Katja y Viktor

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Las nupcias fueron pautadas para fechas cercanas. No había motivos para guardar tiempos o realizar un largo noviazgo de compromiso. Sin embargo, ser prestos no quería decir ser desorganizados ni mucho menos ser deslucidos. El jefe de Viktor, insistió en ello, pidió ser el padrino y que dejara todo en sus manos. Era un entusiasta de la costumbre así que, la boda, sería lo más tradicional posible. Habría comida en abundancia, música, el baile de la novia... Viktor, lo calmó un poco. No habría tantos invitados, solo uno que otro vecino y los compañeros de trabajo.
—No te preocupes por eso, no importa que sean diez o sean cien... Tú relájate, te voy a remitir a mi esposa, ella te ayudará con tu vestimenta y la de tu mujer, lo demás me lo dejas a mí —le dijo con toda la complicidad requerida.
—Novia.
—¿Qué?
—Novia. Aún no es mi esposa. No es mi mujer.
—Viktor, Viktor, Viktor —le dijo mientras le rodeaba con un brazo —trata de soltarte un poco, estas muy tenso. Ya es tu mujer por promesa, lo demás son formalidades, palabras, palabras, títulos...
—Señor Mainard, usted y yo sabemos que los títulos son importantes y las formalidades aún más. Trabajamos en eso. No me pida que obvie el asunto.
—Tienes razón — asintió —disculpa, manos a la obra, hay que formalizar. Y celebrar...
No conocía ese lado bonachón y fiestero del jefe. Era algo nuevo para él. Sonrió, se veía muy gracioso aquel hombre haciendo movimientos extraños, porque se negaba llamar baile a ‘eso’ que estaba ejecutando su jefe.
—Así es que se hace. Hay que sonreír, ¡te vas a casar hombre! No es un funeral. Te lo dije voy a remitirte con mi esposa, tiene un buen gusto para la moda, te dejará muy elegante y a tu novia muy hermosa. ¡Ya verás! 
La esposa del señor Mainard, era una señora jovial, mediana edad, de nombre Meredith, tan entusiasta como su marido de las costumbres y fiestas, se hizo cargo del vestuario. Le mostró un sin fin de ropas y accesorios, cada cual más vistoso y llamativo que el otro. Había algunos trajes típicos que iban en contra del sentido práctico de Viktor y su haber sobrio y recatado. Terminó por aceptar la confección de un traje negro que iba más con su personalidad, sin contravenir la tradición.
La señora Meredith, frunció el ceño, hubiese querido un traje más colorido. Este muchacho, Viktor no era húngaro, y no entendía del todo el asunto de las costumbres. Ni modo, igual se vería muy guapo, le agregaría color con los adornos, el sombrero y los accesorios. Al día siguiente de llevar al escueto novio, le tocó el turno a Katja. Todo funcionó distinto, al principio la chica se comportó de una manera distraída. Presentaba alguna incomodidad, estaba apenada, pero de a poco se fue calmando y mostró la emoción que correspondía. Para la señora Mainard, Katja, era como una linda muñequita viviente, a la cual le cambiaba los vestidos, una ternurita; dócil, sumisa, acataba cada palabra suya como una orden. Ella sí, se dejó conducir, como debía ser. Le escogió un vestido cuyo color dominante era el blanco, pero como es bien sabido, el vestido de novia debía tener tres colores y que mejores colores que el verde, blanco y el rojo. Los adornos eran de motivos florales. Y el tocado... ¡Ah... el tocado! Hermoso, alto, de flores blancas, lazos rosados. Sí, claro que sí, había realizado un gran trabajo con la novia. La señora Meredith, se dio por satisfecha. Le tomaron las medidas, en unos días estaría listo el vestido. El costo, no importaba, eso se recuperaba en el baile de la novia. No eran muchos los invitados, pero casi todos ellos eran personas acomodadas y generosas.
Katja, como ya se ha expresado, al principio, se sintió muy incómoda. No solo era el asunto de desconocer a esa señora, también estaba la cuestión de salir de día. La señora Meredith, por más bonachona que se mostraba, le intimidaba, y era muy prodiga para tocar aquí y allá. Cosa que, obvio, a Katja no le parecía normal. La normalidad era una cosa tan subjetiva, su caso y el de la señora era un algo dispar. La celebración, la boda y las costumbres. Ella, se había habituado a permanecer en casa y las pocas veces que salió lo hizo de noche. Disimulaba lo mejor que podía. El sol, más que una molestia, era una tortura silenciosa. A pesar de cubrirse todo el cuerpo, le hacía daño. Una vez llegaron a la sastrería, bajo techo y sin la influencia solar, se entregó de lleno al gozo y olvidó las penurias. Los vestidos eran hermosos. La señora Meredith tenía buen gusto y un gran conocimiento sobre la moda. Se hallaba como pez en el agua, dirigiendo, coordinando, mandando y azuzando. Katja le obedeció en todo, se dejó guiar; se sintió en buenas manos.
¡Qué cambio! Eso le gustó a la señora Meredith, la novia, antes cohibida y hasta dolida, ahora actuaba entusiasta y alegre. Pasaron casi toda la tarde en el establecimiento, así que, cuando regresaron, el sol ya se ocultaba. Lo que hizo su caminata más amena.
—No te entiendo criatura, yo, con tu figura me descotaría más. En cambio, te envuelves como un gusano de seda, en esa disparatada cantidad de ropa. Se es joven una sola vez, princesa. Vive tu juventud y has gala de tu belleza y que nadie reproche tu origen. Es más importante a donde vamos que de dónde venimos. No olvides eso —le comentó señalando su recargado y desordenado ropaje.
Katja nada dijo. ¿Cómo explicarle algo que ella misma no entendía? No sabía por qué el sol le causaba tanto perjuicio. Era tal la molestia que se mantenía en constante alerta, un extraño instinto le dictaba las maneras, no solo de vestir, sino también de andar, de moverse. Así, sin querer, y como quien no quiere hacerlo, buscaba cobijo en la más diminuta cuota de sombra; edificios, árboles, postes, personas, puentes, nubes, cualquier cosa era un artífice de protección. Anhelaba llegar pronto a casa.
Una de las frases, dichas por la señora le había causado impresión. En ella, hacía mención a su origen gitano. No había forma. Era como si lo tuviese grabado con un hierro candente en la frente. Todos la identificaban de manera inmediata. Ella, por más que se veía en el espejo, no sabía que era "eso" que le hacía ser gitana. No observaba nada de particular en su rostro. ¿Serían los dientes? ¿La nariz? ¿La boca? ¿Los ojos? ¿La piel? ¿El cabello? ¿Todo junto? Preguntas que no tenían respuestas para ella y que todos parecían conocer. Los únicos que no la veían así era Viktor, su amado Viktor, y Marko. El niño, no tenía prejuicios en su corazón inocente y el papá era un alma noble, sin una pizca de maldad en su ser. Muchas personas se le quedaron viendo, tanto de ida como de regreso. Murmuraban. Algunos le otorgaban miradas, que denotaban desprecio, otros simulaban indiferencia, no era real, algo sentían al verla y de seguro no era nada positivo. Hubo un señor en particular, sentado en un café. Se le quedó mirando por mucho rato. La puso muy incómoda, ella quiso evitar la mirada, pero no resistió y lo miró a los ojos. Por alguna razón ella necesitaba saber que veían en ella, quizá identificar algo en sus miradas. Y cuando las vistas se cruzaron, él, dio muestras de sobresalto e hizo un amago de levantarse y saludar, se contuvo y volvió a sentarse. No le quitó la mirada de encima hasta que hubieron cruzado en una esquina. Algo le pareció familiar en el hombre, era un anciano, con sombrero, lente y bastón. Vestido muy elegante, con un traje gris, parecía adinerado. No lo sabía. ¿Sería algún conocido de su pasado? Por momentos lo pensó. No, no, eso solo pasa en los cuentos de hadas que la huerfanita sufrida es la hija del rey y por lo tanto una princesa o la hija de un millonario y ella, la heredera de un imperio económico. En la vida real no ocurre eso. Seguro era un señor que se llenó de curiosidad al ver a una muchacha envuelta en mil trapos sin orden ni sentido, acompañada de una elegante señora.
Llegaron a casa, Viktor les recibió y cerró la puerta y con ella, el caso del misterioso señor. Se entregó primero a la tertulia, a compartir la experiencia y luego al descanso. Al rato lo había olvidado por completo. Ella tenía fresca la frase de la señora Meredith, no importa de dónde venimos, sino hacia dónde vamos. Y sentía que iba rumbo a la felicidad. 
Sin que ella lo percatase, el misterioso señor la había seguido con sigilo. Observó cuando cruzó por el callejón y allí le perdió. El callejón estaba vacío. Asumió que en uno de esos apartamentos vivía la chica. ¿Cómo saber si era ella? ¿A quién preguntar? Casi podía asegurarlo, pero estaba tan ataviada que le causaba dudas. Esa iba a ser su última noche en Budapest, pensaba ir a Rumania, ahora la situación había cambiado. No podía irse sin saber si aquella chica era la pequeña perdida. La buscó por media Hungría y cuando ya había dejado de buscarla la encontró. Que irónico es el destino. Se alojó en un hotel en las inmediaciones, más que un hotel era una posada, las comodidades y lujos pasaban a un segundo plano, necesario era estar cerca de ella. Una señora amargada atendía el local, al menos parecía discreta, diligente y austera, era tan egoísta que no le interesaba nada que no fuera sus propios asuntos. Y la discreción era algo que él pagaba con buen gusto. Tomando ese establecimiento como base madre, inició un seguimiento celoso de las idas y venidas de esa casa y ese callejón. Luego de un par de días, de mirar, escuchar, chismorrear y preguntar, manejó la siguiente información: La chica correspondía al nombre de Katja Kinslenya, huérfana, de origen gitano. Fuera de toda duda, era ella. No salía mucho de casa y las pocas ocasiones lo hacía con una señora muy elegante, con quien la vio la primera vez, esta resultó ser la esposa de un reconocido Juez, de apellido Mainard, quien se estaba abriendo paso en el mundo de la política. Katja usaba paraguas en sus salidas y se cubría del sol. Le pareció lógico, le inquietó un poco porque eso le indicaba que el nivel del proceso de conversión aún no estaba completo. No lo entendía, a estas alturas el proceso debería estar más adelantado. Era evidente que no. Otra cosa que le perturbó fue el hecho de saber que se hallaba comprometida en matrimonio con el inquilino del apartamento 3A. Un joven abogado bosnio, recién mudado a Budapest, que vivía allí, con ella y un pequeño niño de unos cinco años de edad. Este, trabajaba en las oficinas del ya mencionado Juez Mainard, quien resultaba ser el padrino de la boda. La cual se realizaría pronto, el sábado de esa misma semana. El consenso general del grupo de señoras, vigilantes del buen haber y las buenas costumbres en el callejón, era que la premura del casamiento estaba motivada porque la niña estaba embarazada. "Mire usted" dijo una de ellas "le recogió de la calle y le metió en su casa. Yo no me fío de los hombres. La vio indefensa y se aprovechó de ello". Mientras comentaba eso hacía unas chistosas pero maliciosas muecas con la cara, los ojos y la boca. "Pero al menos tiene la decencia de casarse con ella" justificó otra señora "Claro, si está embarazada, yo la he visto, por mi patio, que es contiguo, no es que yo quisiera ver, fue por pura casualidad, vomitando y actuando raro, como con mareos" A cada aseveración asentían con la cabeza y se turnaban para emitir comentarios. "Y se forra de ropa, eso es para disimular la barriga" "Vamos a ver cómo va a hacer cuando le toque ponerse el vestido de novia, no podrá disimular" "¡Ay! ¡Qué vergüenza!" "Qué podíamos esperar, es una gitana". Otras cosas más dijeron, pero eran de escasa importancia. Quién lo diría, el chisme tenía su lado bueno. Le permitió saber un poco más de su estado fisiológico, de sus intenciones y acciones.
En una de esas tantas observaciones, siguió al joven abogado, como lo había hecho otras veces. Este, ese día, luego de caminar de manera errática durante un rato, no utilizó la ruta habitual hacia la oficina, por fin pareció conseguir el camino que buscaba. Sus pasos cambiaron de ritmo, había decisión y propósito en él. Entró en una tienda, él, ingresó también, sin disimular, no había porque hacerlo, el joven no le conocía en absoluto. Se colocó cerca para monitorear mejor.
—Sí, tuvimos ese instrumento aquí pero ya fue vendido —le contestó uno de los dependientes de la tienda.
—¡Vaya! ¡Qué contrariedad! Justo cuando había reunido el dinero para comprar el violín.
—No se aflija. Ese era usado, reconstruido. Tenemos uno nuevo por acá. Y a un módico precio —le dijo, mostrándole el mencionado instrumento, nuevo, hermoso y reluciente.
Había dicho "módico precio" la verdad era que sobrepasaba la cantidad de dinero que Viktor había reunido. Con tantos gastos de la boda, fue todo lo que se pudo permitir. No era caro, seguro era un precio justo, dado el acabado y lo bonito del instrumento. No le alcanzaba el dinero. Así de sencilla y brutal era la realidad.
—Es hermoso, no cabe duda, pero duplica la cantidad que tengo.
—Es una lástima, se nota que usted quería comprarlo. Puede usted abonar lo que tenga disponible y así apartar el instrumento, nosotros le damos un recibo y lo viene a retirar cuando disponga de la parte restante.
—No, no entiende. Quería dárselo a mi prometida como regalo de bodas este sábado.
El dependiente, asintió con condescendencia y procedió a devolver al violín a su sitio en la exhibición. Entonces, Augustus, conmovido decidió intervenir. Además, la ocasión se presentaba propicia para su interés.
—¡No lo guarde aún! —indicó al dependiente —Joven, si me disculpa el atrevimiento me gustaría ayudarlo en su dilema —esta vez se dirigió a Viktor.
Viktor no dijo nada solo hizo una mueca de extrañeza.
—Dice usted tener la mitad del costo. ¿Qué le parece si yo aporto la otra mitad? Así podrá regalar el violín a su esposa.
—¡No! ¡Ni hablar! ¡Qué vergüenza con usted! Además, porque usted querría hacer eso por un desconocido.
—Es cierto, no nos conocemos formalmente, pero eso tiene arreglo. Me presento: Augusto Bernatelli, comerciante, a su orden. —le dijo, extendiendo su mano.
—Viktor Jarkovic —respondió, estrechando su mano.
A pesar de lo extraño de la situación, los automatismos se hicieron dueños de las acciones.
—Listo, ya nos conocemos.
—Eso no soluciona nada. Imagínese. ¿Cómo cree que me sentiría si permito qué un hombre le compré algo a mi prometida?
—Acéptelo como un regalo de bodas.
—Pero usted no está invitado
—Invíteme.
Se notaba que era un hábil negociante. Cada traba que le colocaba él, la liberaba con una rapidez y facilidad que le abrumaba.
—Es usted muy insistente —le dijo medio divertido.
El dependiente no sabía muy bien qué hacer, dada la naturaleza de la discusión de aquellos dos clientes. Si guardar el violín o mantenerlo en el mostrador.
—Y es usted muy orgulloso. Pero eso está bien, así debe ser un hombre. Vamos a hacer una cosa, le daré dos ideas y usted escoge una.
—Creo que no me va a gustar ninguna.
—Uno, se lo ofrezco como regalo de bodas y usted me invita; dos, se lo ofrezco como préstamo y asisto a la boda para asegurar el pago de la deuda.
—Sabía que no me gustaría. De cualquiera de las dos formas usted asistiría a la boda. ¿Para qué querría ir, usted no nos conoce?
—Mire, pasa lo siguiente. Yo, me hospedo en la posada donde ustedes van a realizar la unión —le reveló.
Viktor, se quedó mudo de la impresión.
—Lo sé por dos cosas, conozco al Juez Mainard, hace un tiempo me ayudó con un problema personal, le estoy muy agradecido, aunque quizá él, no me recuerde, tiene tantos clientes… —mintió —observé cuando él negoció con la dueña el alquiler del salón. No se asuste, no soy ningún acosador. Solo estaba yo, tomando mi desayuno, cuando eso ocurrió. Él no me vio, estaba muy concentrado en la negociación. Usted, trabaja con él, creo… y él es el padrino...
Viktor asintió sin poder emitir palabra.
—Resulta que la señora Mariska, pidió a los inquilinos desocupar las habitaciones para el sábado o que permaneciéramos en nuestros cuartos, si decidíamos quedarnos, porque habría una boda en el salón principal. Advirtiéndonos que habría ruido, música y baile. Si alguien decidía quedarse, debía ser discreto y soportar todo aquello, si es que llegase a causarle molestias el alboroto. Es una señora con algo de mal genio, pero es seria y organizada. Yo no quiero cambiar de aposento, tampoco deseo quedarme encerrado en mi cuarto mientras abajo hay baile, fiesta y comida. Me gustan las bodas y la alegría siempre es bienvenida.
Viktor siguió sin decir nada.
—Entonces, yo lo ayudo, usted me invita, su prometida estará feliz, todos ganamos. No creo en las casualidades. Nos encontramos aquí por una razón. El destino así lo quiso. Y si se siente muy mal con ello, me devuelve el dinero cuando pueda, yo le firmo un pagaré o el documento que usted bien le parezca oportuno redactar.
— No lo sé, no creo que sea correcto y además me pone nervioso que usted sepa tanto. Y si alguien tendría que firmar un pagaré sería yo. Muy agradecido de su gesto, pero debo declinar —le dijo.
—¿Seguro?
—Sí, estoy seguro.
—Está bien amigo. Me disculpo por el atrevimiento. No fue mi intención hacerlo sentir incómodo.
—No se preocupe. De todas maneras, le voy a extender la invitación. Si promete portarse bien.
—¡Oh! ¡Gracias! ¡Qué amable! ¡Lo prometo! ¡Lo prometo! —exclamó, dando muestras de agradecimiento.
Augustus sonrió. Había conseguido su objetivo principal. Asistir a la boda y estar cerca de Katja. Estrecharon las manos y se retiraron.
—¿Y qué va a suceder con el violín? —le preguntó...
—Nada. Lo compraré luego. Cuando este más holgada mi economía —respondió con tristeza.
—Es una lástima. Entiendo sus razones. Es usted un hombre recto. La chica es afortunada.
Lo dijo de corazón. Se notaba a leguas que era un hombre bueno, decente. En otras circunstancias hubiese estado muy feliz de la unión. Y en parte era así, solo que no podía dejar de preocuparse. Salieron de la tienda, se despidieron. Tomaron rumbos distintos. Augustus guardó la tarjeta de invitación, no sin antes observar la tipografía con melancolía. Quién lo diría, la pequeña Katja, se iba a casar, no hacía ni dos meses desde que la salvó. ¿Qué había pasado? ¿Cómo había ocurrido todo eso? Huyó de la montaña, sola, descalza, con cuatro galletas, sin dinero y sin memoria. Ahora estaba en una insospechada etapa, un increíble desenlace a esa desconocida aventura. Tenía sentimientos encontrados, era bueno que hallara algo de felicidad, pero temía por ella, por las personas cercanas y por el secreto que guardaba en su sangre. Era muy joven e inocente aún, en todos los sentidos, como niña, como mujer, como la humana normal que ya no era. Necesitaba hablar con ella, guiarla, darle recomendaciones, evaluar la situación. Se debatía entre dejar que le reclamase a la vida una cuota de felicidad o salvarle de la conclusión dolorosa e inevitable, del amor, del anhelo de una vida normal. Amar siempre conlleva riesgos, es cierto, para ella el amor no era una inversión si no la inmersión en un profundo y oscuro mar, tarde o temprano moriría sofocado. Amar sin esperanzas es duro, pero entregarse al amor sin saber que no hay esperanza es peor.
Katja se hallaba abrumada por las emociones. La señora Meredith ahora le resultaba simpática. Nunca la trató con cariño, es verdad, era mandona y controladora, su falta de cordialidad lo compensaba con elegancia y ecuanimidad. Todas las personas identificaban ese "no sé qué" que le hacía ser una gitana. La señora Meredith lo notó también, pero más allá de un comentario inocuo, nunca le trató distinto. Eso le había gustado, además se esmeró en la elección del vestido y se hizo cargo de un sin fin de detalles que ella no hubiese podido por sí sola. En principio por saber muy poco acerca de todo. En definitiva, no era una amiga amorosa, era como una madre estricta, fuerte y áspera; una matriarca con todas las mayúsculas. Por si fuera poco, tenía un ritmo endemoniado para hacer las cosas y el pensamiento ni se diga. Hilvanaba una idea tras otra, no daba respiro ni cuartel, se movía de aquí para allá, de allá para acá, como una bailarina, siempre llena de energía. Era feliz amante del té y enemiga acérrima del café. A pesar de su edad no parecía cansarse, ella, siendo más joven se hallaba agotada de esa semana tan fuerte y la señora: fresca como una lechuga. Le había dado ese día libre, para que descansara mientras ella continuaría, necesitaba "afinar detalles" según sus propias palabras. La señora Verdi, cuidaba de Marko, como lo había hecho toda esa semana, muy colaboradora, en apariencia, pero a Katja no le gustaba del todo eso. Le hacía falta su niño, ese día en vez de sentirse descansada se sentía sola. En aquel apartamento vacío y sin el ruido, los gritos y la risa del pequeño. No era su hijo, está bien, lo aceptaba, pero ella lo quería, punto. Y entonces los pensamientos hallaron espacio en el silencio, los detalles se convirtieron en sospechas y luego en angustias.     
Ya para entonces era jueves, faltaban dos días para la ceremonia, boda y fiesta. Viktor y ella hubieran querido algo más sencillo e íntimo, sin embargo, su jefe insistió en celebrar de la forma tradicional. Los húngaros eran apasionados de las fiestas y el colorido. Lo que ella no se imaginaba ni tenía conciencia de ello, era que su pueblo original, el pueblo romaní, eran tan o más fiestero que el húngaro. Y ni hablar de colores, extravagancias y raras costumbres. Para las señoras del callejón, que antes no conocía en absoluto y ahora en la ocasión del evento social hubo de conocer, era ella el centro de sus comidillas, se expresaban de forma negativa acerca de los gitanos. Katja, sospechaba que la señora Verdi era la velada directora de esa orquesta, por eso también se resentía de su ayuda. Quién sabe si, con la excusa de cuidarlo, interrogaba al pobre Marquito. Eso le enervaba y causaba rabia, que no odio. Se limpió la lágrima traicionera que corría desbandada por sus mejillas. La rabia no es una cosa que necesite ser llorada. Katja, intentó, por recomendación de la señora Meredith, de no prestar atención a sus mal habidos rumores. Sin embargo, no lo lograba del todo, hubo uno en concreto que le afectó mucho y no pudo evitar darle cabida en sus pensamientos diarios. Era el chisme u opinión acerca de lo rápido del casamiento. Según, una de las varias versiones, ella estaba embarazada y eso explicaba el asunto de la premura. Era un rumor malsano, ella y Viktor no habían dormido juntos. Él la respetaba, era un hombre honorable. ¡Qué maldad se ocultaba tras el ocio y aburrimiento! Le había agitado, sí señor. ¡Vaya que sí! Existía un detalle, que ignoraban las viejas entrometidas, un detalle que ella misma no había tomado en cuenta hasta ese momento y que si lo hizo, lo hizo motivada por ese comentario. De allí que le perturbara tanto. En los casi dos meses de la vida que podía recordar no había tenido menstruación. Eso le aterraba. Según le había comentado el señor que la rescató, los perpetradores del ataque a la caravana, violaron a las mujeres, pero a ella no. ¿Y si ese señor se equivocaba? ¿Si alguno de esos salvajes había abusado de ella? No recordaba, no recordaba nada más allá de despertar en una cueva. Examinó con cuidado su cuerpo, fue inútil. ¿Que buscar? ¿Cuál sería el indicio de un embarazo? Preguntar a alguna de esas viejas no era una opción. Era darle más incentivo para seguir sus chismorreos. Además de que les tenía miedo, le intimidaba esas miradas maliciosas, malvadas. Decidió no seguir tocando la zona, sintió unos cosquilleos cuando lo hizo, le tomó por sorpresa, se estremeció, se detuvo. Sintió miedo, no fuese a romper algo que no debía romperse. Quería presentarse intacta ante su amado Viktor. Podía soportar el desprecio del mundo entero, pero no el de él. De solo pensarlo se puso a llorar de nuevo. ¿Y si ella no fuese pura? Era una horrible sensación. Condenadas viejas, con ese comentario le habían bajado de aquella nube de felicidad, en la que había flotado todos estos días. Sentía ansiedad, desasosiego. Y ya fuese por aquello o por otras razones, tenía mareos recurrentes, náuseas, vomitó un par de veces, le costaba respirar en ocasiones. Notó cambios en su piel, juraría que ahora era más blanca que antes. También estaba el asunto del sol. ¿Por qué el sol le molestaba tanto? ¿qué tenía que ver el sol con un embarazo? ¿Realmente estaba embarazada? Sí era así, resultaba horrible de pensar. No sería hijo de Viktor, su amado, sino el abusivo fruto de uno de los asesinos de su familia y amigos. Y entre esos sombríos pensamientos se hallaba una verdad oculta, agazapada, que ella, no consideraba por la simple razón de haber olvidado aquella revelación hecha por Augustus. Todos esos cambios eran estados tardíos de su proceso de conversión. No había quien la guiara a través de esos cambios. Fatigada, se desmayó en el medio de la sala, muy cerca de la puerta principal.
Viktor llegó del trabajo en la tarde. Lo primero que notó al entrar fue a Katja, desvanecida. Sobresaltado se acercó hasta ella. La levantó, llevándola hasta un mueble, sintió que sus brazos le rodeaban. Buena señal, su respiración era fuerte, muy fuerte, estaba caliente. Tenía fiebre, con toda seguridad. Ella comenzó a murmurar algo, no le entendió, era un idioma desconocido. Algún dialecto romaní, supuso. Quiso recostarla en el mueble, ella no se soltaba de su cuello. Se había asido con fuerza, él no quiso forzar la acción, temía hacerle daño. Se sentó, ella le apretó aún más y comenzó a besarlo en el cuello. Todavía tenía los ojos cerrados y seguía murmurando. Él se asustó un poco, se dominó, no quería actuar de forma precipitada. De improviso los besos ya no eran besos si no pequeños mordiscos, suaves al principio, pero su intensidad fue subiendo. Más que morder era como un roer, le rasguñaba con los dientes la piel. Aquello era extraño y sin poder contenerse, cuando le mordió más fuerte gritó: ¡Katja! Ella despertó, con los ojos abiertos de par en par, tan o más sorprendida que él. Tenía un poco de sangre en sus labios. Apenas unas minúsculas gotas.
—¡Viktor! —exclamó ella al tiempo que le examinaba el cuello.
Había rasgado la piel de manera superficial. No era nada de qué preocupar. Sin embargo, ella se sintió muy mal por haberle causado esas laceraciones.
—No es nada mi amor, son solo unos rasguños —le comentó él, con tono tranquilizador.
Ella, sin percatarlo, se relamió los labios. Ya no había rastros de sangre en ellos. Se levantó, con energía y decisión, buscó agua para limpiar la zona herida. Él, estupefacto, no alcanzó a moverse. Ella regresó rápido. Y mientras ella limpiaba su cuello, él le tocó la frente, ya no tenía fiebre. ¿Qué había ocurrido? Apenas unos segundos atrás estaba desvanecida y prendida en fiebre, ahora estaba activa, sana y reanimada. Ella lo atendía y él era el paciente. Aquello le resultaba confuso, pensó que era mejor así. Prefería el misterio de su recuperación a la incertidumbre que le causó verla tirada en el piso. Sin embargo, hubo de preguntar. Uno no se desmaya así porque sí. Alguna razón había para todo aquello.
—Katja. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué te desmayaste?
—Yo... no lo sé. No recuerdo.
—¡Katja! —exclamó en un tono de complicidad.
—Es la verdad, no recuerdo —le dijo.
—¿Ocurre algo? ¿Estás cansada? Esto de la boda tradicional agota mis energías. Asumo que a ti también. ¿Has sufrido de fiebre, mareo, malestares?
Ella no respondió. Simuló tranquilidad, sin lograrlo del todo.
—Vamos, dime. En dos días seremos marido y mujer, no debe haber secretos entre nosotros.
Ella suspiró. Tomando fuerzas del aire, de la brumosa voluntad, del amor, de lo que fuera que fuese la vida.
—Fiebre no, mareos sí.
—¿Qué otra cosa?
—No lo sé, una extraña sensación de agotamiento, náuseas.
—Claro, no te preocupes por el agotamiento, puede ser solo eso. Cansancio. El mareo y las náuseas si me preocupan un poco. Y más me preocupa es que algo te inquieta, pero no lo dices. ¿Qué es? ¿Tienes dudas de casarte conmigo? ¿Te arrepientes? ¿Piensas que es todo demasiado apresurado?
—No, no, no. Bueno sí. O sea, no tengo dudas de casarme contigo, no me arrepiento de aceptar y sí, todo esto ha sido demasiado apresurado. Tengo miedo Viktor, tengo mucho miedo.
—¿Miedo de qué?
—Que no funcione, de mi desconocido pasado, de no ser suficiente para ti, de no ser pura...
Lo había dicho.
—No te preocupes por tu pasado. ¿Qué importancia podría tener ahora mismo?
—Mucha. ¿Y si yo de verdad, como dicen, era una bruja? Pude haber matado a alguien y no lo recuerdo.
—Kinslenya, Kinslenya, Kinslenya. No hagas caso de los chismes y rumores. Tú, no eres nada de eso, ni lo fuiste. Y además al único hombre que has matado, pero de ternura, es a mí. ¿Y qué es eso de no ser pura?
—Pues que en mi pasado pude haber estado con un hombre o, si hacemos caso de lo que dijo el señor de la montaña, pude haber sido violada por uno o varios de los malhechores. Eso no lo sé, no lo recuerdo. Violaron a todas las mujeres. ¿Por qué a mí no?
Él no dijo nada, recordó haber leído en un tabloide sobre una masacre hacía unos meses atrás. Era una revista de corte amarillista, en el momento no le otorgó mucha credibilidad al artículo. Ahora que Katja lo nombraba llegaron a su memoria algunos detalles, muchos de ellos escabrosos, entre ellos, que todas las mujeres habían sido violadas y no se registraron supervivientes. Una idea se iluminó en su mente. Si investigaba el caso podría dar con el origen de Katja, ya que parecía ser el mismo incidente. Quizá era posible encontrar algún familiar, conocido o amigo. De ser así, sería esclarecedor y Katja pudiera estar más tranquila al saber de su origen. Era difícil, la naturaleza nómada de su pueblo lo hacía difícil de rastrear. Por ella, lo intentaría, al menos
—Entonces eso es lo que te angustia —le dijo.
—Sí, eso. No he tenido menstruación, pero si mareos, náuseas, vómitos, agotamiento. Me aterra pensar que puedo estar embarazada de los asesinos de mi familia.
—Podría traer a un doctor para que te examine —le propuso, luego de cavilar un poco.
—¿Qué? No, no, no. Me daría vergüenza, además no quiero que otro hombre me toque excepto tú. Deseo ser tuya, sin manchas de otros dedos, otras manos y otros pensamientos que no sean los tuyos.
Le dijo eso y lo besó, con una pasión tal que rayaba en el desespero. Era como si quisiera arrancarle a la muerte una víctima del tiempo y de la vida. Él correspondió con la misma intensidad, apenas ejerciendo algún control sobre sus instintos.
—Hazme tu mujer esta noche. Quiero que tus besos y abrazos desalojen el miedo que ha invadido mi corazón.
—¡Katja! No es correcto, podríamos esperar dos días, en dos días, ante la ley de los hombres y dios: seremos marido y mujer.
—No me hables de leyes, de dios y de los hombres. Dime que me amas y que soy tuya, como tu mío y que no sean solo palabras, que los hechos precedan a la felicidad y ahuyenten las angustias. Te lo ruego, no me dejes ir a la cama sola, sin saber lo que es el amor, sin saber si soy pura o no para ti. Ya luego si quieres, me rechazas y rompes el compromiso. Yo entenderé, estaré devastada, pero entenderé. ¡Te lo ruego! ¡Te lo ruego! ¡Te lo ruego! No me abandones con mis pensamientos pues estos serán sombríos y llenos de angustias si no me protegen tus ojos, tus brazos y tus caricias.
Lo besó. Él reciprocó, como es debido, sin embargo, logró recuperar algo de control y ella, por su parte, se fue calmando. La pasión se disipó poco a poco. Las necesidades fueron mutando, el desespero de no saber, dio paso a la esperanza de una promesa y esta continuó avanzando hasta convertirse en una certeza, la confirmación en el abrazo del amor que le profesaba. Y eso bastaba.
—Disculpa —le dijo ella, una vez que también se calmó.
Le miraba directo a los ojos. No había rastros de angustia, notó sus ojos sosegados y más hermosos que nunca.
—No hay nada que disculpar. No te preocupes.
—En el fondo, soy solo una niña asustada aspirando a ser mujer. Un ser incompleto buscando ser completado, rellenando mis vacíos y desconocimientos contigo y Marko.
—No eres una niña, ya no más, pronto serás, por ley y por amor, dueña de esta casa, ama de este hogar, madre de un niño y de los que vengan después, esposa amorosa de un hombre que te quiere. Y si hablamos de vacíos y desconocimientos, tú llenas los míos y los de Marko. Así que estamos igual. Y no solo eso, sino que tomados de la mano enfrentaremos esos miedos juntos y los venceremos. Eres más fuerte de lo que crees.
—¿Fuerte? ¿Yo? Si estoy temblando.
—Es natural, yo también estoy temblando. El fuego de la chimenea se apagó.
Y era verdad. Estaba apagado y el frío del invierno se apoderaba de la casa. Aquello le causó gracia.
—Me he descuidado. Valiente proyecto de esposa soy. Busca a Marko, voy a hacer la cena —le dijo al tiempo que se levantaba.
Él también sonrió. A pesar de sus quejas se comportaba como una esposa. Sí, ella haría un buen trabajo, no se habían casado y ya estaba mandando, dirigiendo y llevando las riendas del hogar. Así ella no lo percatara. Buscó al niño, cenaron y observó cómo, a la hora de dormir, ella subía, almohadas y cobijas en mano, en dirección de la habitación principal.
—¿Y eso? —le preguntó.
—Almohadas —le respondió —y cobijas.
—Eso puedo ver.
—¿Vienes?
Ella se enrumbó a la habitación principal. Él, con el niño dormido en brazos, subió tras ella, sonriendo. Y así pasaron su primera noche juntos, los tres. Sí, fue divertido, estimulante, grato y muy bueno de experimentar, colocaron al niño en el medio, como una barricada y una vez marcada la frontera, la paz se propagó y fue bienvenida. Katja dejó de tener pensamientos sombríos, se entregó al descanso. Y así también durmieron en la noche siguiente. Hasta que el sol marcó el inicio del esperado día, el evento, la Boda de Katja y Viktor.
La señora Mariska, afinaba los detalles, pronto llegarían a su posada, convertida ahora en un salón de eventos, el Juez, los novios y los invitados, si todo salía bien podría significar la apertura a una diversificación de su local. Le gustó la idea desde el principio. Aún y cuando no sabía si estaba preparada para afrontar el asunto. Se arriesgó. Y no se arrepentía. Entre tantas cosas reflexionó, era un poco raro, con tanta premura y quehaceres no había sabido nada de la novia. El Juez Mainard, le había presentado al novio, pero de la futura esposa nada sabía. No era algo que le hubiese inquietado mientras duró la preparación, pero una vez que ya había arribado el gran día la curiosidad se hacía presente. ¿Quién sería la misteriosa novia? Por momentos se preguntó "¿será que no presté atención o me lo ocultaron hábilmente?" No tenía respuesta para ello. ¡Bah! No importaba, en pocos momentos conocería a la susodicha. Seguro, no sería nadie en exceso interesante. La vería llegar, no reconocería su rostro y ya, saciada la curiosidad podía volver a sus asuntos. Había contratado un par de chicas para que le ayudaran con la cocina y demás labores, pero que poco diligentes le resultaron. Un par de atolondradas, eso eran. Tropezaban con su propia sombra. Ante la situación echó de menos a Katja, más allá de cualquier consideración, la gitana, era excelente en la cocina, igual que para muchas otras cosas, además siempre fue sumisa y obediente. En cambio, estas niñas malcriadas, contestaban de mala manera a cada rato, para todo tenían un "pero" hacían las cosas a regañadientes y las hacían mal para colmo. Sumisión, respeto y obediencia no estaban en su vocabulario. Se tuvo que conformar, por utilizar una palabra amable, con la insuficiente ayuda de aquel dueto del desastre. Sí, para su infortunio, echaba de menos a Katja Kinslenya. ¿Por qué la había echado? Sí, sí, ya recordaba. El incidente con la vieja loca, los disparos, el robo, la mancha de sangre en el piso. ¡El tapete! ¡Su adorado tapete! No lo usaba nunca y yació olvidado en el almacén por muchos años, no era que realmente lo adorara, igual le causaba mucho coraje haber tenido que deshacerse de un artículo valioso (de nuevo, carecía de valor monetario o sentimental) por la mancha y el desagradable olor que despedía. No deseaba rastros de brujería en su establecimiento ni mucho menos esa peste. Así no creyera en esas cosas, entre lavarlo o desecharlo, optó por lo segundo.
Emprendió una última revisión. Optimizó, hizo algunas observaciones, corrigió aquí, un poco allá. Miró la hora. En unos minutos comenzaría la ceremonia. Sí, allí estaban. Entró el juez, con su encantadora esposa, luego un invitado, luego el otro y el otro. Todos ataviados de la misma forma. Al fin llegó el novio, ya lo había conocido antes y en aquella ocasión le pareció algo gris, pero verlo arreglado de esa manera, era diferente. Qué guapo se veía. Lo miró de arriba a abajo, lucía unas botas negras, de corte militar, bien lustradas, largas, elegantes, masculinas. Le cubrían la pierna hasta casi la rodilla. El pantalón negro era ajustado en algunas partes, arruchado, abombado, en otras. El gabán era negro también, abombado, largo, con cola; en otra ocasión se hubiera quejado de ese color oscuro tan profusamente usado, pero en aquel hombre se veía bello, hermoso y un largo etcétera. Una guirnalda roja, prendada del lado izquierdo de su pecho, llena de adornos floreados y un centro blanco, añadía color. Sí, era un complemento perfecto, para equilibrar la opacidad del negro. Debajo, usaba un chaleco negro (en serio... ¿No había otro color?) Camisa blanca y para no desentonar un sombrero, como no podría ser de otra manera, negro, con una cinta roja, floreada, con los mismos estampados y colores de la guirnalda. Usaba unos finos guantes blancos. Había que reconocer que se veía elegante y apuesto. Sí la novia no llegaba ella, podía hacer el sacrificio de casarse con él. ¡Ja! ¡Ja! ¡Qué pensamiento tan ocurrente! Ella nunca se quiso casar de joven y ahora se le ocurría eso. ¿Y por qué no se casó? Por falta de pretendientes no fue... Sventz, él fue el motivo. Ella rechazó a todos y él la traicionó casándose con otra. Malagradecido... "¡Llegó la novia! ¡Llego la novia!" le llamó la atención una de las chicas. "Esa podría haber sido yo, con Sventz" pensó. Sin embargo, no pudo seguir hilvanando esos pensamientos, cuando vio a la novia su mente se paralizó. ¡No podía ser cierto! Sus ojos le engañaban. Era Katja, la chica gitana, la criada, la sospechosa de brujería que había corrido con brutalidad de su posada. Poco o nada quedaba de aquella mocosa, triste, mal vestida y desgreñada. Una joven altiva (parecía más alta, seguro utilizaba zapatillas de tacón grueso) ingresaba al salón, de manos del padrino, quien había salido a recibirla y ayudarla a bajar del carruaje. ¡Madre santa! Si hasta un carruaje blanco habían alquilado. Aquello era algo que iba más allá de su imaginación. Elegante, bella, sonriente. El tocado contribuía a que su estatura pareciese mayor. Lleno de adornos plateados, pequeñas flores blancas, miles de ellas, una sutil cinta rosada, perlitas y bisutería. Semejaba una corona cuya luz era inmaculada. No llevaba velo en el frente, pero sí en la parte trasera, que más que un velo era una larga cola tejida con más flores blancas. Su cabello estaba recogido, destacando el rostro bien maquillado, su nariz respingona, sus ojos más grandes que nunca, los labios de rojo pasión y sus mejillas rosaditas. Utilizaba unos bellos zarcillos, eran dos anillos dorados que en aquellas orejitas puntiagudas parecían medias lunas de oro. Entendía muy bien porque prescindieron del velo, una felicidad y una belleza tan absoluta no debía esconderse detrás de una tela. Que buen gusto. La piel de Katja, le pareció más blanca, lo cual encajaba perfecto con el arreglo. Una gargantilla, del mismo color que la cinta, rodeaba su cuello. Estaba elaborada de cuerdas entrelazadas y pudo observar más elementos plateados, pequeñas cuentas o quizá lunas. Se distinguía poco con los destellos que emanaba, cuando la luz incidía en ellos y otro tanto por la distancia en que se hallaba. El vestido. ¡Ah, el vestido! Blanco, cruzado, con los adornos florales correspondientes, sus tres colores. Se abombaba en los hombros, con la tela arruchada, llena de encajes, detalles. Era largo, le cubría los pies, pero eso no impidió ver las zapatillas. Cuando bajó del carruaje, los pajecillos le ayudaron, levantando un poco la falda para facilitar el proceso. Sí, eran de tacón alto. Estaban trenzadas hasta un poco más arriba del tobillo, las cintas eran blancas, con líneas rojas, lentejuelas y vidrios en forma de diamantes. Ella portaba un ramo de lirios, margaritas y rosas blancas. Si el novio rebosaba de negro, ella lo hacía de blanco. Acompañado aquel níveo esplendor con cintas rosadas; el rojo y el verde de los ornamentos. Todo aquello realzaba la figura de aquella dama. Pues eso era ella ahora, una dama, el centro de atención de todos; ya no era la huerfanita desprotegida, la criada adoptada, era su clienta, su ama, le debía respeto y servicio.
Katja, al entrar, lo primero que observó fue a Viktor. Parado, esperándola, con una sonrisa nerviosa. Elegante, bello, gallardo. Con su traje negro, el sombrero, la guirnalda, la cinta roja. Era un sueño, aquel hombre estaba prometido a ella. Notó los maravillosos arreglos del salón, al menos de forma general, existían demasiados detalles para percibirlos todos a la vez. Los invitados, unas veinte personas, de las cuales apenas si conocía a la madrina y al padrino, el resto eran rostros desconocidos vestidos de la misma forma, las mujeres lucían un vestido negro con una especie de delantal blanco, una cinta roja le rodeaba la cintura a modo de cinturón, con una gargantilla del mismo color, el cabello recogido algunas, con una cinta verde y otras con un gorro negro con los ya obligados adornos en rojo, blanco y verde. Las mangas de la blusa eran abombadas, y estaban confeccionadas de tal manera que parecía el fuelle de un acordeón. Las faldas no eran muy largas, un poco por debajo de las rodillas y zapatos negros. Los hombres usaban los mismos colores, pantalones negros, muy ceñidos, camisas blancas con el mismo modelo de manga tipo acordeón, una cinta roja que servía de soporte para un bastón de madera pulida, parecían espadas, a lo lejos, pero no, eran solo ornamentos. Sombreros negros con un penacho rojo, blanco y verde. Lucían algunos poblados mostachos y otros simplemente un rostro bien afeitado. Sin embargo, en una de las mesas, estaba un señor mayor, sentado allí, vestido de traje gris, nada estrafalario, solo sobrio y elegante, le pareció familiar, no supo por qué, quizá porque no estaba vestido como los otros o por su cara de abuelito consentido. Tampoco tuvo tiempo para reflexionar mucho sobre ello, el señor Mainard, la condujo hasta el improvisado estrado, entregándola a su prometido. Este la besó con amor, tomándola de la mano. Hubo una exclamación general de júbilo, aplausos y uno que otro: ¡Vivan los novios! Dieron, entonces, inicio a la ceremonia civil. Una vez entregado a la novia, el padrino cesó por momentos sus funciones como tal y asumió el correspondiente cargo de juez. Se hicieron las preguntas correspondientes, firmaron los testigos, el matrimonio estaba consumado. Entre vítores, exclamaciones y felicitaciones se besaron de nuevo, sellando su destino. La señora Meredith, los condujo hasta un grupo de invitados que querían felicitarlos. Katja, estrechó sus manos, sonrió, pero nada dijo al ellos felicitarla. Solo agradeció asintiendo con la cabeza. Detrás de uno esos grupos, estaba la señora Mariska. No le habían avisado sino a última hora que el salón alquilado era la posada y restaurante de la mencionada señora. Quería hablar eso con Viktor, había sido una ocurrencia de él, entre una y otra cosa no encontró tiempo para hacerlo. Al principio no sabía que sentir, cuál era el comportamiento apropiado, la última vez que le había visto fue el día en que la corrió de allí. Sin embargo, ahora que la veía, aplaudiendo y sollozando como una niña, emocionada, pensó que era algo digno de ver, si tomamos en cuenta que su actitud habitual era austera y parca, amargada, dirían unos. Aquello le conmovió y Katja decidió enterrar cualquier miedo o reclamo, su corazón solo sabía de amor y felicidad en ese momento, por más que se permitiera algunos instantes de confusión y duda. Quiso excusarse para hablar con ella, pero se vio arrastrada a un grupo de invitados y luego a otro, otro, así, sucesivamente, hasta que llegó el momento de partir a la iglesia. Subieron al carruaje y dieron el tradicional paseo de los novios. Los invitados le siguieron a pie, la iglesia no quedaba lejos. Para poder casarse por la iglesia católica, el señor Mainard, hizo buen uso de sus amistades, todos parecían deberle un favor. Tanto Viktor como ella, no eran cristianos católicos, el profesaba la fe cristiana ortodoxa y ella, no profesaba ninguna. Sin embargo, fue hermosa la ceremonia, sencilla pero hermosa. Entraron con los anillos colocados en la mano izquierda y salieron con los anillos en la mano derecha. Los compromisos estaban sellados. Regresaron al salón. Ya la diligente y emocionada señora Mariska, había retirado los muebles para que tuviera lugar el baile del dinero o baile de la novia. Pero antes: los regalos. Los invitados fueron colocando en una mesa sus presentes, la mayoría dio como obsequio dinero, era algo práctico y sencillo, pero hubo quien colocó un juego de vajillas, un cuadro pintado por un artista local, poco reconocido, y un pequeño elefante de porcelana de dudosa utilidad. Sin embargo, los regalos más importantes eran los que intercambiarían los novios, ahora esposos. Viktor se preparaba para tal acción cuando fue interceptado por aquel señor mayor que conoció en la tienda de música. Este, lo miró fijo a los ojos y antes de que pudiera realizar cualquier acción, intercambió la tradicional bolsa de dinero, que llevaba entre sus manos, por una caja rectangular, adornada en exceso. Le empujó después, con muy poca discreción, ayudado por el señor Mainard, quien, desde luego, era cómplice de la acción, dando casi de lleno con Katja. Ella le entregó uno por uno los siete pañuelos de la suerte, que, con amabilidad, le había proporcionado la señora Meredith. Viktor se quedó paralizado, recibiendo el presente de su esposa, esperando su turno y sin saber el contenido de la caja. Sin otra opción, colocó en sus manos el paquete, encomendándose a Dios, esperando con todo su corazón que la travesura de aquel desconocido y Mainard fuese algo meritorio. Y así fue. Cuando ella, abrió el regalo emitió un pequeño grito, la apertura de su boca solo se equiparaba con la de sus ojos. Se abalanzó sobre Viktor y lo besó con pasión mientras repetía: "¡gracias amor mío! ¡Gracias! ¡Gracias por todo!" Él, estupefacto, no alcanzó a decir nada. Ella saltaba de felicidad mientras deshacía el envoltorio con frenesí. Exultada de bienestar extrajo el objeto, develando el misterio y el porqué de su alegría. Se lo cargó al hombro y comenzó a tocar una sonata alegre, mientras bailaba y brincaba, trazando un círculo en la sala. Todos aplaudieron y disfrutaron de la melodía hasta que ella volvió a los brazos de su amado esposo. Quién ya recuperado de la sorpresa buscó con la mirada al anciano, no recordaba su nombre, hasta que lo halló al lado de su jefe, padrino y travieso diablillo.
La señora Meredith le hizo una seña a Katja, esta guardó el violín en la caja, encargando de ello a su esposo, se quitó los zapatos, colocándolos en medio de la sala. La música se hizo presente y los invitados masculinos bailaron uno a uno con la novia y una vez terminaban su turno depositaban dinero en las zapatillas. Al fin le tocó el turno al anciano del traje gris. Allí, frente a frente, muy cerca de su rostro ella, por fin recordó quien era aquel hombre y porqué le parecía conocido. Su voz terminó por desbloquear el recuerdo. Estaba fuera de toda duda. Era Augustus, el vampiro de la montaña, su salvador, su secuestrador, según se vea; el ente de quien huyó presa del terror más absoluto. Él, le sonreía con cariño y amabilidad, lo cual le causó más pavor.  
—Hola Katja. Al fin te he encontrado.

Raza Oculta I El Secreto del AguaWhere stories live. Discover now