Capítulo 31: Estoy tratando de decirte algo.

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Me quedé sin voz, pero mis ojos hablaron, al igual que mi tacto al rozarle.

Traté de decirlo con palabras, pero no había ninguna. Ni siquiera páginas por escribir. Incluso si fuese un experto del lenguaje, sería incapaz de transmitir la sensación de sus manos ocultándose detrás de mi nuca.

El tiempo se descosía, carecía de sentido; por primera vez, no me preocupó dejarlo ser.

Hipocondríaco.

Mi familia amaba el mar, decían que curaba el alma, también que era terapéutico para la depresión.

—¿No piensas nadar? —Empezaba con esa pregunta.

En vacaciones, me asustaba la idea de no saber lo que encontraría al caminar por la arena; desde cangrejos, huevos de tortuga, o simples conchas. El sonido de las olas al romper, la espuma que se formaba, la unión de la tierra con el mar. Y ese olor, que se podía percibir a kilómetros de distancia.

Me producía náuseas. Jamás subí a un barco por esa razón.

—Te lo pierdes.

Después de que ellos hicieran su recorrido en el mar, les gustaba caminar por la costa para comprar fruta o cocos, a veces se acumulaban las personas queriendo leernos las manos. Solo en una ocasión leyeron la mía, en contra de mi voluntad.

—¿Cuál es tu nombre?

—Hipocondríaco.

—¿Y antes de ese?

—Thor.

—Antes.

—No sé, ¿feto?

Mis padres no se percataron de que la señora me detuvo, así que tomé mi tiempo para escucharla. Rozando sus callos quemados sobre mis palmas.

—Tendrás una vida larga pero desafortunada—su premisa fue poco convincente, pero no paró de hablar aún viendo la expresión incrédula en mi rostro—. Muy pocas cosas en tu vida habrán valido la pena.

Dijo que aún así no todo sería lamentable. Dependería de algunas decisiones mías, también de mi entorno, pero sobre todo mi adaptación.

—Haz que las pocas cosas tengan más peso que tu vida. O el yugo te inmovilizará.

Después del mar, prefería bajar por las noches a la piscina, cuando el sol recién se había ocultado. No habían muchas personas que me vieran. Mi madre preparaba la cena a esas horas así que ellos tampoco estaban cerca.

Me sumergía con total calma. Aguantaba. Aguantaba. Aguantaba. Soportaba la presión contra mis pulmones, como si aquello fuese a ayudarme a relajar mis pensamientos, pero terminaba siendo presionado a salir o me ahogaría en silencio.

«Muy pocas cosas en tu vida habrán valido la pena.»

Repetía esa conducta a donde sea que fuera. En mis terapias mensuales, donde apenas comenzaba a abordar los temas de mi vida pero el tiempo se acababa, palabras que no volvía a retomar pues en la siguiente consulta un nuevo rostro atendería mis dudas.

Respecto a la música que me gustaba, quizá disfrutaba de observar la felicidad ajena. De ver a personas a quienes admiraba cumplir sus sueños. Apoyarles sin que nadie más lo supiera.

Y jamás paraba de pensar, como si fuese el aire que respiraba para vivir. Como el preámbulo de una vida llena de infortunios, condenado a a guardar bajo llave mis quejas al respecto.

Pero con él, mi cerebro guardó silencio.

Un silencio tan pacífico que no sabía que existía.

Línea AzulWhere stories live. Discover now