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Shima era una pequeña ciudad costera de apenas cincuenta mil habitantes con un encanto especial.

La estación de tren quedaba a unos quince minutos andando del hotel donde se alojaban. El recepcionista le tendió un par de llaves a Satoru con cierto escepticismo, pero sin preguntar qué demonios hacían dos chicos tan dispares en un sitio como aquel.

—No me quitaba ojo de encima —comentó Toji, apoyándose de brazos cruzados contra la pared del ascensor.

El recepcionista había estado mirando por encima del hombro de Satoru cómo Toji admiraba una vitrina repleta de relojes carísimos que, se suponía, servían de souvenir —o algo así había imaginado—.

Satoru se encogió de hombros. Sabía que era porque alguien como Toji no encajaba en un lugar así, un hotel de cuatro estrellas con vistas al mar. Eran ese rostro, la forma desconfiada en la que miraba a su alrededor y se desenvolvía en ese ambiente, la cicatriz y la forma rasgada de sus ojos verdes, astutos, como si se hubiera criado más en la calle que en su propia casa.

La habitación era de tamaño estándar, suficiente para ellos. El suelo de parquet oscuro se tragaba las pisadas de Toji, que se arrojó a la cama de matrimonio con pesadez, profiriendo un largo y cansado suspiro. Satoru se acercó a la mesa donde habían dejado un par de botellas de agua y una tetera, tazas y detalles del servicio de habitaciones. Guardó las botellas en la nevera y colgó su chaqueta del sillón.

La ventana daba hacia la parte trasera de la colina donde se situaba el edificio. El mar se mecía lentamente contra las rocas, un puente por el que varios coches pasaban atravesaba el paisaje y se perdía en su campo de visión. Había un cómodo silencio en el aire, no se oía a nadie en habitaciones contiguas, ni siquiera pasos en el pasillo. Podría ser que todo aquello fuera realmente para ellos.

Mientras Toji se revolcaba en la cama y estiraba sus extremidades, gruñendo y enterrando el rostro en la almohada, Satoru se asomó a curiosear al baño. Aunque, primero revisó los armarios, bastante espaciosos, pero no deshizo la maleta. No valía la pena colocar su ropa en las baldas cuando se iban a ir en poco tiempo.

El baño era de tamaño estándar, no demasiado llamativo, no demasiado soso. Habían dejado un par de cepillos de dientes de bambú sobre el lavamanos, metidos en una bolsa de tela cuidadosamente anudada con un lazo. Había una bañera occidental bajo la luz de la ventana, algo que no le molestó, pues ya había visto un cartel que mencionaba que tenían un onsen. No sabía si iba incluido en el precio, pero no le importaría pagar más por relajarse en aguas termales.

Entró tan pronto como salió, atraído por un suspiro prolongado de su acompañante. Toji estaba tumbado boca arriba en la cama, con la mano en el pecho, arrugándose la ropa. Miraba al techo sin decir nada, con los labios entreabiertos y una mirada extraña.

Satoru sonrió, apreciando esos resquicios de cansancio, tan poco habituales en él. Toji siempre parecía querer mantener una buena apariencia —una apariencia fuerte— frente a los demás, cuando lo cierto era que también era humano. Lloraba, soñaba y se cansaba después de viajes largos en tren.

Ojos verdes escanearon el techo sin buscar nada concreto, antes de volverse hacia el albino. Toji ladeó el mentón hacia él con lentitud, parpadeando como un felino.

—¿Sabes que por las noches hay un mercado? —dijo, incorporándose sobre sus codos —. Lo vi en un folleto, en recepción.

—¿Te apetece ir? —preguntó Satoru, sentándose al borde de la cama.

—Después de cenar, si tú quieres —asintió —. Ahora me apetece ir a la playa.

En Tokio era difícil encontrar una buena playa que estuviera cerca de sus casas, o que al menos no estuviera repleta de gente. Así, nunca iban y se pasaban los veranos chapoteando en su propio sudor, porque exponerse a socializar era vergonzoso y raro.

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now