18. Te envié flores

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Seis meses después

El calor era usual en esa época del año, sin embargo, cuando Mew cruzó es vestíbulo una corriente de aire frio lo envolvió por completo. Sintió la soledad de golpe, aquella que se había encargado de mantener sepultada bajo toneladas de reuniones y trabajo.

—Bienvenido, señor Kanawut. —Lo saludó la recepcionista, aquella misma mujer que fue la primera en felicitarlo por su boda—. ¿Esta vez no lo acompaña su esposo?

Mew negó con la cabeza. Escuchar eso fue tan doloroso como recibir un puñetazo en el estómago, luego de haber sido pateado salvajemente en el suelo. Para ese tiempo, que a su parecer todavía no era demasiado, ya había logrado que la ausencia de Gulf doliera un poco menos, ya no se sentía tan abatido todo el día al pensar en él, no se sentaba al borde de la silla con la mirada perdida en la nada y, sobre todo, había dejado de gritarle en la oficina a todo aquel que se atreviera a preguntarle si se encontraba bien. Tomó la ausencia de ese chico risueño de sonrisa amable y la añoranza que le comía el alma, como un incentivo para cumplir la promesa que le hizo en el aeropuerto: se cuidaría a sí mismo, tal y como él se lo había pedido. Se encargaría de manejar su vida de forma eficiente y sin lamentos, solo hasta que alguien más lo hiciera por él; hasta que Gulf volviera y se encargara del desastre en el que lo había convertido.

Claro que esa fortaleza que encontró entre los escombros que quedaban de él tampoco duró demasiado. Bastaron dos palabras, un anillo y miles de recuerdos para que todo lo que había logrado se tambaleara hasta sus cimientos. Tenía que volver a las Las Vegas.

Cuando le dieron la noticia los recuerdos se le acumularon en el pecho, las emociones se volvieron rebeldes negándose a volver al baúl donde las resguardaba durante el día, volvió a él la misma angustia que sintió al verlo partir y se dio cuenta de que todo seguía siendo igual; lo extrañaba tanto como aquel día. Lo añoraba aún en sueños, esos de los que algunas veces, por difícil de creer que fuera, se despertaba envuelto en llanto. Se sorprendió marcando su número más de una vez y siempre obtuvo la misma respuesta: «el número marcado no existe». Esa era una clara señal de que no deseaba volver a verlo. Su miedo por que lo contactara había sido tal que lo había orillado a cambiar de número; en definitiva Gulf deseaba olvidarlo. Pero eso no lo había detenido, no había hecho que los sentimientos pararan, no había logrado dejar de extrañarlo y decidió que solo lo creería cuando lo escuchara de sus labios.

—Esta vez soy solo yo —le respondió vagamente a la recepcionista, evitando en lo posible mirarla a los ojos.

—Todos estábamos seguros de que su matrimonio perduraría, en serio, nunca vimos una boda igual; había tanto amor entre ustedes. Me alegra que se encuentren juntos y felices, se lo diré a los demás, les dará gusto escucharlo.

—Sí... —murmuró siguiendo el cuento que la mujer inventaba en su cabeza—... juntos y muy felices.

Esa era la mentira más grande que había inventado en mucho tiempo, pero cómo no iba ella a pensarlo si él no había sido capaz de quitarse la argolla.

El chico del barDonde viven las historias. Descúbrelo ahora