Capítulo tres: Susurros de la Selva

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En el umbral de la selva, Mi-Jeong se detuvo, sus dedos acariciando el suave lila de la bufanda que le recordaba a su abuela. El broche coreano, un relicario de tradiciones, centelleaba sutilmente, anclado en la tela como un faro de su legado. Llevaba pantalones que abrazaban sus movimientos, una camiseta protectora para la aventura, y el sombrero de paja de Mateo, descansando sobre su cabeza, dándole un aire de exploradora de antaño, una gracia natural bajo la luz tropical que resaltaba su piel de porcelana y las mejillas tintadas por la emoción de la aventura.

—¿Lista para lo desconocido?— preguntó Mateo, su voz resonando con los tonos de su tez. Vestía de manera similar, su constitución fuerte y musculosa era evidente incluso bajo la ropa adecuada para la selva. Su cabello ondulado castaño oscuro, usualmente desordenado, le confería un aire despreocupado pero encantador, cada mechón parecía estar colocado por la naturaleza misma. A pesar de la humedad, parecía cómodo, moviéndose con la confianza de alguien que respeta, pero no teme, a la naturaleza que lo rodea.

—Siempre,— respondió Mi-Jeong, su voz apenas un susurro, pero llena de determinación. Su aroma, una mezcla reconfortante de chocolate y café que parecía emanar naturalmente de él, la envolvía, y no podía negar que sentía la necesidad de tenerlo cerca. Armada con estos pensamientos y ajustando su mochila, Mi-Jeong se sintió lista para adentrarse en el corazón salvaje y verde que se abría ante ellos.

La selva los recibió con un abrazo húmedo y cálido, se abría ante Mi-Jeong y Mateo como un pergamino ancestral, cada trazo un mosaico de vida y verdor. La humedad era un manto que envolvía todo, un velo invisible que tocaba la piel con dedos de vapor.

—Es como si cada paso nos llevara más profundo en el tiempo,— murmuró Mateo, mientras la luz del sol, tamizada por la maraña de hojas sobre ellos, danzaba en un juego caprichoso con las sombras y creaba un espectáculo de luces que los guiaba más adentro del corazón salvaje y verde.

El suelo se extendía en una alfombra de hojas caídas, húmedas bajo sus pies que amortiguaba sus pasos. A su alrededor, el bosque estaba vivo con el zumbido de insectos y el ocasional aleteo de aves que se deslizaban como fantasmas entre los árboles. El aire estaba saturado con el olor de la tierra fértil y el dulce perfume de las flores exóticas que se erguían desafiantes hacia el cielo oculto.

Cada paso adelante los sumergía a través de un laberinto de vida, donde las lianas colgaban como serpientes perezosas de las ramas y las orquídeas mostraban sus vibrantes colores en un desafío a la sombra omnipresente. Los sonidos del agua corriendo eran una constante, ya sea el goteo suave de la lluvia nocturna acumulada en una hoja o el murmullo distante de un río cercano que cantaba su antigua canción.

Mi-Jeong se detuvo, su mano extendida hacia la corteza de un árbol, su superficie rugosa y húmeda bajo sus dedos. —Mira,— dijo Mateo, observando cómo pequeñas criaturas trazaban sus caminos con determinación en este microcosmos. Nicolás, con una sonrisa que hablaba de siglos de sabiduría, apuntó hacia un grupo de monos que se balanceaban con una gracia despreocupada, sus carcajadas llenas de vida resonando en la quietud del bosque.

Mientras avanzaban, la conexión entre ellos y la selva se profundizaba. No eran meros observadores; eran parte de este ciclo ancestral de vida. La selva les enseñaba a escuchar con todos los sentidos, a comprender con el alma, y cada descubrimiento era una revelación de la compleja red de vida que los rodeaba.

La inmersión en la selva se convertía en una odisea transformadora. Con cada aliento, sentían cómo la selva los reconocía, cómo los envolvía en su abrazo eterno, y cómo, paso a paso, se entrelazaban en la vasta trama de algo mucho más grande que ellos mismos.

Caminos entrelazadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora