El Relato de Marko, Folio IV

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"Desperté la mañana siguiente de la confrontación. Revisé mis heridas, habían curado un poco, aunque la de la mano izquierda seguía sangrando. Me dolía una enormidad, el dolor era punzante. Obligué a mi cuerpo a levantarse y mucho más lo obligué a entrar de nuevo en el templo. Allí estaban los cadáveres de todos los caídos en la lucha. Propios y ajenos. Y mi temor no era hacia fantasmas o apariciones. No, no, para nada. Temblaba de pensar que alguno de aquellos seres sobrenaturales aún estuviera vivo y se hubiese recuperado en la noche. Pero no, mis temores eran infundados. Estaban muertos y así permanecieron. Ese pensamiento me causó algo de gracia. ¿Si ya están muertos qué esperaba? ¿Qué resucitaran y volvieran del más allá? Sin embargo, con todo lo vivido el día anterior uno podría esperar lo que sea. La hoguera se estaba apagando, a su lado, los restos quemados del africano. Despedía un olor desagradable. Hube de obviar ese hecho. Pasé a su lado, con suma precaución. Al haber hecho eso hallé unos troncos, por pura casualidad, apilonados detrás de unas columnas. Supongo que cortados y almacenados para tal fin. Los lancé a las escasas llamas y estas se fueron avivando poco a poco. Tomé una de las bengalas de la mochila, la encendí. Caminé por el recinto, observando muy bien a los cuerpos. Ninguno respiraba, bien. Estaba claro desde el principio, pero el miedo era mayor que cualquier convicción, mejor corroborar que ser sorprendido. Bengala en mano, llegué hasta la viejecita, debía comprobar que ella también estuviese muerta. Como ya lo suponía el cuerpo estaba momificado, habría muerto muchos años atrás. Unos hilos atados a las manos y cabeza la mantenían aún unida al altar, por lo cual, a pesar del golpe propinado por el coronel, el cuerpo no había caído del todo y estaba de medio lado. Era una marioneta. Ahora, en parte entendía el desespero del mentor de Eugene, se vio engañado y había guardado alguna desconocida esperanza en localizar a Inanna y, perdidas las esperanzas, decidió inmolarse. Eso me intrigaba. ¿por qué los vampiros se inmolaban? Era una muerte horrible. Si estaban hastiados de la vida, pienso, podrían quitarse la vida de una manera menos aparatosa. Un misterio. Todos anhelando la inmortalidad y ellos despreciándola. En fin, continué explorando. Necesario era que lo hiciera, a pesar de mi aprehensión para realizar tal cosa. Extraje la espada del cuerpo de la vampira hindú, limpié la sangre y la devolví a su vaina, el bastón del coronel. Crucé el altar y me adentré en la parte interior de la cueva, allí conseguí los cadáveres apilonados de Dominic y Donald. Jans, no se encontraba a la vista. Aquello parecía un pequeño museo de horror, aparte de los ya mencionados cuerpos se hallaban una cantidad imprecisa de reliquias macabras. Cráneos, huesos de diversos tamaños, algunos tallados, otros a medio tallar. El trabajo estaba orientado en crear herramientas. Había cuchillos, tenedores, cucharillas, hachas, agujas y un largo etcétera. Contra todo lo que mi sentido de auto preservación me pedía, continué la exploración. Encontré unas puertas de madera de lado y lado de la galería. Supuse que eran aposentos. Al final de la galería hallé una escalera en espiral. Hasta allí llegó mi valentía, no me atreví a abrir los accesos ni mucho menos bajar esos escalones. Desde sus profundidades un apagado lamento se abría paso poco a poco. Aquello era espeluznante. Era evidente que no eran fantasmas, pero fuese que fuese aquello iba en contra de mis intereses. Ya fuesen prisioneros o más vampiros, no, ni hablar de descender por allí. Decidí que ya era suficiente la curiosidad. Estaba tentando en demasía a la suerte. Ya, el solo hecho de haber sobrevivido a la masacre del día anterior, era suficiente. Asustado, me apresuré a salir de aquella cueva, si no corrí fue porque mis heridas y cansancio me lo impedían. En el exterior del templo, en la plazoleta donde ocurrió el enfrentamiento final organicé el contenido de las mochilas, reuní solo lo esencial y lo coloqué todo en un morral. Usando el bastón como apoyo inicié el descenso de la montaña. No voy a extenderme en los detalles. Fue un suplicio, en el cual varias veces creí desfallecer. Dos largos días de caminata me llevó conseguir el camino de los peregrinos. Allí acampé, a la espera de que algún grupo pasara y me prestara auxilio. Y así fue. Me encontraron preso de fiebres, medio muerto. Esas buenas gentes me ayudaron. Después de superar, las consecuencias de las heridas, los obstáculos idiomáticos, interminables pausas en bongos, sitios de acampado, llegué semanas después a Katmandú. Me hospedé en una pequeña posada, muy humilde. Luego de tantas penurias y dormir en colchas sobre la tierra desnuda aquello me parecía un lugar digno de un rey. Mi cuerpo pedía que reposara mil años para recuperar fuerzas, su necesidad no sería resuelta, no había tiempo que perder. Ni siquiera sabía qué fecha era. Descansé solo unas pocas horas, salí al mercado, ese era el sitio convenido de encuentro con el grupo de rescate. Las noticias que pude recabar, en inicio, eran poco esperanzadoras. Era 21 de julio de 1939. Había llegado tarde. El grupo tenía órdenes de esperar máximo hasta junio del año que corría. Derrotado, me derrumbé, más que sentarme, en el rellano de una puerta. Estaba cansado, muy cansado. Más allá de cualquier explicación humana. Así que no es de extrañar que me durmiera allí, en plena calle, en una posición incómoda, y quizá pudiera haber permanecido allí hasta el congelamiento del infierno, pero una mano se posó en mi hombro y me despertó. Un rostro conocido se vislumbró ante mis ojos. Era Taube, acompañado de otros dos soldados, vestidos de paisanos.”
“¡No habían partido!”
“Me manifestó que ellos querían irse, pero Grubber lo impidió. Se negó a despegar sin el Coronel. Entre discusiones y pequeñas riñas se llegó a un consenso: esperar máximo hasta el 30 de Julio. Grubber, ante el riesgo de un motín, accedió a regañadientes. Los ya mencionados soldados se encontraban en el mercado, comprando víveres para preparar la partida. No esperaban encontrar a nadie. Y así, de nuevo, me eché mochila al hombro emprendiendo otra caminata. Nos dirigimos a las afueras de la ciudad. El avión, no estaba en Katmandú, si no en una localización retirada. En los meses de estadía y espera, el grupo de rescate, había acondicionado un campo, manteniendo la rudimentaria pista, apta para el despegue de la nave en el momento que se necesitara. En un granero abandonado estaba oculto el modificado Ju-52. Para las autoridades británicas ese avión no existía, así que el riesgo crecía cada día que permanecía allí. Me reencontré con el feo rostro de Grubber. Le expliqué de la forma más sencilla posible todo lo ocurrido. Se mantuvo impasible hasta que le dije de la muerte del Coronel. Masculló algo y se levantó, hizo seña a los presentes que lo dejaran solo. Permaneció sentado con su rifle, a la sombra de un árbol, alejado del grupo, hasta entrada la tarde. Cuando regresó, expuso, a través de un soldado, que hacía las veces de intérprete de señas, que la hora de salida sería al amanecer. Nadie lo celebró por respeto al coronel, pero todos estaban complacidos con la noticia. Me ordenó realizar un reporte, él debía informar a su superior el fracaso de la misión y la muerte de Rahl. Dicho informe lo realicé durante el viaje. Del borrador que guardé extraje mucho del contenido de este relato. Ya soy un viejo, todo eso ocurrió hace mucho. Suerte que guardé ese y otros documentos para poder reconstruir la historia que estoy contando antes de que la muerte me sorprenda en la cama.”
“El regreso, no fue un viaje placentero, el avión no había sido diseñado para el confort, era robusto y confiable, sí, pero cómodo: no. A mitad de camino estalló la guerra, para ese entonces estábamos todavía en espacio aéreo controlado por Reino Unido. Lo cual nos mantuvo tensos por muchas horas. Cuando nos encontrábamos cerca de la frontera con Turquía, observamos un biplano desconocido que se acercaba. Se trataba de un Hawker Fury británico. El piloto nos hizo señas para que descendiéramos y lo siguiéramos. El sistema defensivo del Ju-52 era limitado, así que la situación era apremiante. Si no seguíamos sus instrucciones, era un hecho que no podríamos escapar. Por muy obsoleto que se viera, el avión enemigo, era más rápido, mejor armado y maniobrable que el transporte que ocupábamos y si accedíamos descender nuestro destino era ser prisioneros de guerra. Grubber, con su templanza habitual buscó su rifle. Ordenó al piloto, a través del intérprete de señas que fingiera aceptar la demanda del Hawker Fury y que una vez este maniobrase para colocarse en posición de escolta, se acercara lo más posible al otro avión por estribor. Y así ocurrió. Grubber abrió una de las ventanas y apuntó. Parecía un tiro imposible pero el maldito lo consiguió. Justo en la maniobra requerida disparó, dando en el blanco: la cabeza del piloto, aprovechando que su carlinga era abierta. El Hawker Fury, perdió altura poco a poco y lo vimos estrellarse contra las montañas. Todos celebraron el disparo, hasta yo hube de hacerlo. Lo felicitaron, lo abrazaron, el momento de tensión había culminado, entramos a territorio neutral. El silencioso sargento guardó su rifle y sin más ni menos se arrellanó en su asiento y se durmió casi enseguida. Necesitaba descansar, era el segundo piloto, pronto le tocaría su turno de conducir el avión mientras el otro piloto descansaba.”
“El resto del viaje fue más tranquilo, estábamos en territorio amigo o en todo caso neutral. Volamos bajo, furtivamente, dentro de las posibilidades. Evitando cualquier contacto. Agotamos hasta la última reserva de combustible. El 17 de septiembre de 1939 aterrizamos en Budapest, le entregué el bastón del coronel a Grubber y me despedí de todos, esperando no volverlos a ver jamás. Sobre todo, al malhumorado sargento. Ellos recargaron combustible y partieron a Alemania al día siguiente. Luego de casi un año y medio, me reencontré al fin con mi familia. Pude reposar en mi propia cama. Nada como el viejo colchón para sentirme en casa. Tu abuela, me hizo prometer que no me ausentaría de esa forma de nuevo. Yo lo prometí y aunque luego no pude cumplir de manera cabal esa promesa, en aquel momento lo dije de corazón. No deseaba más aventuras ni búsquedas místicas. Ya el coronel estaba muerto, no podrían convencerme, ni coaccionarme, ni influir sobre mi psiquis para que yo volviera a esa cofradía maligna. Europa estaba en guerra, los alemanes iban a estar muy ocupados como para estar ideando cacerías de vampiros o planes de búsqueda y obtención de la inmortalidad. Al menos eso pensé. Además, el núcleo del pelotón y Rahl, su principal impulsor, estaban muertos, solo quedaba, como figura importante, el silente Grubber. Pero este era un ejecutor, no un director, era bueno en acciones tácticas, pero no lo veía ejerciendo de conductor en aquella desvalijada orquesta. Muchas veces pensé en qué hubiese sucedido si el sargento nos hubiese acompañado en la malograda entrevista, intento de captura, de Inanna. Sus capacidades en combate eran superiores al resto. Aunque siendo sincero, no creía que Grubber pudiese matar a Inanna. No con su rifle, ni con su cuchillo, ni ninguna habilidad que pudiera poseer. La única razón por la cual sobreviví, fue porque Inanna, no quiso matarme, a pesar del daño recibido, ella, consideró que no merecía una muerte rápida, mejor que muriera lentamente, viviendo con mi tormento. Y así fue, el tormento fue parte de mi vida, siempre. A pesar de momentos de paz y el refugio de la vida familiar. Nunca pude librarme de esa obsesión, de saber, de buscar sobre ellos, la raza que se ocultaba entre nosotros. Sólo la calmaba por instantes, de variable duración, y eso, a costa de sacrificar todo lo bueno que poseía, todo lo que amaba.”
“Tu abuela, en mi ausencia, con el superávit de recursos obtenido, con la doble remuneración, había establecido una tienda de abastos y víveres, así que, siguiendo su consejo (más que consejo, era una orden, tu abuela era una mujer con carácter fuerte) renuncié a la vida castrense. Luego de un sin fin de trámites, reportes y reuniones con mis superiores, solicité la baja militar, esta me fue concedida a regañadientes y me dediqué a la tienda. Era próspera, lo suficiente como para vivir con ciertos acomodos y mantener pequeños lujos. Y así vivimos, en paz, al menos durante dos años. En 1941 Hungría entró en la guerra y fui llamado al deber, como reservista. Me asignaron labores de instrucción en mi antiguo regimiento. Hasta allí todo bien, no estaba en primera línea, me encontraba cerca de la familia y el ejercicio me hacía bien. Entonces alguien recordó mis antiguas y supuestas labores de enlace con el ejército alemán. Me negué, hice una nota de protesta, mis superiores obviaron las quejas y en un intento de tranquilizarme y que cambiara mi actitud, me señalaron que iba a estar en Bratislava, muy cerca de Hungría y podría visitar a mi familia regularmente. Durante los permisos.”
“A tu abuela, aquello no le causó gracia, cedió porque no tenía otra opción, yo tampoco. Partí días después a mi destino. No muy animado, las extrañas y nefastas experiencias vividas con los alemanes no dejaron más que emociones negativas y espeluznantes. Al llegar, mis temores resultaron bien fundados. Entre quienes me recibían se encontraba un viejo conocido. El silencioso y letal sargento: Grubber. Había regresado a la pesadilla.”
“No vi a Taube o Schwartz, solo a Grubber y su asistente, el intérprete de señas. Los saludé, no con muchos ánimos y me condujeron con quien, en teoría, era el oficial enlace alemán a cargo. Una vez hecho esto se retiraron y nos dejaron a solas. Era un hombre de mediana edad, de unos 50 años. Uniformado, como no, con ese, ya tristemente familiar, uniforme de las SS.”
—Soy, el Oberführer, Albert Von Verschuer. A cargo de esta oficina.
—El mío es Marko Jarkovic, sub teniente...
—Sabemos muy bien su nombre sub teniente, no está usted aquí por casualidad, nosotros le solicitamos. Le pedimos exclusivamente al alto mando húngaro que nos enviara a su persona para que trabajase acá, en esta humilde instalación —interrumpió.
—¿Con qué propósito? ¿Por qué yo?
—Porque es el único superviviente de la fallida expedición de Rahl al Tíbet. Y aunque por cierto tiempo quedó pausado el tema. Recientes hallazgos han reavivado la inquietud del grupo y queremos retomar el asunto donde lo dejó Rahl y conducirlo de una manera más práctica y menos ambiciosa, sin dejar de serlo, claro está. El asunto de la inmortalidad no es poca cosa —expresó riendo.
—Yo no deseo continuar con esas cacerías, ya no soy un muchacho y las experiencias tanto en el Tíbet como aquí en Europa me dejaron muchos sin sabores, heridas y pesadillas.
—Ya, ya. Le comprendo. Pero no se preocupe no estará usted, estaca y cruz en mano, cazando vampiros en el descampado. De eso se encargará Grubber y un pelotón especializado encuadrado en las Eisangruppen. Su labor será, en líneas básicas, de identificación y cuidado de los sujetos. Por ahora, conservamos a Oscar, quien ha estado algo más colaborador los últimos meses y una docena de candidatos.
—Sigue sin gustarme la idea —le dije lo más contundente que pude.
—No es nada del otro mundo, solo es entrevistar a los candidatos, seleccionar quiénes son y quiénes no. No correrá ningún peligro.
—No veo porque tengo que ser yo.
—Porque usted tiene más experiencia con estos individuos que cualquiera de nosotros. A pesar de tener a Oscar con nosotros por cerca de dos años, es poco lo que hemos podido avanzar. El sujeto no coopera.
—Usted, dijo que estaba cooperando —le rectifiqué
—Fue una exageración de mi parte. A veces no habla, a veces tampoco. No se comunica demasiado, no como necesitamos. El sujeto, en sí mismo, es un misterio. Y él lo disfruta, de alguna manera. Da respuestas escuetas, cortas, esporádicas y de escasa importancia. Goza con nuestra confusión e ignorancia. Lo que sí hemos hecho es estudiar su sangre, a pesar de eso no logramos que las conversiones sean efectivas.
—¿Han intentado conversiones? —pregunté, picado en mi curiosidad.
—Sí, pero como ya le dije. No han sido efectivas, los sujetos de prueba siempre mueren, en el laboratorio hay informes detallados de ello. Queremos que los estudie, que quizá consiga ver en qué fallamos.
—¿Y qué le hace suponer que yo voy a poder desvelar el secreto que sus colaboradores no han podido? Asumo que tiene médicos y científicos realizando esas labores.
—Así es. Hay un equipo médico, muy pequeño y discreto. No deseamos que haya tantas personas que sepan este secreto. Ni siquiera el Führer, conoce de esta operación. Considérese afortunado.
“No me consideraba afortunado en nada.”
—Usted no solo participó en todas esas cacerías del mal llamado "pelotón de Rahl" sino que tenemos entendido que sobrevivió a un proceso de conversión. Estudiaremos su sangre, quizá algún secreto podamos vislumbrar de todo ello.
—¿Me harán un sujeto de pruebas? —pregunté preocupado.
“No me hacía gracia ser un conejillo de indias de quien sabe que científico loco.”
—Relájese, solo serán muestras de sangre. Un pinchazo y listo. Los médicos se encargarán del resto.
Yo guardé silencio. Ponderando las acciones.
—¿Me puedo negar?
—Claro que puede. Pero, como usted entenderá, no podemos permitirnos que el secreto que guardamos se pueda filtrar al conocimiento público.
“Aquello sonaba amenaza y lo era. Temí, no solo por mi vida, sino por la de los míos. Sabía de las atrocidades que eran capaces estos malnacidos Nazis. Y este grupo sin nombre ni cabeza me atemorizaba. Pensaba haberme librado de ellos y, sin embargo, allí estaba, sentado, recibiendo una oferta que no podía rechazar. Era como aquellos que entran en la mafia y el crimen organizado, una vez dentro no se puede salir sino con los pies por delante.”
Sin otra opción, hube de aceptar.
—Excelente decisión Sub teniente. Excelente decisión —expresó sonriendo el brigadier —desde hoy vuelves a ser Erich Steiner, pero con el rango de Teniente. Al menos para nosotros… Tomé, aquí están sus credenciales.
“De nuevo era prisionero de aquella terrible búsqueda. Bajo el mando o supervisión de seres perversos y desconocidos. Por encima de este Von Verschuer tenía que haber alguien poderoso, moviendo los hilos, aplicando recursos. Aquella operación no era normal. Y en ese respecto siempre me quedó la duda, nunca supe quiénes eran las figuras principales en ese entramado místico. Podría decir que Goebbels o Himmler o quizá el propio Hitler, a pesar de que lo negaran. Una oculta cofradía de líderes nazis deseaba la inmortalidad, permanecían tan ocultos como la raza que perseguían.”
—El edificio posee tres pisos, el primer piso está ocupado por las oficinas administrativas. Tenemos una para usted, el segundo piso es el laboratorio y el tercero los aposentos. En el sótano están los calabozos, donde tenemos recluidos a Oscar y los sujetos, hay un par de ellos que estamos bastante seguros que son vampiros. No le voy a decir cuáles son nuestros dos candidatos a positivo. Usted, entrevístelos, estudie sus expedientes y discútalo con los doctores —me anunció mientras hacíamos un recorrido por las instalaciones —con suerte serán los mismos y ya podemos desechar toda incertidumbre. Le voy a presentar al personal, subamos al laboratorio.
Ascendimos entonces por un elevador. No había escaleras, al menos no visibles en el pasillo. Tuvo que pasar un ataque para que me revelaran donde se encontraban las escaleras de emergencia, puesto que el pasillo que permitía el acceso a ellos permanecía sellado, bajo llave y la llave solo la tenía el director y el guardia. En el piso dos estaba otro guardia, fue el primero en ser presentado. Era un hombre más bien pequeño, corpulento, de manera irónica, resultó el más amigable de cuantos trabajaban en el edificio. Siempre animado y lleno de energía. Lucía un uniforme un tanto peculiar, camisa parda y pantalones negros, una gorra también parda, una bandolera negra, provista de una pistola parabellum. Un bigote muy a lo Hitler, corto y bien cuidado, le daba un aspecto cómico, más que intimidante. Rondaría entre los cuarenta y cincuenta años. Leía el periódico y jugueteaba con una pajilla en la boca. Me saludó, con una sonrisa bonachona, casi infantil. Antón, era su pseudónimo, pues los nombres reales no abundaban en ese piso. Los doctores llevaban por nombre Feodor, Sigfrido y Sófocles. Hubiera reído si la situación no fuese tan comprometida, nombres extrañísimos, quizás mitología germánica, nórdica o que se yo. No existía nada distintivo entre ellos, siempre de blanco, con tapa bocas, guantes, lentes, gorros quirúrgicos. Para saber cuál era cual tenía que leer las insignias en su pecho. Por lo demás eran casi idénticos en tamaño, forma y peso, nunca pude ver sus rostros. Luego estaban dos enfermeros con pinta de carceleros expulsados de un psiquiátrico, Junen y Jonás. Parcos, silenciosos, mantenían un trato respetuoso entre ellos y con todos, excepto con los prisioneros. A quienes trataban muy mal. No había personal de mantenimiento como tal, una enjuta señora de mirada triste y pasos cansados hacía ella sola la limpieza. No tenía nombre, nadie le prestaba mucha atención, ella evitaba la mirada de todos. No sabía si era miedo o respeto. Cuando pregunté por ella, solo me respondieron ‘es la criada que limpia, no le preste atención’. Me desentendí de la señora, hay ciertos misterios que no deben ser desvelados. No era mi asunto, por la curiosidad murió el gato.
Luego subimos al tercer piso, me mostraron la habitación que iba a ocupar. La compartiría con Antón, eso me dijo el oficial antes mencionado, el cual llamaré desde ahora ‘El Director’. Era una habitación sencilla, con una litera, dos casilleros de color gris, un espejo del tamaño de un hombre, nada más. Me pareció algo exagerado. Los detalles, muebles y comodidades de la habitación habían sido llevados a su mínima expresión. Mi lugar en la litera era el colchón de arriba, Antón, quien iba a ser mi compañero o quizá mi vigilante, gustaba de estar a nivel de piso, por si acaso surgía alguna emergencia, poder moverse rápido. Bajamos. En la oficina que me correspondía, en el primer piso, ya copias de los informes estaban apilonadas en el escritorio. Por último, visitamos las mazmorras, pues eso eran, no importaba el nombre rimbombante que utilizaran. Oscar, estaba aislado del resto.
—Los dejaré a solas, tendrán mucho que conversar y no quiero ser un estorbo. A Oscar, no le agrado mucho —anunció el director y subió por el ascensor.
Me senté en el piso. Cerca de la celda, dejando espacio suficiente entre Oscar y yo. Evitando así cualquier sorpresa. Se encontraba a oscuras. Recostado en su camastro. No sabía muy bien que decir, ni como comenzar una conversación con él. Permanecí en silencio. Y entonces escuché su voz, en alemán, desde las tinieblas.
—Usted está del otro lado de los barrotes, señor Marko. Pero es más prisionero de estos hombres que yo, que irónico es el destino — enunció con una voz rasposa.
No pude hacer otra cosa que asentir. El rio.
—Conocer no es saber. Conoció a Inanna y sin embargo no sabe nada.
—No, no sé nada — acepté— ¡Hey! ¿Tú conoces a Inanna?
No respondió, pero su sonrisa irónica lo decía todo.

Raza Oculta I El Secreto del AguaWhere stories live. Discover now