Capítulo 1

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SIMON


La lluvia repiqueteaba contra la madera de la casa y se deslizaba por los tablones. El fuego que había encendido en el interior chisporroteaba, calentándome las manos. Tenía los dedos entumecidos y no paraba de abrirlos y cerrarlos. El movimiento que tenía en ellos era prácticamente nulo.

Para ser honesto, odiaba la lluvia. Odiaba el frío. Odiaba los bosques que se extendían allá donde mirase. Odiaba mi hogar. O al menos lo que mi memoria quería recordar como hogar. No me acordaba de nada anterior a la muerte de mi padre. Él murió cuando yo tendría unos diez. Ya no recordaba su cara, solo una enmarañada barba negra y unos ojos oscuros.

Sacudí la cabeza. No quería pensar en mi padre ahora. Tenía algo más importante en lo que pensar; un trabajo.

Jamás había trabajado para la casa real, aunque fuese indirectamente, y tenía que reconocer que algo bullía en mi interior. Me sentía nervioso y excitado. No debía de aparentarlo. Un asesino siempre es frío y calculador. Yo lo era. Pero tenía sentimientos y emociones.

Me levanté de la silla de madera, recogí la jarra llena de agua y le eché sobre el fuego. Este murió. La casa quedó de nuevo sumida en la oscuridad y el frío. Me puse los guantes que había guardado en mis pantalones (no me gustaba estar lejos de ellos) , salí de la cabaña y caminé bajo la lluvia. El trayecto hasta la ciudad no era muy largo, aún así, no sería lo suficientemente largo como para llegar completamente seco hasta el punto de encuentro.

"Espero que ese estúpido me haya guardado un buen sitio junto al fuego."

Pensé.

Morir joven no estaba dentro de mis planes.

La lluvia no cesó. Nunca lo hacía. De diez días en el Reino de la Lluvia, con suerte, dos de ellos podías levantarte con un bonito cielo encapotado. Sin agua. Sin barro espeso alrededor de tus pies. Sin sentir la humedad penetrar en tus huesos. Bonitos días aquellos, sí. Por eso el bosque estaba tan vivo aquí, lleno de magia que la mitad de la gente intentaba ignorar.

"Imbéciles."

Llegué al corazón de la ciudad, donde un pequeño mercado se ocultaba bajo los soportales de una casa. La gente vendía alimentos, animales, objetos...

Miré las calles, que como arterias, se separaban del sitio con más gentío. Bajé por una estrecha y enlodada hasta que encontré la casa que indicaba el mensaje. Un hombre ataviado con una cota de maya, armadura y un yelmo estaba custodiando la puerta. Enseñaba un filo, intentando transmitir que él era quién mandaba. Pero se equivocaba. Aquí mandaba yo.

Intenté atravesar la puerta sin dirigirle la mirada, pero puso su brazo delante de mi cuerpo, como si eso fuese a impedir mi entrada. Agarré su antebrazo con fuerza y lo giré en un ángulo grotesco. El hombre rugió.

"¿De qué te sirve ahora tu armadura, hombre de hierro?"

— Sabes quién soy, así que abandona los cuentos para otro día y déjame pasar —dije, intentando poner la voz más grave que me salía.

Aún era joven y mi voz no se había desarrollado totalmente. A veces me menospreciaban por ello. ¿Quién iba a creer que el mejor asesino del reino solo tuviese veintiún años?

Le solté el brazo, y el hombre de la armadura me dejó pasar.

El interior de la estancia estaba iluminado con velas. Ante mis ojos había una gran sala, con una mesa larga y varias sillas. Un hombre mayor estaba sentado en la cabecera de la mesa. Tenía el cabello grisáceo, la barba del mismo color ocultaba unos labios agrietados que esbozaban una fría sonrisa. Una sonrisa de codicia. Conocía muy bien las sonrisas de la gente que disponía de un trabajo para mí.

Las Seis ReliquiasOnde histórias criam vida. Descubra agora