Sol de Invierno

24 8 8
                                    


Víktor, sin querer o quizá queriendo mucho, él mismo no lo sabría decir, se había encariñado con la pequeña Katja. Ella, se llevaba su concentración. ¿Era ella esa chiquilla desvalida que había defendido en la calle o una mujer a punto de florecer? Ya no la veía tan pequeña. Se culpaba a sí mismo por ello. No era correcto, ella era su huésped, su protegida. No debía él, abusar de su posición. Le debía respeto. A pesar de todo lo descrito se sorprendía así mismo pensando en ella. Y siempre con una tonta sonrisa en el rostro, extraviaba pensamientos entre detalles y pequeños estímulos, los hoyuelos de sus mejillas, el tono oscuro de su piel, los ojos color miel, su cabello. Este último parecía tener vida propia. Esa abundancia, esa metamorfosis constante. Y no es que fuese el producto de un exceso de coquetería, lo único que hacía era recoger el pelo para realizar las labores domésticas con comodidad y soltura, una vez terminaba lo soltaba y entonces se trasformaba en un encrespado universo de texturas. Y si por casualidad o por gusto se hacía trenzas, el resultado se magnificaba. Su imagen cambiaba, emanaba ternura, también un extraño poder de seducción. Abstraído por toda aquella estampa, disfrutaba verla realizar los quehaceres más sencillos, ya sea lavar, fregar o barrer. Ella lucía concentrada y no se percataba de la atracción que ejercía en él. Sobre todo, le gustaba verla lavar. Cuando se mojaba, aquella cabellera, se transformaba en un oscuro fluido, compuesto de hebras alisadas por la erosiva acción del agua. Entonces un océano negro cubría su fisionomía, era un paisaje en movimiento; ondulación, oscilación, vorágine caótica que se apoderaba de su cordura. Aquello le apartaba de la realidad, aplastando toda razón incauta con esa belleza sin igual que percibía.
Sentir, sentir, sentir. Sólo un ser humano con conciencia se permite un tormento, mientras bellos sentimientos se alojan en su pecho. ¿Qué debía hacer? Tenía algo de miedo. Miedo que la soledad y la viudez le estuviesen jugando una mala pasada. Miedo a permitirse una oportunidad. Miedo a la pérdida total, que ya había experimentado de primera mano. Miedo a espantarla, a quitarle esa novedosa paz que había hallado en su hogar. Y debía considerar que Marko también se había atado a ella. Los dos eran un binomio esencial. Cuando no estaba en sus faenas o cocinando, ella atendía y jugaba con su pequeño hijo. Víktor, en esos momentos de juego, envidiaba a su hijo. El niño, no tenía las ataduras del prejuicio, la moral y los traumas. Se acercaba a ella, la abrazaba con fuerza, le jalaba la falda, el cabello, le daba besos y ella también le colmaba de muestras de cariño. Se respondían con amor noble, puro, sincero y él deseaba que su amor fuese también reciprocado, sentir sus manos, recibir sus besos, acariciar su cabello. Pero... Espera... ¿Amor? ¿En pensamientos había usado la palabra amor? ¿De verdad amaba a Katja? En el transcurso de los días, varias veces se hizo esa pregunta. No se daba respuesta, era mejor la retórica que la verdad. ¿cuál era la verdad en todo ese asunto? Esquivaba sus anhelos, dejaba correr la aguja. Sí, que el minutero se llevara los momentos de angustia innecesarios.
Sin embargo, dentro de toda su sublime perdición, se permitió ser práctico. Katja no existía para el sistema, no había registros que probaran su existencia. Se abocó a ello, flexibilizó sus normas, tocó puertas, estrechó manos, sobornó a un par de funcionarios que no presentaron muchos deseos de colaboración desinteresada. Así, unos favores fueron por amistad, otros deberes, por conveniencia y otros por coronas, la moneda legal en curso. Katja Kinslenya, nacimiento el 8 de noviembre de 1879, determinada y registrada. Era su tercer nacimiento; el primero, el real, aquel del cual no tenía recuerdos, fue su nacimiento biológico, el segundo cuando Augustus le salvó y fue arrancada de las garras de la muerte, era la apertura hacia la raza oculta y el tercero, un nacimiento legal, en cual podía tener derechos y no solo deberes, era el nacimiento para la nación austro-húngara y quizá para el mundo.
Ufano, se dirigió a casa, una vez obtuvo el documento, le daría la buena noticia a Katja. Iba algo distraído así que dobló una esquina de manera equivocada. Se detuvo al rato, no sabía dónde estaba. Estudió la zona para ubicarse. Había tiendas, restaurantes, un teatro y ventas de frutas y vegetales. Preguntó a uno de los comerciantes, quien, le indicó donde se encontraba. Una vez resuelto el dilema de la ubicuidad, se aprestaba a reencaminar sus pasos cuando reparó en una tienda de instrumentos musicales. Y allí estaba, un pequeño violín, nada ostentoso, de hecho, se veía usado. Entró, preguntó por el precio. Era accesible, sin embargo, no poseía esa cantidad de dinero en ese preciso instante. La idea de comprarlo se apoderó de su corazón. Sí, lo compraría para sustituir el que se había roto. Estaba seguro que aquello alegraría el corazón de Katja. Ya de regreso cruzó por el puente de las cadenas, memorizando el recorrido para poder venir después y transitó por el sitio donde la había conocido. Sonrió al ver las escaleras, no era la ruta habitual, ese día también se había extraviado, y gracias a eso pudo intervenir en la agresión de la cual era ella víctima. Le pasaba de cuando en cuando, no conocía del todo la ciudad. Se sentó un rato en las frías escaleras. No estaba cansado, pero quería reflexionar y el sitio se le antojó conveniente.
El día del encuentro, caminaba inmerso en sus propios pensamientos. Habían ocurrido muchos cambios en su vida. No sólo era la viudez, había cambiado de residencia y además de eso cambio de ciudad, de país, de cultura, costumbres, idioma, vecinos, trabajo. Aceptaba que, si bien la muerte de su esposa había sido un giro inesperado y doloroso, los otros cambios eran positivos y necesarios. Nuevas metas se abrieron paso y el porvenir se presentaba productivo. El trabajo significó refugio para el dolor y una bocanada de oxígeno en muchos niveles. Así que no dudó un instante cuando le ofrecieron el puesto en Budapest. Tenía la posibilidad de abrirse paso en el ámbito político. El cual parecía favorable en el momento histórico y él deseaba marcar diferencia, hacer el bien, ayudar al prójimo, a sus connacionales que sufrían una serie de problemas particulares, arraigados en el aspecto, no menos peculiar, multiétnico y lingüístico del imperio, que ya ni hablar de culturas, religiones, clases sociales, etc. Pero esas consideraciones habían pasado a segundo plano con la aparición de Katja. Él le prestó ayuda, porque eso era lo que correspondía y luego, casi de forma inmediata, se encariñó con ella y se le ocurrió esa idea de darle cobijo. Claro, bajo la excusa de un provecho mutuo de la situación. Y, de quién nada conocía, se hallaba prendado más allá de lo que pudiera admitir. Decidió reemprender el regreso a casa. Quería ver la felicidad en el rostro de Katja cuando le diera los documentos de identidad.
Ella, por su parte, terminaba de lavar esa tarde. Salió al patio interno a colgar la ropa. El sol de invierno apenas era una luciérnaga en la oscuridad. Estaba nublado y aquella escasa luz, que lograba traspasar la nubosa barrera apenas brindaba calor. Hacía frío y no había brisa. Aun así, debía realizar el colgado de la ropa. Era necesario. Aquello le resultaba incómodo en extremo. La piel le ardía en contacto con la luz. Ya lo había notado otras veces, si permanecía mucho rato se enrojecía la epidermis y ya no era ardor sino una sensación de quemadura bastante dolorosa. Se había entrenado a realizar las tareas en el patio de forma rápida, colocaba un balde con agua cerca de la puerta con la cual aliviaba el ardor, mojando las zonas descubiertas. Se cubría lo mejor que podía, gorro, bufanda, con la misma ropa que colgaba. Echaba de menos unos guantes para proteger las manos, le hubiesen sido muy útiles. Pensó en algún momento pedirle al señor Víktor que le comprara un par, pero le daba vergüenza. Ya mucho hacía con darle cobijo y comida. Más importante: un hogar. Sí, sentía que tenía un hogar. Era una felicidad empeñada, un hogar que, aunque lo sintiera como propio, no lo era, eso le causaba felicidad, pero también dudas y tristezas. Marko no era su hijo, pero ella lo trataba y amaba como tal, o al menos como ella consideraba que debía amar una madre. El señor Víctor no era su esposo, pero ella lo trataba y consentía como si lo fuera. Jugaba un poco a la casita feliz, preparaba la comida, hacía el té, se sentaba junto al fuego con él y el pequeño. Atendía a cada palabra con esmero y cuidado, mientras él les enseñaba a leer y escribir. No supo muy bien por qué, aprendió de una forma rápida, quizás sabía leer desde antes. No lo sabría decir. Y disfrutaba mucho cuando él, la felicitaba por sus avances, sentir su aprobación le creaba un sentimiento tan hermoso. Él siempre estaba absorto en pensamientos que ella ni en sueños podía imaginar. A veces sentía que no era feliz, siempre serio, austero. ¿Cómo saber si él le agradaba que ella estuviera allí si su expresión no mostraba regocijo? Suponía que sí, a veces pensaba o sentía lo contrario. Sonreía de vez en cuando, sin embargo, su sonrisa era taciturna, algo le preocupaba o molestaba al parecer. Eso le angustiaba, quería verlo feliz, lleno de alegría, extrañaba la felicidad que desplegó cuando le pidió quedarse y ella aceptó. Fue tan mágica esa alegría, la mantuvo un poco, a medida que pasaban los días se fue apagando. No mostraba desacuerdo alguno en cuanto a sus labores, no era cruel con ella sino más bien todo lo contrario. Amable, cordial, reservado. Eso le confundía.
Se detuvo.
¿Sería eso? Estaba distraído. La cuestión era ¿qué situación le incomodaba? Quería agradarlo, verse bonita. Tenía pocos vestidos y casi siempre estaba en las mismas fachas. Con el cabello recogido, delantal; mojada, sudada, su apariencia de faena era la misma que la de descanso. Se veía al espejo y solo veía a una chica desgreñada, bajita, mal vestida, cuyo mejor perfume era el aliño, el sudor y las cebollas.
Pero debía dejar esos pensamientos para luego, ya casi era la hora que él acostumbraba llegar, se apresuró de extender la ropa en el patio. Tanto por su arribo como por la molestia que le causaba el sol. Aprovecharía que el pequeño Marko se encontraba en un rincón, entretenido con sus juguetes. No requería de mayor atención. Corrió a tomar un baño, esta vez le iba a encontrar, sino perfumada, limpia. Lo hizo todo de la forma más diligente que pudo, ya albergaba esa idea desde temprano y se había preparado, teniendo en cuenta los elementos que tenía a mano. El único vestido bonito que tenía a disposición ya lo había lavado el día anterior y le había hecho unos ajustes para que se viera más descotado. No tenía perfume, así que el aroma a lavanda del jabón tendría que ser suficiente. Se cepilló el cabello con esmero, se colocó una peineta muy bonita que estaba entre los juguetes de Marko, existía la posibilidad que hubiera pertenecido a su madre. El mismo niño se la puso en el pelo mientras jugaban. Aquello fue muy tierno y le pareció un aviso del destino que esa peineta estaba destinada a llegar a ella o ella estaba destinada a llegar a la peineta. No importa. Le quedaba linda. Echó de menos tener maquillaje, aunque también era consciente de que poco hubiera hecho. No se había maquillado nunca en la vida. Rio ¡ja! Cómo si su vida hubiese sido muy larga. ¿Que recordaba de este primer mes de vida? Porque eso era la duración de su vida, un mes y poco más. Y en tan poco tiempo había tenido unas experiencias increíbles. Conoció gente buena, gente mala, vivió en la indigencia, trabajó, lloró, perdió las esperanzas. Y sucede que la esperanza le había encontrado a ella, en forma de un hombre maravilloso, que no dudó un instante en tenderle la mano a una desconocida. Hacer el bien. Eso es ser bueno. Le había devuelto la sonrisa, el calor. Era su héroe, su salvador, lo admiraba, le quería. Se sentía cómoda, protegida.
Ya se había distraído, una vez más, pensando en él. Sí, no estaba segura de poder maquillarse ella misma, al menos de manera decente y adecuada; pudiera exagerar con algún elemento y lucir como un payaso de circo o cohibirse y quedar gris, lúgubre. Pedirle a alguna vecina que la ayudara con eso, ni hablar. La gente le daba miedo, percibía tanto odio, maldad en ellos. Por aquella cuestión de ser de origen gitano. Nadie decía nada de forma explícita, se les notaba en la mirada. No todos podían ser como Viktor, nadie podía ser como Viktor, nadie era como Viktor. No, no les podría haber pedido el favor. Se revisó en el espejo, hizo retoques de último momento. Aquello no parecía ayudar. Fea y mal arreglada. Así se veía. ¡Qué contrariedad! Y ya no había tiempo, oyó la puerta abrirse.
En efecto, era Viktor. Ella, haciendo un esfuerzo para controlar sus nervios, salió de su escondrijo a recibirle. Él quedó sorprendido de manera grata. Sí, era Katja, la pequeña de siempre, con la ropa de siempre, pero algo distinto había en ella.
—¡Bienvenido a casa señor Viktor! —le saludó.
—¡Hola Katja! ¿Cuántas veces te he dicho que no me llames de "usted"? Háblame con confianza —Le corrigió con cariño.
Ella se sonrojó.
—Es que no es correcto, usted es el señor de la casa, yo, la criada.
—Tú no eres la criada. Eres parte de la familia.
Ella sonrió, no sabía que decir. Ojalá fuese eso cierto. No era de la familia, apenas si la conocía. ¿Cómo podría él, tener esa consideración con ella? Una desconocida, desmemoriada, fugitiva, sobreviviente y odiada gitana. Sin nombre ni pasado, ella no pertenecía a ningún lugar.
—No pongas esa cara. Tengo una sorpresa que te hará cambiar esa expresión huraña. ¡Mira! —le dijo, mientras sacaba el sobre con los documentos de identidad —desde hoy tienes nombre, apellido, fecha de nacimiento y un lugar en el imperio.
Katja observó los papeles. Le costó un poco de trabajo entender todo aquello. Apenas si había aprendido a leer, algunas cosas todavía se le dificultaban. Pero era cierto, se iluminó su rostro. Katja Kinslenya, 8 de noviembre de 1879, Debrecen. Lo miró, deseaba abrazarlo y agradecerle, la emoción le embargaba.
—¿Cómo? ¿Cómo lo hizo? —preguntó cuándo pudo.
—No te preocupes cómo. Lo importante es que ya tienes identidad y con ello derechos y deberes.
—Gracias —agradeció —Nunca tendré con qué pagarle todo lo que ha hecho por mí.
—Ya te dije, no te preocupes por eso. No me debes nada. Lo hice con mucho gusto.  
Ella se aguantó. Tenía ganas de llorar de alegría.
— ¿Y el pequeño Marko? ¿Dónde está?  —inquirió él.
—Está dormido. Jugó mucho hoy.
—Llevémoslo a donde la señora Verdi. Ya hablé con ella, lo cuidará unas horas y si está dormido es más conveniente. Quiero que paseemos un rato hoy. Siempre te encuentras encerrada aquí, ya ni siquiera llevas sol, cada día estas más pálida, hay que conservar ese color bronceado que te luce mucho. Me gustaría que te distrajeras un poco —le propuso.
Él mismo buscó al niño. Marko estaba tan cansado que no se despertó. Ella se quedó en la casa. El temor hacia las personas era muy fuerte. Y le hacía evitar cualquier contacto, si ello era posible. La casera no era una excepción, aunque muy colaboradora en apariencia tenía una mirada curiosa, que a ella se le antojaba perversa.  
Salieron a caminar un rato. El sol de invierno aún emitía algo de luz. Oscurecía tarde. Él estaba muy contento, le conducía por la calle, cuidando de ella. Había detalles en ella que le causaban cierta turbación. Al principio no supo qué era aquello que secuestraba su atención. Luego de un rato pudo identificarlo. El cuello, los hombros descubiertos. Era aquel despliegue de piel un hermoso regalo. Era elegante, a la vez sensual. Luchaba contra esa fuerza magnética, no podía dejar de verla, de admirarla. Quería mantener la mirada en sus ojos, el rostro y su boca. Pero era una lucha perdida, aquel fuerte contraste de su oscuro y abundante cabello con la nívea coloración de su pecho, le atraía de una manera implacable. Y entonces tuvo que expresarlo porque si no esa fuerza poderosa destruiría su razón. ¿Pero qué importa la razón y la cordura cuando una mujer se viste de fantasía y encanto? Y no es que el encanto fuese algo solo externo. Vivía en ella, era ella y ella solo abrió las puertas de su figura para él y para sus ojos. Al menos eso sintió él.
—Desde hace rato me pregunto qué es lo que me impresiona hoy de ti y ya lo sé. Sólo que me ha costado expresarlo, pero necesario es que lo diga.
Ella lo miró intrigada. Le había causado alguna impresión. Será una impresión mala o una buena. El corazón se aceleró. Sí, él había notado el cambio.
—¿Qué le causa ese sentimiento? ¿Es algo malo?
—No, todo lo contrario. Lo noté desde que te vi, al llegar, pero nada dije pues me hice el tonto y traté de mirar a otro lado. Sin embargo, no puedo ya obviarlo: tus hombros.
—¿Que hay con ellos? —dijo ella, mirándolos.
Ojalá no notara que su piel se enrojecía con la luz solar. Le ardía un poco, pero estaba aguantando para agradarlo.
—Pues que los tienes descubiertos y se ven muy hermosos. Tu cabello oscuro y la piel crean un contraste muy bonito.
Ella había arreglado el vestido para crearle un escote. Se le hizo muy fácil hacerlo, como si tuviera grandes conocimientos de costura. Y se sentía muy orgullosa y feliz que él lo notara.
—Gracias — Contestó con baja voz. 
El Silencio se hizo presente. Él sintió algo de vergüenza. Como rezaba el dicho: “después de matar al tigre le tiene miedo a la alfombra” Tanto que pensó para decir lo que sentía y ahora no sabía que más decir. Ella estaba complacida, como no, que él notase los cambios. A pesar de eso, se encontraba apenada. ¿Qué correspondía hacer ahora?
Continuaron. Era un paseo después de todo. Los faroles recién encendían y brindaban una tenue iluminación, lo cual resultaba perfecto. La oscuridad de la noche evitaría que el sol le quemase la piel. El ambiente rebosaba de paz y tranquilidad. Justo lo que ambos necesitaban. Eran dos almas cuyas historias opuestas, por dictámenes del destino, la suerte o quizá, ellos mismos, de manera inconsciente, se habían encontrado en la vorágine metropolitana. Ella caminaba a su lado. Animada por la naciente sombra de la noche, comenzó a hablar, él no le interrumpió, le agradaba escuchar su voz, quería oír todo lo que ella bien quisiera decirle. ¡Qué agradable era escucharla! Katja Kinslenya, siempre parca, silenciosa, de ojitos vivos y expresivos, ahora hablaba sin parar. Él había comenzado muy elocuente en el inicio del paseo. Señalando las estrellas: “aquella es Sirius, aquella la estrella Polar, Venus, La Luna”. Pero cuando él calló, luego de mencionar el detalle de los hombros, ella se adueñó de la conversación. Era tan hermoso escucharla. Demostraba una inteligencia despierta, natural. Preguntaba mucho, en parte porque todo le resultaba nuevo. Habló un poco de sus aventuras, de lo mucho que vivió en lo poco de su conciencia de existir. Lamentó no saber nada de sus padres, hermanos, en el supuesto caso de haberlos tenido, la familia, los amigos.
Él le escuchaba con atención. Mirándola a los ojos. Ella le confesó que había desarrollado un miedo muy fuerte por las personas. Había enfrentado el odio irracional, el desprecio, maltrato y maldad. Quien no intentó aprovecharse de ella, quiso hacerle daño. Con las excepciones del señor Sventz y él mismo. Hizo un repaso del día, de las labores, de sus ánimos.
Su cabello lucía bien peinado, con una peineta adornando la cabeza. Olía bonito. Lavanda quizá. Él no era bueno para eso de distinguir perfumes, sin embargo, era sumamente agradable a sus sentidos. Ella estaba radiante, renovada. Lo notó. Se había esmerado en arreglarse sólo para él. Su corazón rezumaba de emoción, deseaba abrazarla, tomarla de la mano. No se atrevía, le respetaba y mantuvo una distancia prudente, lo suficiente para estar cerca pero no tanto como para ser invasivo. Y resulta que, fue ella quien buscó su brazo y se hizo un huequito entre la extremidad y su pecho. Él se sorprendió, por instinto movió el brazo, en un inconsciente intento de retirarlo, pero ella no lo consintió. Se abrazó más fuerte y se acurrucó lo mejor que pudo. Buscando el calor de aquel buen hombre. Él dejó de resistirse y le abarcó con suavidad. Cubriéndola con el abrigo. Por un momento mágico dejaron de ser dos caminantes en senderos distintos, era un solo viaje y un solo destino. Los transeúntes les observaban. Curiosos. No importaba. Que pensaran lo que quisieran, mientras ellos supieran quienes eran, lo demás no importaba. Los transeuntes eran solo adornos del camino, parte de un paisaje, hojas del otoño olvidadas por el viento.
—Es usted un ser muy especial, que Dios puso en mi camino para renovar mi espíritu, levantar mi ánimo, no sé ni siquiera quien soy, usted, de alguna manera repara los pedazos que estaban rotos. Pues en esta corta conciencia de vida he sido rota, desvencijada y despreciada. Es usted mi último eslabón hacia los sentimientos por otras personas. Desconfío de todos, todos parecen odiarme. Soy como un gatito que ante cualquier ruido corre a esconderse. Pero con usted y con Marko no es así. Es mi héroe, señor Viktor, ¿qué sería de mí sin usted? —le dijo con mucho afecto.
—Y yo que pensaba que el ser especial eras tú. Que Dios te puso en mi camino para renovar mi espíritu, levantar mi ánimo. Estaba un poco indiferente con la vida, tú me has traído alegría. Y, por favor, deja de llamarme de usted, te pido que tengas esa confianza. ¡No, mejor! ¡Te exijo que tengas esa confianza!
—¡Ay, no se burle! Lo digo en serio.
—Yo también hablo en serio. Trátame de tú. Además, es verdad, hasta conocerte, mis pensamientos eran sombríos, mi corazón un sol apagado. Tú has encendido de nuevo la estrella y ahora hay calor en mí. Un calor que creía haber perdido.
—No se burle. No sea malo, usted es bueno.
—Ya te dije. Es la verdad. Perdí mi esposa, quedé solo con un niño de 5 años. No sabes lo aterrador que puede ser eso, yo vivía en Sarajevo, una ciudad muy lejos de aquí, me mudé por cuestiones de trabajo, eso es cierto, pero también lo hice para huir del dolor, para mitigarlo. Sin querer, me sumergí en un estado de indiferencia casi total. Pensé, por un tiempo, que sería incapaz de sentir amor de nuevo en mi corazón. Pero heme aquí, caminando de brazos con un angelito perdido que me encontró y vino a enseñarme que todavía vale la pena creer. Me has devuelto los deseos de vivir. Ser bueno no es suficiente, se hace necesario ser un poco más. Retomar la humanidad perdida y saborear la felicidad que el destino o la casualidad coloca en tu camino.  
—Yo no soy nadie. Como puedo tener un futuro si no tengo pasado, no tengo raíces ni metas por cumplir.
—No digas eso. Y en todo caso si no tienes raíces échalas aquí, nada te lo impide. Mi hogar lo ves desde dentro y no tengo que abrirte las puertas pues eres tú quién las abre para mí. Tú eres la bienvenida, el lugar al cual regreso siempre, la sonrisa que anhelo ver, luego de una ardua jornada de trabajo. La voz que me acuna cuando descanso en el sillón, los oídos que escuchan mis quejas y amarguras como si fueran historias interesantes. Las manos que cocinan las delicias que llegan a mi paladar, que lavan con esmero no solo la ropa, sino que también lava mi tedio por la rutina laboral y viste de alegría a mi ser. El departamento era solo cuatro paredes y una escalera hasta que llegaste tú y lo convertiste en un hogar.
Katja, nada dijo. Aquello parecía una confesión, una declaración. No se atrevió a preguntar. Decidió amparase en el silencio y entre los brazos de aquel hombre sencillo. Él tampoco dijo más. Interpretó su silencio como que había hablado de más. Soltó la rienda de aquellos latidos locos y ahora se habían desbocado en la llanura. Continuaron caminando y entre senderos y esquinas tomaron rumbo a la casa. Una vez dentro, Viktor se preguntaba: "¿Cómo despedirme de ella esta noche?" Deseaba quedarse más tiempo con ella, el respeto y el buen haber dictaban que le dejara retirarse a sus aposentos. Ella, tampoco quería despedirse, la velada había sido tan bonita. El nudo se desataba, pero aún mantenía el agarre en los sentimientos. No es que hubiera quién los acusara de una u otra cosa. Era la conciencia propia, mezclada con un poco de miedo. Y donde la indecisión consciente campeaba, la inocencia inesperada se hizo cargo. Tropezaron él uno con el otro y ya, superada esa barrera, ella lo abrazó con fuerza. Él no respondió de inmediato, pero no se negó a lo que sentía y le correspondió con la misma intensidad. Le dio un casto beso en los hombros. Dos susurros, un "te quiero" y un "le quiero" fueron el preludio de un primer beso. Y hubo un segundo y un tercero. Se vieron a los ojos. Ella sintió algo de vergüenza y se soltó de sus brazos. Él le dejó ir con suavidad, sólo reteniendo una de sus manos, más que las manos, algunos dedos que pudo atrapar. El escape se había impedido. Ella frenó. De espaldas, sin atreverse a mirarlo le preguntó: "¿qué estamos haciendo señor Víktor? ¿Será esto correcto?" Él, no le respondió, solo la besó de nuevo.
—¡Señor Viktor! ¡Señor Viktor! Paremos por favor, responda a mi pregunta.
—No deberíamos pensar en términos de correcto o incorrecto. Pero tienes razón. Hay que hacer lo correcto.
—¿Y cómo logramos hacer lo correcto?
—Casémonos. Se mi esposa, este ya es tu hogar y Marko ya es tu niño. Acepta y todo lo que te pueda parecer incorrecto se hará correcto y necesario.
Katja abrió los ojos de par en par. Cómo pasó todo aquello. Esa mañana se sentía como la criada, la indigente repudiada y ahora estaba a un "sí" de convertirse en la futura señora de la casa. Apenas había obtenido el nombre legal de Katja Kinslenya y ahora sería Katja Jarkovic. Aquello era impensable y sin embargo era realidad.
—Pero... señor Viktor... yo...
—Katja, me acabas de besar. ¿Cómo me sigues llamando de usted? —preguntó muy risueño —quiero ser Viktor, que me llames así, no quiero ser "Usted" o "Señor", deseo ser "Cariño", "mi vida", "amor". ¿Qué dices?
—Sí.
—¿Si me tutearas desde ahora?
—Sí. Sí me casaré con usted.
Él arqueó las cejas y sonrió. La miró con complicidad, exigiendo un poco más de la emocionada chica.
—Me casaré contigo... mi amor... —respondió muy nerviosa y titubeante, sin embargo, nunca estuvo tan decidida en algo.
Él la levantó en el aire, ella se asustó. No pensó que él pudiera hacer eso. O una de dos él era más fuerte de lo que aparentaba o ella más ligera de lo que creía. Le besó en los labios y de a poco dejó de ser un beso tierno y emotivo para llegar a ser uno mágico y sensual. La bajó luego, le soltó y dándole una palmadita en las nalgas le dijo: "Vayamos a buscar a Marko".
En otra circunstancia se habría negado pero el gesto de cariño y complicidad le había pillado por sorpresa. Antes de que pudiera decir "¡Ja!" se encontró en presencia de la señora Verdi quien le entregaba a un somnoliento Marko, que inmediatamente se le echó al cuello y medio dormido le llamó "mami". Demasiadas emociones por un día, por una noche. ¡Qué sorpresiva resultó aquella tarde de Sol de Invierno! Se dieron un último beso de la velada. Ella se quedó absorta, mirando como subía las escaleras el hombre que se había prometido a ella, cargando al niño que le acababa de llamar mamá. Y él subió sin mirar atrás pues si lo hacía dejaría al niño en el cuarto de abajo y subiría cargando a Katja. Pero no se dejó vencer por la pasión y la emoción. Se comportaría. Si la amaba como él creía, debía ser consecuente con sus actos, respetarla y darle el puesto correspondiente. Le subiría cuando la unión estuviese certificada por el matrimonio.
Katja no pudo dormir mucho, las emociones le embargaban. Años después, al recordar esa noche recurriría al escape de un cigarrillo, una ventana abierta, una brisa serena y el albor de un amanecer.

Raza Oculta I El Secreto del AguaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt