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Un enorme torii  separaba el terreno mortal del espacio sagrado. Rodeado de árboles, se erigía en medio del camino, con su brillante color rojo bermellón y muescas de guerras pasadas.

Ambos subieron por las antiguas escaleras de piedra y pasaron por debajo en completo silencio. Satoru vio cómo Toji juntaba las manos y cerraba los ojos mientras cruzaba la puerta de los dioses. Nunca lo había visto rezar.

Al otro lado, no había ningún templo. El camino forestal continuaba cuesta arriba, los pájaros seguían entonando la misma canción en territorio de dioses.

Satoru se giró un momento para sacar una foto a la estructura. Los rayos de Sol se colaban por entre las copas de los árboles, dándole un aspecto casi etéreo.

Toji le tocó el hombro para llamar su atención y dejó la mano extendida, pidiéndole el móvil con aquel gesto mudo. Se lo dio y bajó algunos escalones, situándose junto a uno de los pilares. Satoru sonrió con timidez, el otro tomó la fotografía.

Pudo alcanzar a ver el resquicio de una sonrisa cuando Toji bajó el teléfono y se lo devolvió.

Continuaron subiendo hasta llegar a lo alto del acantilado, hasta que la visión del cielo comenzó a despejarse de árboles y fue intercambiada por las nubes y el Sol en todo su esplendor. El horizonte se expandía ante ambos, acompañado del mar.

Un gran faro presidía el acantilado, alzándose sobre la tierra como la única estructura humana en el límite de la tierra.

Evadieron el faro y se acercaron al borde del acantilado. Lo suficientemente cerca como para notar cómo la hierba se intercambiaba por piedra. Se sentaron ahí, a esperar a que el Sol se escondiera para poder presenciar el atardecer.

Les había llevado medio día llegar hasta allí. Una mujer que se habían encontrado en un bar les había convencido de hacer esa no tan pequeña ruta. Habían comprado varios onigiri a modo de merienda, junto a un par de latas de refresco que ya debían de haberse calentado.

—¿Crees que esto está mal? —preguntó Satoru, cruzándose de piernas.

Toji se dejó caer tumbado sobre la hierba, jadeando. Su alma de fumador no estaba tomándose bien esa caminata. Veía azul, azul cielo. No era lo mismo que mirar los ojos de Satoru, desde luego.

—Claro que no —respondió, buscando su cajetilla de tabaco en el bolsillo —. ¿Y a quién le importa? Vamos a morir de todas formas.

Quizá esa no era la expresión correcta. Toji se dio cuenta, aspirando una calada y soltando el humo con un suspiro. Briznas de hierba acariciaban sus mejillas.

—Lo que quiero decir —prosiguió —, es que el tiempo va a pasar igualmente. Algún día miraremos atrás y recordaremos esto con cariño, y pensaremos que ha sido genial tener los huevos de irnos de casa y divertirnos. Estaremos agradecidos de haber hecho algo así. Porque, si no ahora, ¿cuándo? —se incorporó sobre sus codos —. ¿Cuándo, Satoru?

—Está bien.

—Esto es para ti —Toji se dejó caer otra vez.

Porque recibir un mensaje a medianoche con un te quiero se había convertido en un miedo constante; porque estaba cansado de sentir que algún día iba a perderlo. Porque necesitaba dar a Satoru un descanso mental de todo lo que le rodeaba, intentar que encontrara algo a lo que aferrarse, verle sonreír.

Porque sintió pánico al escucharle decir que no seguiría allí mucho tiempo, y la noche en la que Satoru dijo eso se la pasó angustiado, planeando ese viaje. Porque no se imaginaba una vida sin Satoru.

Quería aplastar y romper en pedazos a todos los que le hicieron así, a su chico de nieve y ojos tristes.

—¿Y para ti? —preguntó Satoru, en voz baja.

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now