Lapsos

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En algún lugar sin nombre de la actual Ucrania, finales de agosto de 1914.

Marko abrió los ojos. Lo primero a tomar en cuenta fue su propia existencia. Aún estaba vivo, no lo podía creer. Luego fijó el interés en saber sobre su ubicación espacio temporal. Estaba en alguna especie de refugio, no era una cueva natural, alguien la había preparado, quizá en vista de la proximidad de la guerra, quizás por otros motivos. Era oscura, una lámpara de mano brindaba una débil iluminación al recinto. Las paredes estaban hechas de tierra compactada, las esquinas se hallaban apuntaladas, eso sí, por sendos troncos. El techo, por el contrario, era de madera en su totalidad, las tablas se encontraban unidas con cuerdas. Un trabajo no muy elaborado, pero al parecer eficiente. En las paredes, apoyándose de los tablones, había varias repisas, mismas que contenían una heterogénea multitud de cacharros, recipientes, envoltorios, platos y otros enseres. El ambiente era húmedo. El olor a tierra era fuerte y por más que aguzó la mirada no pudo observar un hoyo de ventilación o algo parecido en el recinto, sin embargo, el aire que se respiraba era bueno, tomando en cuenta las circunstancias. En un pequeño camastro, se encontraba él; tumbado, adolorido, cubierto de vendajes; la cama era demasiada diminuta para su tamaño, lo cual hacía que su posición fuese más incómoda de lo que debía. Trató de incorporarse, pero el dolor del abdomen se lo impidió. Poco a poco su vista se acostumbró a la oscuridad y pudo ver su Fez reposando en una de las repisas, la casaca no se observaba por ningún lado y él, estaba con el torso desnudo, si exceptuamos las vendas que le cubrían. ¿Qué hacía su Fez en aquel lugar? Según recordaba lo había perdido durante el combate. ¡Rayos! ¡El campo de combate! ¿Qué habría pasado? ¡Katja! ¿Qué demonios hacia ella allí?

Entonces la vio. En un banquito estaba ella, sentada, vigilante y anhelante; se acercó a él, apenas percibió que se encontraba despierto.

—Qué bueno que despertaste, no te muevas mucho, te vendé, te curé lo mejor que pude, no soy enfermera, no sé qué tan buen trabajo hice. Mejor no nos arriesgamos. ¿Vale? —le recomendó con cariño mientras le hacía un guiño de complicidad.

Él abrió la boca para pedir respuestas, pero en vez de eso recibió una cucharada de sopa.

—Toma, te preparé un estofado de conejo, no soy buen doctor, pero si buena cocinera.

Era cierto, la sopa estaba deliciosa y caliente. Ella, soplaba cada cucharada antes de dársela, era él, un niño de nuevo, aquel niño huérfano que le aceptó como madrastra el poco tiempo que estuvieron juntos. Una madrastra apenas 10 años mayor que él mismo. Había transcurrido desde aquello casi 20 años. Él era ya un hombre hecho y derecho, alto, fuerte, robusto; y ella aún tenía ese aspecto quinceañero que recordaba. ¿Cómo era eso posible? ¿Sería un delirio creado por su estado de debilidad o por la tenue oscuridad? ¿No estaría su mente y sus ojos jugándole una mala pasada? Tan pequeña, tan parca, tan frágil, tan débil en apariencia y sin embargo el aspecto maternal de sus cuidados le daban un talante de gigantismo y él, se sentía como un chiquillo indefenso, siendo atendido después de una caída aparatosa, producto de una travesura infantil.

—Necesitas reponer fuerzas. Han pasado unos tres días desde que te hallé herido. Un amigo me ayudó a traerte hasta aquí. No te preocupes. En este refugio estas a salvo por ahora. Aunque la batalla continúa, ya cesó por estos lugares y solo hay que temer a las patrullas de cosacos. Soy pequeña, se me hace fácil burlar su vigilancia. No nos descubrirán aquí.

Al terminar de comer, ella le acercó una vasija con un líquido negro, quizás no lo era, con esa iluminación todo parecía oscuro.

—Toma, esto hará que te recuperes más rápido —dijo.

Raza Oculta I El Secreto del AguaWhere stories live. Discover now