3. Donde te encuentre el destino

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Paranoico, Mew, observó las paredes de arriba a abajo, miró detalladamente cada esquina de la suite en busca de cámaras ocultas. Era claro que eso tenía que ser una broma de cámara escondida, pero por más que entrecerró los ojos no pudo encontrar nada. Sabía que su secretario lo odiaba tanto como para provocarle un infarto con una broma así y debía tener un cómplice en el hotel. Alguien sería despedido cuando encontrara al culpable.

Dos toques en la puerta cortaron sus teorías conspirativas y la lista de presuntos culpables que ya elaboraba en su cabeza. Se puso de pie con dificultad, debido a su todavía perdido equilibrio, y abrió las puertas dobles. Un ángel con una caja completa de aspirinas y una botella de suero apareció ante él; ese hombre era un enviado del cielo. Borraría su nombre de la lista de futuros desempleados.

—Te debo la vida, gracias —le dijo sinceramente al joven ofreciéndole un billete de cien dólares. Le hubiera sonreído, pero usar los músculos faciales le dolía inmensamente.

—Es un placer, señor Kanawut, estamos para servirle. Y... —Dudó un poco, por lo que Mew no cerró completamente las puertas hasta escuchar lo que tenía para decir el joven—. Nuevamente, muchas felicidades.

¿Por qué lo felicitaba? No era su cumpleaños, de eso sí estaba seguro. Y no había cerrado ningún negocio tan importante como para que hasta el personal del hotel lo supiera. Todos estaban actuando muy extraño esa mañana.

—¿Gracias? —respondió desconcertado y finalmente cerró las puertas apurándose al baño para ingerir cuantas pastillas le cupieran en la boca.

Necesitaba ser un ser humano funcional y responsable pronto, o por lo menos aparentar serlo. No podía llegar a su reunión con resaca y dejando una estela de olor a alcohol por donde pasara. También necesitaba su celular; tenía que hablar con su secretario para que todo en la oficina estuviera listo para su regreso. Si todo salía bien con ellos una nueva franquicia de su compañía se establecería en la ciudad y tendrían que comenzar a trabajar en cuanto su avión aterrizara, una importante suma de dinero dependía de ese aparato.

—¿Dónde puede estar? —se preguntó y caminó hasta la mesita de noche donde se encontraba el teléfono para marcar su número desde ahí, con suerte el aparato sonaría en el fondo de la bañera y no a kilómetros lejos de él.

El teléfono comenzó a repicar en su oído y mientras esperaba escuchar el timbre paseó los ojos sobre los papeles en los que había dejado el preservativo antes. Uno de ellos llamó particularmente su atención, en especial las enormes letras del encabezado.

—No... —Gimió acercando el documento manchado a sus ojos mientras sentía cómo se le helaba la sangre—. No es posible...

Tenía que haber leído mal. Sacudió la cabeza y renglón por renglón releyó cada palabra sintiendo que le faltaba cada vez más el aire. No era tan estúpido. Lo había comprobado un momento atrás.

—¿Por qué a mí? No. Esto no me puede estar pasando.

Con pánico se dejó caer sobre la cama con los ojos fijos en el certificado de matrimonio que sostenía entre sus manos. Su nombre estaba ahí al pie del documento, junto al de Gulf Kanawut: un completo desconocido.

Se había casado y nada menos que con un hombre.

Ahora el anillo que llevaba en su mano izquierda tenía sentido. El cambio de apellido de la recepcionista. La felicitación del chico de las aspirinas y el condón que encontró entre las sábanas. Pero, ¿cómo todos sabían de una boda de la que él no recordaba nada? ¿Acaso se había casado con alguien reconocido? El apellido no le decía nada.

Levantó el teléfono nuevamente y marcó a recepción donde una voz diferente a la de la primera mujer le respondió.

—Recepción, buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Eh... Hablo de la suite presidencial —dijo para poner a la nueva chica a prueba. No podía ser posible que todos estuvieran coludidos en esa estúpida broma. Tenía que ser un sueño, una horrible alucinación.

—Buen día, señor Kanawut. ¿En qué puedo servirle?

No lo era.

Necesitaba solucionar el error garrafal, tenía que ponerle fin a esa locura antes de regresar a New York. Por lo que no podría volver esa misma noche.

—Maldita sea —murmuró por lo bajo. Debía encontrarlo antes de que algo más grave pasara.

Ese viaje a Las Vegas estaba maldito. Primero Daniela con el botones y ahora su matrimonio clandestino. ¿Qué seguía, también le habían robado un órgano?

—¿Disculpe? No lo escuché muy bien.

—El señor Kanawut. Eh... Me refiero al otro señor Kanawut, ¿lo ha visto el día de hoy?

Esa situación estaba siendo extremadamente ridícula.

—Claro señor, su esposo salió del hotel esta mañana. Lamentablemente ignoro su paradero en este momento.

¿Esposo? Sonaba tan extraño. Nunca pensó en formalizar ninguna de sus relaciones anteriores, no era un hombre hecho para el matrimonio y ahora había desposado a alguien que en su vida había visto y lo que más lo intrigaba era la razón. ¿Por qué lo había hecho? No era la primera vez que perdía la conciencia debido al alcohol y tampoco era la primera vez que visitaba Las Vegas, había combinado esas dos opciones otras veces antes y nunca cometió una estupidez tan grande.

—¿Puede llamarme en cuanto él vuelva? Se lo agradecería muchísimo.

—Claro que sí, señor. Cuente con ello, que tenga un buen día.

Eso es lo que no tendría: un buen día. Y estaba completamente seguro de que tampoco tendría una buena noche. Colgó el teléfono y se recostó mirando al techo perdido en sus pensamientos, asimilando la situación.

Por más que intentaba no podía siquiera tener un vago recuerdo de la noche anterior. No había una voz, un rostro, ni siquiera sabía el color de sus ojos. El sueño que tuvo estaba difuso en su mente. Esperaba que no se tratara de algún caza fortunas que planeara quedarse con la mitad de su patrimonio para devolverle su libertad. Su suerte no podía ser tan mala.

—¡Maldita sea! —gritó a todo pulmón dejando salir su frustración, de lo contrario se desquitaría con sus socios y eso a nadie le convenía.

El chico del barWhere stories live. Discover now