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Enero, 1980

El pasillo que iba hacia la oficina del general Gautier era largo y oscuro. A Charles lo llevaron arrastrando hasta ese lugar, luego le quitaron las esposas y lo dejaron caer de rodillas al suelo. Frente suyo lo esperaba su padre, quien tenía la punta de los botines negros ligeramente manchados por el barro y la lluvia. Una de sus manos quedó al costado de los pies del general.

—Mírame —le ordenó su padre.

Sus uniformados habían abandonado el cuarto cerrando la puerta tras ellos. Solo estaban el general y él.

Como no alzó la cabeza, uno de los bototos apretó su mano contra el piso.

—Mírame —repitió.

Charles lo hizo.

—Y levántate de ahí.

Pero no se creía capaz de hacer eso. Tampoco importó, porque su padre lo sujetó por el cabello y lo hizo ponerse de pie a la fuerza. Acercó tanto su rostro al de Charles, que pudo ver únicamente esos ojos oscuros que en nada se parecían a los suyos.

Ni a los de su madre.

Ni a los de Liú Tian.

—¿No me rogaste hace un rato que harías todo lo que yo te ordenara?

Lo hizo.

¿Pero de qué servía ahora?

Para nada.

Porque Liú Tian ya no estaba.

Quiso vomitar.

Quiso llorar.

No pudo hacer ninguna de las dos, por lo que permaneció ahí, siendo sujetado por su padre por el cabello sin responder.

—Te hice una pregunta, Charles —dijo.

—Él está muerto —susurró—, ya no me importa.

Su padre lo soltó y Charles quedó de rodillas frente suyo. Su mano izquierda estaba roja y adolorida por el pisotón que recibió.

El general se inclinó con los puños en los bolsillos del pantalón y le examinó el rostro. Bufó con desprecio.

—¿Te refieres a tu amigo? —se burló.

No contestó.

Sintió que su padre lo jalaba con más fuerza del cabello para que lo observase y luego lo soltó con brusquedad.

—Mírame —le ordenó.

—No me importa —murmuró.

Ya no le importaba nada.

—Tu amigo no está muerto —aclaró su padre.

Su estómago dio un vuelco en dolorosa ilusión, después lo recordó.

Tian no estaba muerto.

Aún.

Pero esa pequeña posibilidad seguía siendo más de lo que había tenido hasta ese instante. Se inclinó tanto haciendo una referencia, que sus labios podrían haber besado las botas de su padre.

—Haré lo que sea —suplicó cerrando los ojos con fuerza—, todo lo que quieras. Pero no lo mates, te lo ruego.

Su padre se alejó como si le diese asco. Caminó por su oficina y tomó asiento en su escritorio, apoyando los codos sobre la mesa. Cuando Charles alzó la barbilla, se encontró con sus ojos calculadores.

Decalcomanía (Novela 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora