39. Esen | El silencio de los lobos.

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39.

EL SILENCIO DE
LOS LOBOS.

Las luces se fueron, me aferré al arma con una actitud posesa, luego busqué pegarme a la pared del túnel.

Solo podía escuchar los latidos de mi corazón retumbando en mis oídos, apenas lograba respirar sin que la oscuridad pareciera asfixiarme, atenta a un ataque que llegaría en cualquier momento.

Casi era capaz de distinguirlos en la oscuridad, esperando el momento hasta desquiciarme, para luego lanzarse sobre mí.

Me sorprendí cuando los gritos que llegaron no fueron míos, era imposible ver nada, por lo que decidí dejarme caer en el piso, como pude, recordé la posición del auto más cercano y decidí gatear hasta allí.

El olor metálico de la sangre impregnó el aire.

Los gritos de dolor y terror se doblaban en la oscuridad, se mezclaban y fundían como veneno en mis oídos.

No me detuve cuando mis manos tocaron el líquido pegajoso del suelo, extendí mis dedos hasta tocar la carrocería del auto y ahí tanteé, sumida en el frenesí del miedo, hasta que logré abrir la puerta y meterme dentro del vehículo.

Conté las dos balas que tenía y esperé, un golpe seco aplastó el techo del auto, mi corazón dolió dentro de mi pecho, me pregunté si eso era el terror, aquella sensación densa que me paralizó más rápido que lo hubiera hecho cualquier anestesia.

El pánico, como un águila enjaulada, retumbó en mi pecho.

Luego todo cesó, y el silencio después del caos fue aun peor, como los segundos de gracia antes de una catástrofe.

La puerta del auto se abrió y apunté hacia la oscuridad, algo agarró mi muñeca y no tuve tiempo de reaccionar antes de que me cargara como un saco de papas.

Le hinqué un rodillazo justo en el estómago, me dejó caer, terminé desplomada en el suelo y solo entonces pude reconocer la figura esbelta y elegante frente a mí.

──Constantino…

Chorreaba sangre, sus ojos inyectados con el hambre de un cazador.

Me llevé una mano a la cabeza, en un intento pobre de callar el pitido en mi cabeza.

Constantino se arrodilló frente a mí, su camisa blanca estaba salpicada con manchas de rojo, su corbata floja, no recordaba haberlo visto alguna vez tan desprolijo.

──Esen, mírame.

Observé un momento más el reguero de cuerpos desmembrados que había dejado tras de él, y me desmayé.

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Desperté en el recorrido con el auto a su departamento, Caín sostenía mi cabeza mientras Constantino conducía y le daba indicaciones al hombre a su derecha.

No reconocí el edificio al que entramos, una mole alta de un negro espejado contra los nubarrones en la noche gris de Senylia.

El dolor en mi costilla había menguado en parte, pero sabía que en cuanto me moviera dolería otra vez, intenté respirar en pequeñas bocanadas.

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