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Días después,
22 de diciembre

Megumi despertó sintiendo un gran peso sobre su espalda.

Sus huesos dolían por la postura, su cuerpo estaba entumecido boca abajo, enterrado con mantas, quieto y con el cuello de lado. Sus músculos se resintieron mientras se movía un poco, adormecido.

Oreo se había enroscado encima de él para buscar calor, algo que se había convertido en costumbre cada vez que se quedaba a dormir en casa de Satoru.

—No... —se quejó, retorciéndose para quitarse al gato de encima —. Oreo...

El animal ni siquiera se quitó, cómodo y perezoso. Megumi permaneció así un rato, suspirando.

Sus noches allí se habían vuelto más frecuentes. A veces pasaba un par de días, otras media semana. A su padre no parecía importarle, aunque cuando volvía para buscarlo y llevarlo de vuelta se interesaba en cómo le había ido, como si fuera alguna clase de excursión.

Por otro lado, Satoru estaba encantado. La habitación de invitados ya no era de invitados, sino la habitación de Megumi. Su habitación. Sus cosas de clase estaban ordenadas en la mesa que habían puesto ahí, y había un par de libros infantiles llenando la estantería que antes había estado vacía. Ambos, junto a Oreo, la habían hecho más viva y acogedora.

En algún momento, volvió a caer dormido. Era sábado, podía dormir hasta tarde sin preocupaciones.

El Sol ya había salido hacía un rato y eran las once de la mañana cuando Satoru picó a su puerta. Su sueño se desvaneció, la katana de sus manos también y la diversión de jugar en su imaginación se deslizó de su mente pegajosamente, dejándolo aturdido.

—Megumi —llamó el hombre, mientras el niño movía la cabeza a un lado, intentando ponerse de lado sin éxito —. Oh, cielo...

Satoru cogió a Oreo en brazos y lo puso en la cesta que había al lado de la cama después de darle un beso entre las orejas. El gato maulló, resentido por haber sido deprivado de la satisfacción de apresar a un humano, y Megumi pudo moverse al fin, en paz.

Un par de ojos azules pestañearon en su dirección, envueltos en pestañas largas, rizadas con gracia. El océano encerrado en esos iris se aclaró al verle y una llama de ilusión calmó las determinadas olas de una playa en hora matutina.

Megumi alzó un poco la cabeza, sonriendo. El pijama mullido lo hacía parecer diez veces su propio tamaño, dándole un aspecto suave y esponjoso. Su pelo estaba aplastado por un lado, despeinado, pero brillante.

—Feliz cumpleaños —Satoru acarició su cabeza cariñosamente, alegre.

—Ah... —Megumi bostezó sonoramente, sintiéndose bien, mimado, todavía aturdido por el sueño —. Gracias...

Satoru se sentó sobre el colchón y se inclinó para abrazarlo. Megumi rodeó su cuello con los brazos, suspirando pesadamente. Era tan cálido, ese jersey le hacía cosquillas en la nariz y olía a ambientador y hogar.

Oficialmente tenía nueve años. Eso era mucho.

Nunca celebraba sus cumpleaños, en lo que a hacer una fiesta se refería. Toji solía comprar una tarta y lo soltaba en el parque con Yuuji y Sukuna. Se sentaba en un banco y los miraba si no había nadie para vigilar, como si le pagaran para cuidar de ellos una vez al año, y luego regresaban a casa para terminar la tarta y ver una película. Nada más.

Hubo años en los que no pudo ver a sus amigos, y años en los que su padre trabajaba ese día —aunque aparecía de madrugada con una tarta y la dejaba en la cocina—. También años en los que su padre no estuvo, porque se fue a ese lugar.

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now