Cuarto interludio: Mateo Santos, El guía

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En las estrechas calles adoquinadas de Quito, un día común se despertaba con el sonido de la vida cotidiana. Mateo, con su tez morena y cabello ondulado castaño oscuro, comenzaba su jornada con una sonrisa en el rostro y una melodía en el corazón. Creció en una familia de músicos y artesanos, lo que le inculcó un amor profundo por la música y la tradición ecuatoriana. Aunque estudió ingeniería ambiental, su corazón siempre perteneció a las melodías que resonaban en su guitarra. Para él, cada canción es una historia, y cada encuentro, una oportunidad para componer la banda sonora de su vida.

En la modesta casa de adobe donde creció, Mateo compartía el desayuno con su familia. Su abuelo, Manuel, era el corazón y el alma de la familia. Antaño, Manuel fue un jornalero humilde que dedicó su vida al trabajo duro y la honestidad. Con su cabello canoso y sus ojos vivaces, Manuel irradiaba una sabiduría adquirida en las batallas de la vida.

Junto a Manuel estaba su esposa, Elena, una mujer de espíritu fuerte y corazón cálido que siempre tenía una sonrisa en los labios y una palabra de aliento para compartir. Sus manos hábiles tejían historias en cada puntada, creando obras de arte que reflejaban la riqueza cultural de su tierra natal.

Sentados alrededor de la mesa, Mateo también compartía el desayuno con sus padres y sus tres hermanos. Su padre, Juan, era un hombre trabajador y apasionado, cuyas manos curtidas por el trabajo en el campo contaban historias de sacrificio y determinación. Su madre, Elena, era el corazón amoroso de la familia, cuya bondad y generosidad irradiaban luz en cada rincón de la casa.

Los hermanos de Mateo, Miguel, Mariana y Alejandro, eran su alegría y su compañía en todas las aventuras de la vida. Miguel, el mayor, heredó la pasión de su padre por la naturaleza y la agricultura, mientras que Mariana, la segunda hija, tenía un talento innato para la música y la danza. Alejandro, el menor, era el travieso de la familia, siempre dispuesto a hacer reír a los demás con sus travesuras y trucos.

Mientras saboreaban el aroma del café fresco, Manuel sacó su vieja guitarra de madera y comenzó a entonar una canción de su juventud. Sus dedos arrugados danzaban sobre las cuerdas con la destreza de un maestro, llenando la habitación con la dulce melodía de la nostalgia. Mateo lo observaba con admiración, saboreando cada nota como si fuera un recuerdo que se negaba a desvanecerse.

Taita, ¿qué historia hay detrás de esa canción? preguntó Mateo, con los ojos brillando de curiosidad.

Manuel sonrió con ternura, sus ojos centelleaban con la emoción de compartir sus recuerdos. Ah, esta canción... comenzó, su voz cargada de emoción. La escribí hace muchos años, cuando era solo un joven soñador como tú. Habla de los tiempos difíciles y los amores perdidos, pero también de la esperanza que siempre brilla en lo más profundo de nuestros corazones.

Mateo asintió con atención, absorbiendo cada palabra como si fuera un tesoro invaluable. Es hermoso, Taita dijo con sinceridad. Tus canciones siempre tienen un poder especial.

La música es el lenguaje del alma respondió Manuel con sabiduría. Nos conecta con nuestras raíces, con nuestra gente y con el mundo que nos rodea. Nunca dejes de escuchar su melodía, Mateo, porque siempre te guiará en tu camino.

Después del desayuno, Mateo se despidió de su familia y salió a las calles de Quito. El bullicio de la ciudad lo rodeaba mientras caminaba, pero su mente estaba llena de la serenidad que solo la música podía ofrecer. Cada paso era un ritmo, cada edificio una estrofa en la canción eterna de su ciudad natal.

Caminos entrelazadosWhere stories live. Discover now