La Señora

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Había transcurrido más de una semana desde que estaba en la posada de la señora Mariska. Katja se encontraba a cierto gusto, tenía techo, comida. El trato no era cordial pero tampoco era injusto. La dueña le hacía trabajar muy duro, casi no tenía tiempo para otra cosa que eso. En el poco espacio que le quedaba libre lo usaba más que todo para descansar o con suerte tocar el violín en el patio interno. Era buena ejecutante del instrumento o al menos lo suficiente para que la señora, quien al principio le reñía que perdiera el tiempo haciendo ruido, de vez en cuando le pidiera tocar. Aunque no se lo pedía de manera amable, le decía "te doy permiso para que hagas lo tuyo con la cosa esa" y ella aprovechaba para tocar. Eso le relajaba y así descansaba un poco de la larga faena. En la cocina descubrió habilidades insospechadas, sus primeros platos no fueron de calidad, poco a poco fue adquiriendo mañas y trucos para mejorar el sabor. Sí, era dura la vida, pero podría ser peor. Y lo fue.
La señora Mariska, por su parte, a pesar de sus reticencias iniciales de darle cobijo vio con satisfacción que estaba generando dividendos. La sazón de la chica había hecho que la clientela del restaurante se ampliara, sus tocatas, que le seguían pareciendo simplonas y aburridas, gustaba a algunos clientes. Claro, también hubo clientes de siempre que dejaron de ir. Por más que la disfrazara se daban cuenta de su procedencia romaní. Lo dicho, eran más los que llegaron que los que se fueron. Más clientes, más dinero. Era tanto así, que se estaba planteando la posibilidad de establecer el pago de algunas monedas diarias a Katja. Se resistía, ya bastante hacía con darle techo y comida. Su trabajo estaba pago. Así, el usufructo, por ahora, se imponía sobre el poco buen corazón que le quedaba. No podía darse el lujo de tomarle cariño a la chica. Si, por algún descuido sentimental, adquiría aprecio hacia ella, ya no la vería como la chica gitana que se le podía sacar provecho si no como la huerfanita desvalida. Y si hacía eso, terminaría queriéndola como la hija que la abandonó, ya no sería cobijo y trabajo, sino que sería su residencia, su hogar y una vez que ella muriera, la gitana heredaría su casa y su negocio. No, eso no podía ni debía suceder. Se lo imaginaba "La Taberna de Katja", eso le causaba urticaria. Su puesto era el de criada, punto. Lo de huerfanita desvalida se lo dejaba a Sventz, que por cierto no había regresado como lo prometió. ¡Bah! No importaba, no era la primera vez que el viejo incumplía sus promesas y aunque quiso restarle valor, no importaba cuantas veces hubiera ocurrido, esa desilusión siempre le molestaba y le hacía estar amargada todo el día. Y se amargaría más aún, todavía faltaban sorpresas desagradables en la jornada.
Cerca del mediodía, entró al establecimiento una vieja conocida, que no por conocida era agradable de ver. La esposa de Sventz. ¿Qué demonios hacía esa vieja cavernícola en su negocio? Le llamaba vieja, a pesar de que era más joven que ella misma. Preparó todo su arsenal de desprecio y veneno, si venía buscando pelea la iba a encontrar. Empezó despreciándole con una sonrisa sarcástica.
—Buenos días Señora de Sventz. ¿Qué le trae por mi humilde negocio?
Mariska, sabía el nombre de la susodicha, pero no la llamaría así por ninguna razón del mundo, primero adoptaba a la chica gitana antes que decir el nombre de su rival.
—Buenos días no son, pero se le acepta el saludo. No vengo a pelear contigo, traigo malas noticias —le respondió la señora.
—Al mal paso, prisa —le instigó con un tono de burla —el tiempo es oro y estoy muy ocupada como para soportar escenas de celos tontos a estas alturas de la vida.
—Sventz ha muerto —le dijo, obviando el ataque recibido.
Mariska se quedó muda, estaba predispuesta a la confrontación, sin embargo, no estaba lista para semejante noticia. Sí, le dolió la muerte del viejo. Algunas lágrimas traicionaron su fingida templanza y corrieron presurosas por su mejilla. De nada valió querer hacerse la fuerte.
—¿Cómo ocurrió? ¿Cuándo? —preguntó, mientras limpiaba el llanto con el dorso de su mano.
—Un día después que vino a traer a la maldita gitana hasta aquí, la bruja, ella lo mató —expresó con aflicción.
—¿Cómo es eso posible? Ella estaba aquí, ¿cómo pudo haberlo matado? Cuándo Sventz vino se veía muy sano.
—Lo embrujó, mató unas gallinas, les sacó la sangre e hizo algún hechizo con magia negra. Seguro tiene la sangre de las gallinas guardada en un frasco. A mi pobre Sventz se le reventó el corazón como un globo, después que tocó los cadáveres de las aves. Esa mal nacida me mató a mi viejo —exclamó sollozando —ahora estoy sola por su culpa.
"La vieja perdió la cabeza, está loca" pensó Mariska. Pasó del dolor repentino al desprecio y burla de nuevo. Se hubiera reído a carcajadas si no fuese por el fallecimiento de Sventz. Aunque luego se arrepintió por no estar alerta a lo que eran muestras de demencia peligrosa.
—¿Dónde está ese maldito engendró? —preguntó la viuda mientras se abría paso a trompicones por el establecimiento.
Mariska no pudo reaccionar a tiempo. La vieja, se encaminó pasillo adentro, hacia la cocina y los aposentos, como si conociera los cuartos y la distribución general del edificio. Quiso detenerla, solo logró agarrarla de la cabeza, no pudo asirla bien, le quedó el velo negro en las manos. ¡Rayos! ¡Había escapado! Corrió tras ella, casi de inmediato se detuvo. La vieja, había sacado un revólver de su cartera. ¡Demonios! ¿Y ahora? Eran obvias sus intenciones, sin embargo, Mariska se hizo la pregunta de rigor en su mente. ¿Qué pensaba hacer con esa arma? La desquiciada señora siguió avanzando por el pasillo apuntando nerviosa hacia todos lados. "¡Dios mío que loca!" Ocurrió en ese momento:  Katja abrió la puerta de la cocina y tomó dirección a su cuarto, que se encontraba a mano izquierda. Iba distraída, contando con los dedos, pensando en quien sabe que cosa, se disponía entrar, cuando reparó en la referida señora. Paró en seco, abrió los ojos de par en par, no podía dar crédito a lo que veía. La esposa del señor Sventz, le apuntaba con un arma de fuego, las manos le temblaban y había una enajenación total en su mirada. Y he aquí que, con el primer disparo, todas las presentes cerraron sus ojos. Mariska lo hizo llevándose las manos a la cara; la vieja mientras disparaba y se tambaleaba por el recular del arma, lanzando gritos con cada detonación y Katja, quien se cubrió lo mejor que pudo, con una pierna levantada y los brazos levantados, como un boxeador protegiendo el rostro de golpes. Mariska contó cuatro disparos, en el siguiente orden: primer disparo, un clic, dos disparos, otro clic y un último disparo; el arma no estaba totalmente cargada. Aún seguían escuchándose clics cuando se armó de valor para abrir los ojos. La vieja, continuaba accionando el gatillo sin parar, no se daba cuenta de que no había más balas. Katja se hallaba en el suelo, tirada cuan larga era, que no era mucho, con los ojos cerrados. Al no escuchar más detonaciones abrió un ojo con timidez, luego abrió el otro, se irguió y quedo sentada en el piso, tocando su cuerpo por todos lados. ¡Qué suerte! La señora tuvo una horrible puntería. No le acertó ninguno de los tiros.
Mariska se acercó hasta Katja. Era increíble que a tan corta distancia no hubiera recibido daño. La vieja, sollozaba y todavía continuaba halando el gatillo. Mariska procedió entonces a quitárselo, se resistió, forcejearon un rato. Agotada su paciencia, hizo algo que siempre quiso hacer: le propinó un potente golpe en la cara. Lo hizo con todas sus fuerzas. La señora de Sventz cayó en el piso y el arma también. Mariska la pateó, esta fue a parar al cuarto de Katja, cuya puerta estaba abierta. El arma rodó hasta quedar encima de un tapete ovalado. Qué raro, Mariska juraría que ese tapete se encontraba todavía guardado en el depósito. Notó un olor extraño, desagradable, algo podrido pero disimulado con alguna clase de aromatizante. Era tenue, lo notó. Movió el tapete y halló una fea mancha marrón debajo del mismo. Lo que despedía el olor era eso, se acercó, parecía sangre seca. Cabía la posibilidad que la vieja no estuviese tan loca después de todo y la gitanita estaba haciendo brujerías en su establecimiento. ¡Qué mal agradecida! Era algo de locos, allí estaba la mancha, era una prueba de que algo extraño había ocurrido. ¿Esa mancha era de la sangre de las susodichas gallinas? ¿Traída a su local, en algún tipo de envase? Habría que preguntar a la vieja cavernícola sobre ello con más profundidad. Katja entró poco después, nerviosa, ya no solo era que la esposa del señor Sventz había intentado matarle, si no que la dueña había descubierto la mancha de sangre. Está la miró con severidad, no dijo nada, sólo la apartó con violencia mientras corría afuera. Cómo lo temía, la señora había huido, las mesas del restaurante estaban vacías, así como la caja del dinero, alguien, aprovechando la confusión y su ausencia había robado el ingreso del día. Aquello era el colmo, se devolvió furiosa al cuarto.
—¡Recoge tus cosas, lárgate de aquí inmediatamente! ¡No te quiero ni ver! ¡Chiquilla malagradecida! ¡Pájaro de mal agüero! ¡Gitana del demonio! —le gritó haciendo ademanes —y ni se te ocurra decir algo porque te saco a patadas. No me interesan tus explicaciones, solo que te largues. ¡Fuera! ¡Fuera! —agregó al ver que Katja abría la boca.
La chica, recogió todo con premura, ni siquiera había almorzado. Lloraba mientras oía a la dueña quejarse. "Lo debía haber sabido, los gitanos traen mala suerte, cuando no te roban, te engañan. ¡Ladrones! ¡Brujos! ¡Hijos del diablo!" Eso dijo la dueña del local, entre tantos otros improperios. Katja no quería irse, mientras hacía la maleta pensaba en alguna forma de convencerla, que no le echase, pero no se le ocurría nada. Y cómo tardase mucho en esas labores, Mariska, le tomó por los cabellos y la arrastró, con todo y maleta a medio hacer, hasta la puerta. Curiosos se agolpaban en la entrada del local, algunos clientes regresaban, su comida aún estaba caliente o las bebidas frías. Viendo la furia de la dueña todos se apartaron y dieron espacio para que pasaran las dos mujeres. Mariska empujó a Katja, fuera y entró sin decir nada. Llegaba la policía, tarde, para variar. La pequeña y desventurada criatura, tomó sus cosas y se retiró del lugar sin saber muy bien qué hacer ni adónde ir.
Deambuló por todas partes y a la vez por ninguna. No conocía la ciudad. Caminaba en círculos, al doblar en una de esas desconocidas esquinas y callejones terminó sin querer, de nuevo, cerca del establecimiento. La gente seguía aglutinada al frente, habían atrapado a la esposa del señor Sventz, nadie reparó en ella y ella tampoco se quedó mucho rato. Siguió caminando y caminando hasta que los pies no le dieron más. Se sentó en unas escaleras. Hacía frío, el invierno estaba presente, no había caído aún la primera nevada, sin embargo, ya la estación había cambiado. No muy lejos de donde se sentó a descansar, observó un pequeño puente. Debajo del mismo se apilaban unos indigentes alrededor de una fogata. Revisó la maleta, sacó ropa y se abrigó lo mejor que pudo. Con disimulo se colocó entre ellos, tratando de estar lo más cerca posible del fuego.
Algunos la vieron llegar, nada dijeron ni nada hicieron. La indiferencia era la mejor de las virtudes de un indigente. Ser indiferente, en la medida de lo posible, con todo, con cualquier situación, con el clima, con el dolor, con el hambre y con el destino desventurado de otros seres como ellos. Sin casa, sin hogar, sin familia. Con el placer no hacía falta ser indiferente, ya que este casi nunca hacía presencia en el diario acontecer. Así que una chiquilla, envuelta en ropa multicolor, caída en desgracia, les daba igual.
Llegó la noche, tenía hambre, frío y tristeza. Escuchó decir a uno de ellos, que conversaba con otro, dormir en una nevada era terrorífico, pues se hacía muy fácil quedarse dormido y no despertar jamás. La muerte por congelamiento era una amenaza mayor que el hambre en épocas de invierno y el invierno ya había llegado.
No nevó esa noche e igual se quedó dormida rápido. Entre los sueños congelados destacó uno entre tantos, semejante al sueño con las gallinas, tomó por el pescuezo a uno de esos indigentes. ¿Cuál? No importaba, ninguno tenía nombre. Con una fuerza que desconocía poseer, le partió el cuello. Él pobre desgraciado ni siquiera emitió sonido alguno, la muerte fue muy rápida. Succionó la sangre que brotaba de manera copiosa, esta no pasó a su estómago, la sensación que le transmitió fue otra. Era algo en las encías. Entró en calor y el frío no era ya un tormento. Luego de eso arrastró el cadáver al río Danubio y lo lanzó, no se hundió enseguida, la corriente se lo llevó, perdiéndose en la oscuridad. Se lavó la cara y las manos con agua, volvió a su lugar. No tuvo más pesadillas esa noche.
Despertó con el amanecer. El grupo se había reducido, dos habían muerto durante la noche y un tercero había desaparecido. Los muertos eran por causa natural, estaban enfermos, del tercer sujeto no se supo nada y tampoco indagaron, había una cierta falta de empatía. Lo dicho: la indiferencia ante la desgracia era casi total. Katja de manera inesperada se sentía bien, aunque seguía teniendo hambre, una extraña energía le poseía. Decidió caminar un poco para estirar las piernas y pensar que hacer. No quería permanecer allí con esos mendigos. El sol le molestaba en los ojos, procuró andar por las sombras que daban los edificios. Eso le contrariaba un poco, no lo entendía. No sólo eran los ojos, la piel le ardía al contacto con la luz solar. Lo atribuyó al hambre y la debilidad. Se detuvo en las escaleras donde había descansado el día anterior. Extrajo el violín. Y como sintiera ánimos de hacerlo, comenzó a tocar una melodía. Los transeúntes notaron la chiquilla y su canción. Algunos se detuvieron, otros aplaudieron y entonces alguien le lanzó una moneda al regazo, luego otra y otra. Sin querer, reunió lo suficiente para comprar algo de comer y compartió algo con sus compañeros de desgracia. Porque, a pesar de que no quería permanecer con los mendigos, no tenía otro sitio a donde ir y volvió con ellos, además siempre tenían una fogata encendida. Algunos agradecieron el noble gesto, otros no reaccionaron en absoluto, solo tomaron el pan y se sumergieron en la indolencia. Dos pordioseros, pelearon entre ellos por arrebatarle un mendrugo más a la vida. Katja, por un momento quiso intervenir, pero contagiada de su apatía, se desentendió del asunto y los dejó solos. La pelea acabó cuando el pan, por el cual dirimían combate, cayó al suelo. Una rata famélica y descolorida, tomó la referida pieza y desapareció por un hoyo en el muro, la entrada de su madriguera. Fue la cosa más interesante que ocurrió esa noche, luego de ello se estableció esa peculiar paz y ese gélido silencio del abandono, solo interrumpido por el crepitar del fuego en la fogata. Así transcurrieron unos días, hasta que la nieve llegó. Esa noche en particular fue terrible, el frío se colaba hasta los huesos. De nuevo soñó que asía a uno de los indigentes por el cuello, sin embargo, se contuvo y no le hizo daño. En el sueño le costó mucho dominar ese instinto asesino. Al amanecer varios habían muerto congelados. La desesperación de Katja era mucha. A pesar de haber reunido alguna cantidad de monedas con las tocatas no la quisieron recibir en ninguna posada y caía en cuenta que su imagen cada día se distanciaba de la decencia. Se encaminó temprano al sitio donde siempre tocaba. Y quiso tocar mejor que nunca, tenía congelados los dedos, era doloroso interpretar cualquier melodía. La gente comenzó a desinteresarse y ninguna moneda cayó en su regazo en toda la mañana. El sol estaba apagado ese día, el cielo nublado no permitía que los rayos calentasen la tierra. Y aún esa tenue luz solar le molestaba, sentía ardor en la piel, en los ojos. Paró de tocar, no tenía sentido, aquello sonaba feo, el violín, con el frío, se había desafinado y por más que lo intentaba, no conseguía que mantuviera las notas. Su mente estaba febril, mareada. Se levantó o hizo el intento. En su desorientación, producto de la debilidad y la congelación, tropezó con alguien. El hombre, cayó de bruces y se golpeó con fuerza en la mandíbula. Estaba borracho y se cayó más por su estado etílico que por el tropiezo de aquella menuda criatura. Era un hombretón bastante voluminoso, así que la caída fue aparatosa y no se pudo levantar por sí solo. Los compañeros de copa al ver en el suelo a su compinche la tomaron contra ella.
—¡Maldita sea! ¡Quítate de en medio! —Le gritó uno, al tiempo que la empujaba.
Katja no pudo evitar caer ni mucho menos hacerse daño. Quedó con el rostro hundido en la nieve, cuya delgada capa amortiguó muy poco el golpe. Escuchó las risas de los gandules, uno de ellos le jaló por los cabellos y le propinó una sonora cachetada. La gente se agolpó al ver la trifulca, sin que nadie interviniera a favor de la chica. Katja se cubrió lo mejor que pudo, quería luchar, no tenía fuerzas, la agresión estaba lejos de terminar. Se preparó para un siguiente golpe. Pero no ocurrió. Se atrevió a abrir los ojos. Una persona intervino, atrando el brazo del agresor en el aire, quien, en la mano, tenía una botella de licor. Sí, le había salvado de un botellazo. Eso pudiera haber sido fatal. Esa persona se interpuso entre ella y los agresores con actitud desafiante. Los amenazó con llamar a la policía, se identificó como funcionario del gobierno; entonces los hombres desistieron, levantaron a su amigo caído y se alejaron presurosos.
El héroe anónimo, era un hombre que muy bien se podría describir como normal, ni muy alto, ni muy bajo, contextura promedio. De cabello negro, corto, lacio. Vestía con una chaqueta gris oscuro y una bufanda blanca. Debajo, un traje negro. Le tomó de la mano y le ayudó a levantarse. Le preguntó si estaba bien, ella no respondió, estaba algo aturdida y tenía miedo. Entonces el hombre preguntó a los presentes, estos les respondieron que la chica era Katja Kinslenya, una gitana que se ganaba la vida como músico en la calle.
—¿Dónde vive? —inquirió.
—En la calle hombre. ¿No ve que es indigente? —le respondió un señor desconocido.
Ella sollozaba, quería agradecerle, pero también estaba llena de vergüenza. No sé atrevía a verlo a los ojos. Él debió percibir algo de ello porque evitó confrontar su mirada.
—¿Quisiera usted venir conmigo? Salgamos de esta calle a un lugar seguro y más caliente —le invitó con dulzura mientras la cubría con su chaqueta.
Ella se dejó conducir, todo su ser le decía que era un buen hombre. Además, no parecía tener otras opciones
—Mis cosas —alcanzó a decir.
El hombre le ayudó a recoger el desastre. El violín estaba roto, Katja cuando recibió la bofetada había caído de lleno sobre él. Estaba estropeado más allá de cualquier reparación. Lloró, era el único recuerdo de un pasado distante, ahora nada existía de esa época en que quizá fue feliz, tuvo familia y amigos.
El hombre le condujo fuera de la muchedumbre, llamó a un niño que estaba cerca, entre la gente.
—Ven Marko, vámonos a casa — le dijo — gracias señora Verdi por cuidarlo —agradeció a una mujer.
Era alguien conocido del hombre.
—No hay de que, Víctor, hiciste una buena obra con esa muchacha, dios te lo tendrá en cuenta —se agachó para despedirse del niño —hasta luego Marko, tu padre es un ángel.
El niño se despidió y juntos se fueron. Katja caminaba con dificultad simulando lo mejor que podía. Sentía mucho frío. Las piernas estaban rígidas, moverlas le causaba dolor.
En el camino no hablaron más de lo necesario. Solo "cruza por aquí", "cuidado con ese escalón", "Esa losa está suelta". Llegaron por fin al apartamento, quedaba a mitad de un callejón. Katja, titiritaba. El hombre, le tocó la frente, sudaba frío. Estaba al borde del desmayo, antes de que eso pudiera pasar, él, la alzó en brazos y la llevó al cuarto de Marko. Allí hizo que se recostara en la cama, encendió la chimenea, colocó agua a calentar. Subió al niño, estaba cansado, lo llevó al cuarto principal. Este se quedó dormido casi de inmediato. Volvió con ella. Necesario era que se quitara esa ropa. Le preguntó si podría quitarse esa ropa por sí misma. Ella asintió, pero también preguntó el porqué del requerimiento de esa acción.
—Tienes que quitarte ese vestido, yo saldré, cerraré la puerta para darte privacidad. —le indicó antes de salir — tus ropas están dañadas o mojadas, te procuraré alguna ropa luego.
Partió, presuroso, a calentar agua en la estufa. Le había anunciado hallar ropa para usar, pero cuando revisó el armario, como cosa obvia, solo tenía prendas de hombre. Las suyas eran demasiado grandes para su talla y las de Marko eran demasiado pequeñas. No mejoraba la situación. Buscó entre las maletas sin deshacer, no recordaba si había algún vestido de mujer entre la ropa que empacaron al mudarse. Encontró un albornoz. Era grande, pero podría servir de manera provisional y además era cálido, le haría entrar en calor. Sí, era una buena opción, o al menos la primera que encontró, revisaría de una manera más exhaustiva luego.
Ella intentó, de manera infructuosa, quitarse la ropa, sus manos y dedos estaban demasiado entumecidos. Lo llamó. No sabía su nombre así que sólo le dijo "señor". Viktor bajó, le ayudó a desabotonar, pero nada más. Le dejó a solas de nuevo, esta vez ella sí logró culminar el proceso de desvestido. Se colocó el Albornoz. Salió del cuarto caminando con cierta dificultad. Él le anunció que había calentado agua para que se diese un baño caliente. Katja, entró al baño y él se quedó fuera, encendiendo las lámparas pues ya oscurecía. Ella se sumergió en el agua caliente. Al principio le causó una sensación desagradable, sintió dolor en todas sus articulaciones, poco a poco se fue relajando y casi sin darse cuenta perdió la conciencia y todo se hizo negro.
Viktor, una vez iluminada la casa, chequeó que el niño estuviese bien, se dirigió hacía el baño, hacía ya un buen rato que la chica había entrado. Tocó la puerta, no obtuvo respuesta. Nervioso por la falta de respuesta y por lo que le pareció una larga espera, luego de anunciar su entrada, abrió la puerta. La chica estaba sumergida por completo, al parecer se había desmayado o dormido o quién sabe qué cosa. Alarmado y olvidando su inicial turbación, corrió hacia la tina y extrajo el cuerpo desnudo del agua. No respiraba y su piel se observaba pálida. No sabiendo muy bien que hacer la colocó boca abajo y le dio ligeros golpes y masajes en la espalda. Y a pesar de no realizar un procedimiento adecuado para reanimarla, esta dio señales de vida. Expulsó agua y comenzó a respirar con dificultad. Se sentó con ella en el suelo, le abrazó; sin notarlo él estaba llorando. Había pasado un susto muy fuerte, pensó por un momento que había muerto y quizá hubiera sido así de no entrar a tiempo. Allí, teniéndola tan cerca, observó bien su cara. Tenía un párpado hinchado, la boca rota, la mejilla izquierda y la nariz también presentaban moretones. Sí, luego de lavado, era un rostro bonito, muy a su estilo y a pesar de los signos remanentes de la agresión. Ella abrió los ojos. Había una tristeza tan profunda en esas pupilas color ámbar, eran dos abismos de soledad y desesperanza, como si no hubiera vida en ellos, como si el sol hubiera abandonado la misión de calentar su alma. Sin embargo, Viktor hubo de reaccionar, ya pasada la emergencia se hacía necesario actuar con la decencia que ameritaba. Casi caen de nuevo al querer levantarse, ella se hallaba débil y no parecía poder ponerse en pie por sí sola, además el piso estaba mojado. Resbalaron. Él tuvo la habilidad suficiente para mantener el equilibrio de ambos. Sin querer, en su afán de no dejarla caer, tocó partes delicadas de la chica. Sintió turbación de nuevo, se recompuso, la cubrió con el albornoz y le ayudó a caminar hasta un sillón en la sala, cerca del fuego.
— Estoy todo mojado, me cambio, hago té caliente y regreso —le indicó viéndola a los ojos.
Ella asintió con la cabeza, sin decir nada. Le ofreció té y no sopa, cosa que agradeció.
Luego de un rato regresó con la bebida caliente que prometió y con otra ropa. Rebuscando entre las maletas, había encontrado una prenda, que había pertenecido a su difunta esposa. No era la talla de la joven, pero era mejor que nada. Ella se había repuesto bastante, entró al cuarto. El vestido le quedaba grande. Parecía lo que era, una niña mal vestida. Sin embargo, sentirse en calor le animaba mucho y con toda la vergüenza del mundo, a requerimiento de él, se sentó en un sillón, cerca de la chimenea.
—Comencemos desde el inicio. Me llamo Viktor, Viktor Jarkovic. ¿Tú, cómo te llamas? —le preguntó.
—Me llaman Katja, Katja Kinslenya, aunque no sé si ese es mi verdadero nombre —le respondió ella con la mayor sinceridad posible.
—¿Los hombres que te agredieron los conoces?
—No.
—No importa, ya estas a salvo.
Ella quiso responder, decirle gracias, en vez de eso lo que hizo fue ponerse a llorar.
—Tranquila, es normal que estés asustada. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes?
—No lo sé, perdí la memoria.
Víctor guardó silencio. "¿Será eso posible?" pensó. Ella volvió a sollozar. Vaya inconveniente. Preguntar por familiares era inútil si no recordaba nada. Reflexionó cual sería la pregunta adecuada y la mejor forma de poder ayudarla.
—¿Qué es lo que si puedes recordar? ¿Hace cuánto estás perdida?
Katja se quedó pensativa. Ella misma necesitaba reflexionar esa respuesta.
—Alrededor de dos o tres semanas, fuera de eso no recuerdo nada.
—Pero algo debes recordar. ¿Cuál es tu primer recuerdo actual, o sea de estas dos semanas?
Dudó un poco. No sabía si contarle de este señor que la rescató y afirmaba ser un vampiro. ¿Qué otra cosa podía decirle? No tenía más verdades que esa, ni mentiras que contarle.
—Lo que recuerdo al despertar, fue estar en manos de un señor, en una cueva, en unas montañas. Según me dijo el campamento de mi familia fue asaltado. Él me rescató y curó, siendo la única sobreviviente. Luego afirmó ser un vampiro, me espanté y hui.
—¿En dónde ocurrió? ¿De verdad crees que era un vampiro?
—No lo sé —negó ella con los ojos inundados y negando con la cabeza —quizá entendí mal. No lo sé.
—Entiendo, disculpa, fue una pregunta tonta. ¿Sabes dónde estás? ¿La ciudad, el país?
Sacudió la cabeza.
—Estas en Hungría, Budapest, es la capital, año 1895, 8 de noviembre.
Katja se le quedó mirando, nada dijo.
—Asumo que no sabes qué edad tienes.
—No, no lo sé ¿Cuánto aparento?
—Es una buena pregunta —Víctor la miró, la detalló, pensó un momento —Yo diría que 15 o 16 años, aunque puede ser que la estatura engañe y seas un poco mayor, es difícil decirlo.
—¿Eso es mucho o es poco? —preguntó con cierta timidez.
—Supongo que ni lo uno, ni lo otro. Es solo un estimado.
Ella de nuevo guardó silencio.
—El señor que te rescató te dijo que tu campamento fue atacado. ¿Te comentó algo de tus padres, de las personas de ese campamento?
—Solo que todos murieron asesinados y yo fui la única sobreviviente. No sé nada más. ¿Ser gitano es tan malo?
—No, ser un gitano no significa que seas una mala persona.
—¿Y entonces por qué tanto odio contra los gitanos? Yo ni siquiera sé que es ser gitano, no lo recuerdo. En todos lados me llaman así y me han maltratado por ser algo que desconozco, una identidad, una marca, una deshonra —exclamó muy enérgica.
—En esta época, donde los nacionalismos dominan las mentes y corazones de los pueblos, la segregación es el pan nuestro de cada día.
—Usted no es así.
—No, no lo soy.
—¿Qué lo motivó a defenderme?
—La justicia. Era injusto que tres hombres atacaran a una chica solo porque su amigo borracho tropezó con ella. De hecho, era injusto solo por el hecho de que un hombre agrediera a una mujer. Eso me enerva.
—¡Gracias!
—Fue un placer y un deber.
—No había tenido oportunidad de agradecerle. Gracias por intervenir, por auxiliarme, por traerme hasta acá, por salvarme en la tina. Hoy me ha salvado dos veces. Es usted un ángel, un héroe.
—No, no soy ángel, ni héroe, me considero un hombre justo. Pero, ya que tocas el tema y tomando tus palabras: ¿te gustaría ser salvada por tercera vez, por el mismo hombre?
Katja, hizo una mueca de asombro.
—Ya usted ha hecho mucho por mí, me da vergüenza toda esta situación.
—Pues pienso que puedo hacer algo más. No lo veas cómo una ayuda. Sino como un intercambio.
—No lo entiendo.
—Tú me ayudas, yo te ayudo. Necesito a alguien que cuide a Marko, mi hijo. Se me ha hecho muy difícil hallar a una institutriz para ello, las vecinas me han ayudado un poco, sin embargo, no es una situación que sea cómoda para mí y se me ocurre que tú podrías ayudarme con ese asunto. ¿Qué dices?
—No sé lo que es eso. ¿Qué podría hacer yo, que ni sé quién soy? —argumentó con tristeza.
—Institutriz es un nombre rimbombante para niñera. Lo único que requiero de ti es: que cuides a mi niño y la casa. ¿Sabes cocinar?
—Sí, aprendí mientras estuve en la posada de la señora Mariska.
—¿Mariska? ¿Mariska la amargada?
—Sí, ella. ¿Pero por qué le dice así? No sea cruel.
—Porque lo es. Me alojé unos días allí cuando llegué a Budapest y hace honor al significado de su nombre, amargada. ¿Cuánto tiempo estuviste allí trabajando?
—Poco más de una semana.
—¿Y por qué te fuiste?
—Ella me corrió.
—Y todavía me pides que no sea cruel con ella, cuando ella fue cruel contigo, nada más por ser gitana. Asumo que fue por eso que te corrió.
Katja no supo que responder, le dio miedo contar lo de la señora y los disparos, la mancha y el vómito de sangre. Eran detalles escabrosos que prefirió omitir.
—¿Entonces? ¿Qué dices? ¿Te quedas? Si vas afuera morirás congelada, el invierno ya está aquí. Y yo no podría dormir tranquilo sabiendo que estas allí afuera soportando frío mientras yo me mantengo tibio. Simplemente no podría.
Katja dudaba, le había pasado tantas cosas malas en poco tiempo que algo tan bueno no podía ser verdad.
—Cuidas a Marko, preparas la comida, llevas la casa, me cuidas a mí. Algo de lavandería. Serías la señora de la casa.
—¿La señora?
—O sea que llevarías la casa, yo estaré casi siempre trabajando. No estaré encima de ti, dándote órdenes. Mientras la casa este limpia y las pancitas de Marquito y la mía estén rellenitas estaremos felices —expuso risueño.
Ella sonrió. Le causó gracia.
—Sí.
—Excelente decisión. Hoy mi hijo dormirá conmigo y tú te quedarás en su cuarto. Ya luego nos distribuimos de forma adecuada.
El hombre, se levantó, contento, llegó hasta la puerta, pero se devolvió corriendo. Le dijo: "gracias por aceptar" luego salió de la casa. Katja se quedó sentada junto a la estufa, estupefacta, sin poder creer lo que estaba pasando, vestida con aquella ropa ajena y que le quedaba grande. El té se había enfriado, pero igual se lo tomó. Agradeciendo que no fuera sopa.

Raza Oculta I El Secreto del AguaWhere stories live. Discover now