01

1.8K 194 90
                                    

Satoru no tenía el fuego necesario en el alma para soportarlo. Tampoco el temperamento, ni siquiera la valentía para mirar al cielo y gritar que era libre, o algo parecido.

En momentos así se limitaba a bajar metros bajo tierra, pasar su tarjeta por el lector —hacía un pitido que siempre le causaba migraña— y llegar a la parada más cercana del metro. Se quedaba en el andén, dejando que los monstruos de metal pasaran una y otra vez delante de él, con la gente arremolinándose a su alrededor y luego dejándole solo.

Nadie nunca se percataba de la forma en que miraba las vías desde lejos.

Por muchas personas que lo rodearan, que entraban y salían de los trenes con pasos ajetreados y palabras ocupadas, nadie se fijaba en él. Se sentía como un pez ahogándose en el mar, el árbol que arruinaba el bosque. En ocasiones llegaba a preguntarse si sería una muerte rápida, si su cuerpo quedaría partido desagradablemente a la mitad y los hierros se mancharían de rojo espeso.

Entonces, tomaba el metro después de quién sabía cuánto tiempo. Pero, sólo se sentaba si no había nadie más, de lo contrario, se quedaba de pie junto a una barra a la que sujetarse cuando el monstruo frenara en la última parada. Sí, la última parada, media hora o cuarenta minutos de viaje.

Metía las manos en los bolsillos y salía de las profundidades de la ciudad, subiéndose la capucha en un día lluvioso. No llevaba teléfono, tampoco cartera o llaves, nada. Absolutamente nada. Quizá lo único que adornaba su cuerpo era una pulsera de abalorios rosa que siempre llevaba en la muñeca izquierda.

Las gotas del cielo se mezclaban con temblores nerviosos en sus dedos y bajaba la cabeza cuando se cruzaba con alguien, temeroso. Tenía miedo de las personas, de la gente mayor y la gente joven, de los niños que le miraban con sus grandes ojos curiosos. Satoru tenía miedo de todo lo que pudiera juzgarle y señalarle.

A lo largo de esos años había escuchado demasiado sobre su aparente mal gusto en ropa, el acné adolescente de sus mejillas, su forma de hablar y de moverse. El espejo se burlaba de él con su horrible reflejo, hacía resonar en su cabeza todo lo que una vez había leído sobre él, los mensajes que había recibido de anónimos a través de redes sociales.

Demasiado alto, demasiado delgado, demasiado ruidoso; su sonrisa no era lo suficientemente brillante o bonita y se la tapaba cuando reía, tampoco sus notas en matemáticas. Su único atributo bonito eran sus ojos, y debía cubrirlos la mayor parte de veces para protegerse del Sol. Si tan sólo pudiera tragarse una pastilla que lo hiciera como todos los demás, lo haría.

Caminaba por la calle tormentosa de un barrio del que sólo conocía un parque y un edificio. Se metía al bloque de pisos con facilidad, porque la puerta estaba rota y nunca la habían arreglado. Los cristales se rompían bajo sus zapatos, como si estuviera imitando lo que otros habían hecho con él.

Picaba a la puerta y esperaba, sin una expresión en particular. Se bajaba la capucha cuando la madera desgastada se abría y él aparecía. Estaba solo en casa, como muchas veces, las necesarias para pasar sin decir una sola palabra e ir a su habitación.

Tenía los ojos verdes, hallazgo de una mina de esmeralda. El cabello negro estaba descuidado y los mechones iban de un lado para otro, no era corto, pero tampoco llegaba hasta sus hombros en cuanto longitud.

El cuarto y su ropa olían a nicotina y la ventana estaba abierta, dejando entrar todo el frío de fuera a la estancia. Un par de pósters de bandas de música cubrían las paredes, junto a una estantería de libros viejos que jamás había tocado. Las paredes habían sido blancas en algún momento de su existencia.

—Déjame ayudarte.

Se quedó quieto, sobre la alfombra, y dejó que le quitara el abrigo con lentitud y la sudadera gris y empapada. Toji dejó caer todo al suelo junto a su camiseta y ambos se metieron entre las sábanas, silenciosos.

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now