Capítulo 13

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SIMON

Me sentía sofocado, cansado y algo aturdido. Notaba la arteria carótida palpitar bajo mi piel al ritmo de mi corazón desbocado y un ardor que se extendía por todo mi cuerpo. Un hormigueo intenso se había apoderado de mis pies y mis brazos. Estaba tumbado boca arriba, mirando el cielo azul entremezclarse con las nubes grises y la niebla espesa. Mi cuerpo quería quedarse allí para siempre. Mi mente no compartía el mismo deseo; tenía que sumergirme en el lago y conseguir las visionarias lo antes posible. Pero cuando la mente obligó al cuerpo a moverse, este simplemente ignoró las órdenes. Y yo se lo agradecí.

Tras pasar siete días caminando desde la salida hasta la puesta de sol y conseguir escapar de las trampas de la Muralla Arbórea, pasar un rato observando la naturaleza y degustando la sensación de descanso no me vendrían mal. Y me lo merecía. Cerré los ojos dejando que la negrura se apoderase de mis pensamientos. Nada de las reliquias, de Edith Darkbloom, del trabajo del rey, del libro de las brujas ni del recuerdo perdido... Absolutamente nada.

Sin darme cuenta, me quedé dormido.

Cundo volví a abrir los ojos, el cielo se había teñido de rojo, la mayoría de las nubes se habían disipado y la luna creciente se había adueñado del cielo. El sonido de las pequeñas olas rompiendo contra la orilla de gravilla hizo que espabilase. Metí mi mano en uno de los bolsillos de mi capa negra, esperando encontrarme con los frasquitos que me habían dado las brujas, rotos y vacíos a causa de todas las pruebas que había tenido que esquivar. Una alegría inmensa me inundó cuando los sentí en mis manos, llenos e intactos. Uno era de color negro, el otro verde. ¿Cómo habían dicho las brujas? El negro para tus pulmones, el verde para tus oídos. Me levanté del suelo ágilmente, me descalcé, y me desaté el cordón de la capa. Esta cayó al suelo. Desenvaine las dos espadas largas que tenía colgadas en la cintura y las deposité sobre la capa. Me desarmé también de una espada corta y una espada gancho que llevaba en la espalda, de una maza, de dos bumeranes, de una pequeña hacha arrojadiza, y de las más de once dagas y cuchillos que llevaba escondidas por todo el cuerpo, dejando tan solo las dos que tenía en las muñecas por si las cosas se complicaban. No sabía mucho sobre el agua, pero si sabía de guerra. En los ríos que se producían batallas, sus aguas terminaban cambiando su color al rojo y los caballeros de pesadas armaduras postrados al fondo de ellas ahogados, sin esperanza alguna de que sus vidas fuesen a seguir. Yo no llevaba armadura, pero las armas no eran un peso ligero. Harían que me hundiese, pero la incapacidad de salir a la superficie de nuevo era lo que me asustaba. Además, aquellas zorras con magia no me habían dicho el tiempo que tardarían en desaparecer el efecto de sus pócimas.

Miré el líquido que se almacenaba en los dos frasquitos y sin pensármelo mucho me los llevé a los labios, bebiéndolos. El mejunje verde sabía a barro. El negro no mejoraba nada, incluso tenía peor sabor. 

Caminé descalzo por la tierra húmeda hasta llegar al agua fría del lago. Ya no escuchaba el sonido de sus olas, ni tampoco el chapotear de mis pies al entrar en el lago. Observé el paisaje; parecía mágico. Tocones de árboles de un blanco casi antinatural, emergían del agua, creando algo parecido a un camino al que seguir en forma de espiral. Justo hasta el centro del lago. Los tocones aparecían en varias secciones, y se adentraban más y más allá, hasta que los perdía de vista. Me subí a uno impulsándome con los brazos desde el agua. Mi cuerpo estaba frío. Los últimos rayos de sol se despedían detrás del bosque. La noche acechaba.

Salté con habilidad de tocón en tocón. Avanzaría más rápido de esa forma que a través del agua. Nunca había nadado en un sitio demasiado profundo, (y con peligro), así que confiaba en la suerte y en los guantes. Solo consistía en mover desesperadamente los brazos y las piernas, así que no podría ser tan difícil. O eso quería creer. Paseé la mirada por el tranquilo lago y descubrí varias figuras que se reunían a una distancia prudente de mí, listas para atacar en cuanto tuviesen oportunidad. Sirenas. Horrorosas y feas sirenas. Movían su boca, seguramente estuviesen cantando, frustradas porque no había muerto ya. Tenían la cabeza pequeña, nariz achatada, ojos rasgados y unas hendiduras horizontales en el cuello. No tenían orejas, solo dos orificios diminutos a la altura de los ojos. Tampoco tenían pelo. Su piel era de un color azulado y grisáceo. Todas estaban extremadamente delgadas, hasta tal punto que podía ver perfectamente sus huesos. No tenían ni un cúmulo de grasa en su torso. Ni siquiera tenían tetas. Pero solo era capaz de ver su mitad más humana, si se podría llamar así.

Las Seis ReliquiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora