Se le formó un nudo en el estómago al recordar el motivo del porqué se encontraba en el pueblo natal de su novio. Emprendió camino con un sentimiento pesado en el centro del pecho. Como venía haciéndolo desde que pisó la estación de trenes, analizó sus alrededores fijándose en la gente que lo rodeaba. Si bien su mirada se centró en cada uno de los rostros, ninguno se le hizo conocido.

Nada parecía sospechoso... para estar en ese lugar, porque hace mucho tiempo que Xiao Zhen había dejado de ver carretas tiradas por caballos como transporte cotidiano. Los que no tenían carretas, se movilizaban en bicicleta. Además, había un ligero olor a césped, tierra y estiércol de animal. Debido al intenso sol, la gente utilizaba sombreros de paja que cubrían el rostro y sandalias de caucho. Xiao Zhen, por obvias razones, desentonaba con su mochila verde y su ropa de tela de jean, así que se movió con timidez entre ellos hasta que divisó lo que parecía un paradero. ¿Pero dos tarros de pintura con una tabla encima podrían ser catalogados como uno? Al parecer sí.

Estaba dándole un sorbo a su botella de agua cuando escuchó el traqueteo del autobús. Iba dejando a su paso una fumarola negra que salía del tubo de escape. Tenía un cartel con un número rojo tras el parabrisas que marcaba un «4»: era su recorrido. La nariz le picó por el olor a hidrocarburo quemado cuando el bus se detuvo y abrió sus puertas. Se subió.

—Hola, voy hacia...

Sacó el papel arrugado e intentó leer la letra apretada y a la vez dispersa de Liú Tian. ¿En serio ese chico tenía el descaro de quejarse contra las instrucciones de Luan?

—No tengo todo el día —se quejó el chofer, quitándole la hoja.

Le entregó el dinero del recorrido cuando le indicó el precio.

Entonces, el hombre aceleró el bus con tanta brusquedad que Xiao Zhen perdió el equilibrio. Alcanzó a afirmarse de un fierro antes de caer.

—¿Me podría avisar cuando lleguemos? —le pidió.

Tuvo como respuesta un gesto de mano. Decidió tomárselo como un «sí».

Caminó hasta el fondo y tomó asiento tras una señora que llevaba a su lado una jaula con una gallina dentro. Y a medida que el viaje se prolongaba, las casas fueron distanciándose y el paisaje cambió a grandes predios de cultivo, que iban desde maíz hasta viñedos.

En algún momento se durmió. No se dio cuenta de eso hasta que alguien le gritó enojado. Asustado, se enderezó en el asiento para notar desconcertado que todos los pasajeros se habían marchado. El chofer se había puesto de pie a un costado de la palanca de cambios y lo esperaba de brazos cruzados.

—Ya llegamos —le avisó.

Observó hacia afuera.

Solo se encontró con kilómetros de campos de cultivo. A la distancia se divisaban figuras sobre escaleras de maderas, que cortaban los racimos de uva para depositarlos en grandes cubetas metálicas.

Decalcomanía (Novela 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora