Katja Kinslenya

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Montes Apuseni, Actual Rumania. Otoño 1895


Katja bajó la montaña tan rápido como pudo, no había caminos ni senderos y la vestimenta no era la adecuada para tal orografía. Su mente se hallaba aún un poco confundida. No recordaba nada antes del despertar y encontrárse con la situación de verse en manos de un señor que decía ser vampiro. No sabía quién era ella, mucho menos quién era él. Le pareció bondadoso y protector al principio, pero luego de la confesión, el terror se apoderó de su mente, perdió el conocimiento y cuando recuperó la conciencia, descubrió que estaba maniatada. Actuando por instinto: se desató, recogió todo lo que pudo, hizo un ovillo y huyó. ¿Cuántas horas habían pasado desde aquello? No lo sabía calcular. Le dolía la cabeza, los pies, la cadera, los brazos, su costado. Tenía hambre y las escasas galletas que pudo recolectar no alcanzaron a calmar esa necesidad. Esas tabletas de harina, sal y azúcar representaban toda su reserva de comida. No sabía adónde ir ni que haría. Una parte de ella se arrepentía de haber huido. ¿Habría entendido mal? Su conocimiento sobre el tema era impreciso. ¿Que sabía de los vampiros? ¿Que sabía sobre cualquier cosa? ¿Que sabía de ella misma? Era tarde para arrepentimientos. Aún si decidiera regresar no sabría hacerlo, estaba perdida más allá de cualquier consideración.

Se hallaba ensimismada en esos pensamientos inconclusos, cuando tropezó con un camino. Apenas podría considerarse aquello como un sendero, era angosto, oculto entre la maleza. No parecía muy transitado ni concurrido. Era una senda impopular entre los lugareños, ellos evitaban usarlo, por más que fuese un atajo y acortara distancias. Había muchas leyendas de aparecidos, monstruos, hombres lobos y vampiros en la montaña Concurbata Mare. Así que no muchos transitaban por ese camino. Y a pesar de esa cuestión, allí estaba, contra todo pronóstico, una carreta, un caballo y una carga de forraje. No se veía el dueño o conductor. Katja se acercó con cautela, se ocultó lo mejor que pudo entre el heno, manteniendo una pequeña abertura para poder respirar. Que la suerte y los dioses le llevaran con buen destino. Eso pensó. No importaban los dioses, lo importante era salir de esa montaña ya luego resolvería que hacer. Además. ¿Qué dioses? No sabía si tenía alguna creencia. Una vez más se dejó llevar por los instintos y estos le decían, que se ocultase en la carreta. Con suerte recuperaría la memoria y podría encontrar a alguien que le ayudara. Algún familiar, algún amigo. En medio de la nada, en las montañas, a la intemperie no hallaría respuestas ni ayuda.

 Se durmió de manera inmediata, estaba muy cansada. No se percató cuando el dueño del vehículo, un señor mayor, de unos 60 años, salió de un pequeño bosque, en donde había estado, liberando presión. El viejo, se quejó entre murmullos. Condenada vejiga, próstata y vejez confabulando para su incomodidad. Le costaba mucho trabajo orinar, le dolía y cuando no era a cuenta gotas era un chorrito sin fuerza ni presión, el cual tenía que excretar con mucho cuidado para no mojarse el pantalón. Farfullando, subió a su transporte y condujo a su destino, sin notar a la infiltrada mientras silbaba para ahuyentar los fantasmas, según le había enseñado su papá. 

Ya era muy entrada la noche cuando por fin llegó a su hogar. Una pequeña granja en las afueras de Budapest. Se entregó de lleno a la comida y el descanso. La descarga del heno podía esperar hasta el día siguiente.

 Katja siguió inconsciente, teniendo horribles pesadillas. Eran imágenes inconexas que no revelaban nada. Solo reconocía un rostro entre tantos, Augustus, el señor que decía ser un vampiro. En uno de esos tantos sueños, este le atrapó y sintió como le clavaba los colmillos en su cuello y se deleitaba con su sangre. Ella, quiso luchar, pero sus garras eran poderosas y le mantuvieron inmovilizada. Fue tan real el sueño que hasta sintió el frío filo que, como puntiagudos dientes de acero, se clavaban en su piel. Despertó en medio de gritos. El dolor era real. Algo le había pinchado en el hombro izquierdo. El granjero, descargaba la paja y sin saber que un polizón se hallaba oculto en su carreta, le pinchó sin querer. No eran colmillos lo que sintió Katja, sino una herramienta semejante a un tenedor gigante. 

Raza Oculta I El Secreto del AguaWhere stories live. Discover now