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¿Cómo recuperar algo que había perdido? ¿Cómo alcanzar a alguien que no podía tener?

Satoru se cubrió la boca con una leve risa. Su sonrisa siempre había sido así de hermosa, ribeteada de hoyuelos y mejillas sonrosadas, labios finos y rosados en mitad de una tarde fría de invierno.

Toji era egoísta.

Quería que Satoru sólo riera con él, quería que sólo tuviera ojos para él, justo como en los viejos tiempos. Quería tomarlo de la mano y pasar el pulgar por su dorso, tener el privilegio de besarle. Toji, un mero mortal a los pies de Satoru, una deidad tan lejana.

Hubo un tiempo en el que sintió que era capaz de cualquier cosa por estar a su lado, por conseguir una sonrisa como esa, una noche más a su lado. Cruzar un océano por él, ir al fin del mundo, matar a alguien de un botellazo.

Porque, para alguien tan jodido como Toji, cuando el amor duraba demasiado, la química se convertía finalmente en adicción. Y el romance en tragedia. Satoru era su mejor y última sobredosis, la primera, al fin y al cabo. El hombre que nunca podría olvidar, no importaba cuánto tiempo pasara.

—¿Qué pasa, cielo?

Eso no iba dedicado a él, desde luego. Satoru miraba a Megumi, que se había levantado de la siesta y estaba bajo el umbral de la puerta de la cocina.

El niño, su hijo, sangre de su sangre, se acercó a Satoru con el pelo hecho un desastre y el rostro pálido. Le había pillado la gripe estacional, por lo que se quedaba en casa en vez de ir a clase.

Estaban a principios de febrero, aún había nieve en las aceras y, a pesar del cielo despejado, caía una helada en Tokio que no se comparaba a la primavera en su mirada. Los ojos de Satoru se llenaban de amor cada vez que veía al niño. Lo estrechaba entre sus brazos, tocaba su frente con los nudillos, le susurraba algo mientras apartaba un par de mechones que caían por su cara.

—La fiebre ha bajado —anunciaba, después de acicalarlo como una gata a sus cachorros. Megumi se sentaba en su regazo, escondía la cabeza en su jersey —. ¿Quieres que te prepare algo caliente?

Toji se levantó y se acercó a la ventana para que el humo de su cigarro no llegara a Megumi. A Satoru no le importaba que fumara, pero si el crío estaba entre ambos las cosas cambiaban.

El aire fresco le golpeó con una bofetada, el humo huyó de sus fosas nasales, de su garganta raspada. Detrás, Satoru abrazaba a Megumi y hablaban.

Se preguntaba si acaso ese era el sentido de la historia. Hubo amor. Eso era lo único que importaba. No había cambiado las cosas, no había hecho que nadie se recuperara, no había mejorado ni curado nada. Pero lo hubo. Y eso era lo que importaba, ¿no? Hubo amor. Punto y final.

Algo se restregó contra su pantorrilla. El gato blanco de Satoru, el que tanto adoraba el niño. Lo miró con desdén, aunque luego se percató de que el amor sí había cambiado las cosas para ese animal, y para Megumi también. ¿Verdad? Entonces, ¿por qué no para ellos?

¿Por qué?

Había algo injusto en todo aquello, desde el día en que se conocieron hasta el día en que se volvieron a encontrar. Algo inherentemente cruel y trágico. Toji era un mal hombre, nada de lo que hiciera iba a cambiar el pasado, ni lo que Satoru pudo ver de los trozos que quedaron de él al crecer.

No era más que un adicto —casi ex adicto— que había maltratado a su hijo, matado a alguien, robado, golpeado y no había nada que pudiera borrarlo.

Con otra calada, intentaba sacarse algo del pecho, quizá la melancolía que le provocaba ver a Satoru cuidando de Megumi. Toji perdía todo lo que tocaba, perdía todo lo que tenía y que se suponía que había merecido tener. Una familia, una relación, dinero y estabilidad. Y no era idiota, no fingiría que no había roto un plato, todo era su culpa. No había nada que hubiera podido hacer para evitarlo, porque siempre fue así.

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now