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Toji se sentía incómodo cuando estaba entre tanta gente.

Los ambientes que se suponía que eran normales le resultaban extremadamente asfixiantes. Había sido así desde que era joven, principalmente por desconfianza y ansiedad, pero desde su último paso por la cárcel el mundo se sentía distinto.

No podía dejar de mirar a todos para cerciorarse de qué estaban haciendo y de qué forma, de pensar que aquellas eran personas normales que no tenían nada que ver con él. Las familias, las mujeres, los chicos. Le provocaba náuseas sentirse expuesto, a su vez, tener la espalda descubierta, estar alerta todo el tiempo.

Además, en sus ratos libres no se mezclaba con personas corrientes. Siempre acababa, de una u otra forma, envuelto con gente problemática. Mujeres con adicciones, hombres con largos historiales de cenar en bandeja, mocosos de quince años que trabajaban de camellos.

Por otro lado, cada vez que salía de casa, tenía que comprobar no entrar a una zona determinada, pues tenía una orden de alejamiento. Al menos, Satoru los había llevado a una cafetería que no estaba en esa área, por lo que se había ahorrado la vergüenza de tener que contarle que tenía semejante restricción.

Ante la ley, Toji Fushiguro era un sujeto peligroso. Era un hecho.

—Toji.

Aquella voz lo sacó de su ensimismamiento. Satoru lo miraba, al otro lado de la mesa, con una sonrisa preciosa y las mejillas sonrosadas.

Se aclaró la voz, percatándose de que había estado clavándose las uñas en las palmas de las manos.

—¿Qué pasa?

—Nada —Satoru removió su café con la cucharilla.

Toji soltó el aire que había estado conteniendo. Satoru siempre hacía eso cuando lo notaba más lejos que cerca. Le alegraba saber que esa costumbre seguía estando entre ellos. El mero hecho de que se acordara ya era suficiente.

La cafetería en dónde habían acabado estaba repleta de luces cálidas y adornos de falsas enredaderas en las paredes. Había un enorme mostrador con tartas, pasteles y una gloriosa e insana cantidad de dulces. Los camareros habían sido amables guiándoles al fondo del local.

Satoru había pedido un sencillo café y un pastel de chocolate. Megumi había pedido una porción de tarta —a pesar de que le había dicho que aún no era su cumpleaños— y un chocolate caliente que todavía humeaba.

Bajó la mirada a la cerveza que no había tocado.

—¿Qué...? ¿Qué pasó con la gente de nuestra clase? —preguntó.

Megumi, que por algún motivo había llevado su mochila de la escuela al hombro, sacó una hoja y vació su estuche de colores en la mesa. Varios cayeron al suelo.

Toji frunció el ceño, pero lo dejó estar. El niño recogió sus lápices del suelo y se hizo un hueco en la mesa. Sujetaba su papel apoyando la férula encima.

—No sé nada sobre la mayoría —Satoru dio una palmadita sobre la cabeza de Megumi.

Ah, era verdad. Satoru no tenía redes sociales y tampoco había tenido muchos amigos. Aún así, recordaba específicamente a un par.

—¿Y de tus antiguos amigos?

—Oh. Bueno, creo que Shoko está trabajando como forense y Suguru...

Dejó de escuchar al instante. Suguru Getō. Podría haber olvidado su nombre, pero jamás la satisfacción de meterle un puñetazo en toda la cara.

Ese maldito mocoso entrometido, hijo de puta, egoísta y malcriado. Amigo de la infancia de Satoru, pero no muy amigo, en realidad. Un cobarde de mierda, en resumen. Recordaba que se le había acercado en cierta ocasión, diciéndole algo sobre que debería alejarse de Satoru, porque no era una buena influencia.

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now