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Agosto, 1979.

Xiao Zhen se quitó la camiseta blanca por la cabeza, iba a ducharse. Y parecía una fortuna que la ventana del cuarto de Inari mirase hacia el patio trasero de la casa. Liú Tian se quedó observándolo mientras posicionaba la mano sobre el cristal, deseando delinear con los dedos cada músculo que se divisaba en su espalda plateada. Estaba intentando forzar el marco de madera viejo y algo astillado para abrirlo, cuando escuchó pasos acercarse. De inmediato corrió las cortinas y se tiró en la cama justo cuando su hermano ingresaba a la habitación.

—Hace años que no dormimos juntos, didi.

Inari, su hermano casi cinco años menor, le puso los ojos en blanco.

—Tú te buscaste esto.

Con un resoplido, Liú Tian apoyó la cabeza en la almohada. Como su cabello todavía estaba húmedo, dejó una mancha mojada en las mantas. Al agarrar la crema de lechuga para embetunarse sus pies partidos, Inari cerró la puerta del cuarto y se acercó a él.

—¿Qué haces?

—Tengo los pies resecos.

Y no quería rasmillarle las piernas a Xiao Zhen con la aspereza de sus tobillos. Pero eso, obviamente no se lo dijo.

Su hermano se detuvo frente suyo quedándose tan quieto que alzó la vista hacia él.

—Tian —dijo entonces.

Su tono de voz le hizo prestarle atención. Se puso las calcetas para que la crema se absorbiera mejor y tomó asiento.

—¿Sucede algo?

Inari estaba con la barbilla baja. Luego, sacudió la cabeza.

—No, no, nada, olvídalo. Era una tontera.

—Tus dudas nunca serán una tontería, Inari.

Su hermano pequeño se encogió de hombros.

—¿Terminaste, gege? Tengo sueño.

Eran recién las diez de la noche. En su casa todos dormían temprano porque las horas de luz debían aprovecharse para sacarle el máximo provecho en el campo.

Tian abrió las mantas y dejó que Inari se recostase en el rincón pegado a la pared. Fue a apagar las luces y se acostó con el colchón de resortes resonando por lo viejo. A lo lejos percibió el sonido de la puerta de su cuarto cerrarse, Xiao Zhen debía haber terminado su baño.

Intentó dormirse, pero lo único que podía pensar era en que la luz del pasillo todavía seguía encendida. Cuando se apagó y en la casa cayó un silencio tan profundo que Tian podía oír los mosquitos estrellándose contra el vidrio, la voz algo adormilada de Inari cortó la quietud.

—Por favor, gege —susurró—, no lo hagas.

Asustado, se volteó hacia él. Su hermano le daba la espalda.

—No estoy haciendo nada —respondió.

Inari acomodó su almohada y cambió de posición, arrastrando las piernas contra su pecho. La luz de la luna apenas le dejaba divisar su cabello oscuro cubriendo su rostro.

—Piensa en los abuelos y en mamá. No lo soportarán.

Y a pesar de que no agregó nada más, y tampoco explicó mejor sus palabras, Liú Tian supo a lo que se refería.

Él también le dio la espalda a su hermano.

Tragó saliva.

Quiso mentirle y decirle que no tenía de qué preocuparse, aunque no lo logró.

Solo le quedó disculparse.

—Lo siento.

Porque Liú Tian ya no iba a seguir luchando contra sí mismo.

No podía.

Y tampoco quería hacerlo.

Y tampoco quería hacerlo

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Decalcomanía (Novela 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora