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Melanie intentó que su vida no se viera alterada por ese hombre pero era imposible. No podía concentrarse, simplemente no podía. La escena se repetía una y otra vez, ella en los brazos de él. Él mirándola con esos ojos castaños iluminados unicamente por la luz de la luna, juraría haber soñado la majestuosidad de ese hombre durante toda su adolescencia...

Culpó rapidamente a su propia inexperiencia de sus emociones, una mujer de su edad no podía permitirse semejante teatro... Pero no podía evitarlo.

Su cabeza parecía querer vivir encerrada en el recuerdo de haber estado ahí, frente a frente como si nada ni nadie importara solo ellos.

—Voy a ir al bar—la voz de Delilah se hizo oír finalmente sacándola de la profundidad de sus delirios.

—Que tengas un buen día—susurró ella lo suficientemente en alto para que pudiera oírla.

—Tú también—le devolvió el mensaje en un grito—¿Tú no tenías que ir a la consulta de Robert?—añadió poco después cerró la puerta marchandose.

Los ojos de Melanie se salieron de órbita en ese mismo instante, no podía permitirse llegar tarde.

Se levantó y buscó desesperada algo de ropa con lo que poder ir, Delilah debería perdonarle pero lo único que tenía ahí era la ropa de esa mujer.

Se colocó lo primero que encontró en medio de su trayectoria.

➔ ➔ ➔

La madre Calloway arrugó la nariz como siempre veía algo que no le acababa de agradar, negó murmurando insultos por lo bajo, no era novedoso verla en ese mal estado, pocas cosas le agradaban o conseguían al menos que no soltara un par de bufidos. Eso, combinado con su poco atractivo, le había hecho una mujer solitaria.

La causa de su malestar era la ausencia de una niña, Amber.

Aquella niña de ojos claros, sonrisa angelical y tan dura de pelar ya no estaba ahí para ser reñida por cualquiera de sus tonterías.

Se había ido y ya no volvería.

Se giró sobresaltada al escuchar unos golpes insistentes en la puerta de su despacho, poco después la exhuberante y altiva figura de Megan Lambros entrando.

—Buenos días madre—sonrió ella finalmente tomando asiento con familiaridad como si no necesitara el permiso de nadie, clavó poco después su mirada afilada en la monja.

Era divertido que la llamará madre cuando ambas habían estudiado juntas en la escuela.

—Oh, Megan...¿Qué te trae a mi despacho, hija?—preguntó ella intentando sonreír a pesar de ello lo único capaz de producir es una mueca demasiado forzada.

—Vengo a sacar a mi nuera—sonrió ella.

Los ojos de Georgia Calloway no pudieron evitar salirse de órbita. La miró incrédula, no podía creerse lo que sus orejas habían escuchado.

No dudó en sentarse en su clásico sillón de cuero negro e intentar recomponerse, sabía que si Megan se había tomado la molestia de acudir a ella es que era una orden. Después de todo el orfanato/convento funcionaba gracias a los Lambros sin ellos todo se iría al traste.

—Pero que dices...—negó Georgia—Annabelle está muy enferma—añadió sin poder evitar su preocupación.

—¿Y?—preguntó de mala manera Megan—Salir a fuera le vendrá bien, suficiente tiempo ha vivido encerrada—añadió encogiendose de hombros como si no fuera una locura.

—¿Có-có...—no pudo evitar tartamudear por la emoción, ni siquiera era capaz de pronunciar algo coherente—¿Qué es lo que quieres de esa pobre mujer?—añadió sin tapujos.

—Quiero lo que toda madre quiere—afirmó ella con una sonrisa llena de maldad—Proteger a mis hijos—añadió con seguridad a lo que la señora tan solo negó con miedo.

—Esto es peligroso Megan—susurró Georgia de nuevo.

—No tanto como que no me hagas caso.

La monja no pudo evitar tragar saliva, sabía perfectamente que Megan Lambros no iba con juegos. Sabía perfectamente que poner en libertad a Annabelle era un acto vil, bajo y traicionero... Sabía todo eso pero poco podía hacer o al menos tenía muy poco margen de actuación. Hiciera lo que hiciera la jugada saldría mal.

No pudo evitar pensar en Ariel, esa maldita niña seguía siendo una maldición. Todo se había complicado con su llegada, debía haber alguna manera de echarla de sus vidas, las cosas volverían a la calma en Aqueo.

➔ ➔ ➔

—Perdón por llegar tarde—las palabras salieron una a una después de largas bocanadas de aire, se llevó una mano al pecho de forma instintiva e intento recomponerse antes de mirar a Robert.

Este sonrío satisfecho.

—No te preocupes, estás despedida—bromeó con maldad.

Ella lo miró con los ojos como platos.

—¡No!—gimió ella de mala manera.

—¿Veo que en el monasterio no haciais muchas bromas?—se defendió él.

—Supongo que por eso ahora le tengo a usted—soltó ella, poco después lo miro abatida por sus propias palabras.

—No quise...

—No pasa nada, aquí puedes decir todo lo que quieres, eres libre—soltó él.

—Su definición de libertad es contradictoria por lo que veo... ¿Qué hay de libre en burlarse o hacer daño al resto?—volvió a atacar ella de mala manera.

—Touché.

—Exacto—sonrió ella—Ahora vamos a trabajar que por eso es que estoy aquí—añadió.

Robert era igual de alto que sus hermanos, no tenía la fuerza bruta ni la inteligencia de Nick, tampoco el encanto seductor ni la seguridad de Hunter, era un hombre tibio, de buen corazón, amable...Y en el fondo un romántico. Ahí estaba intentando que el amor le diera la oportunidad de poder sentirlo en su viva piel, se había leído a Shakespeare y a Hugo pero ninguno a pesar de la excelencia de sus obras podría jamás solapar o sobrepasar la idea o la sensación de poder ser amado y amar en la vida real.

Melanie era hermosa por dentro y por fuera.

Era digna de ser amada.

No haría daño ni a una mosca.

Era inocente, leal y cálida.

No le rompería el corazón ni en mil años.

Era más probable una catastrofe natural que esa criatura dulce y bondadosa pudiera o le hiciera daño. Estaba seguro.

No era como las demás.

Ella era la indicada.

La piel no olvidaWhere stories live. Discover now