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Capítulo 1

De pie en el umbral del salón del hombre que la había contratado, Lali Espósito no podía dar crédito a la chocante escena que estaba presenciando.

Como la puerta de entrada a la casa no tenía timbre había usado los nudillos, pero, a pesar de su insistencia, nadie había acudido a su llamada. Había probado a girar el picaporte, y al ver que la puerta estaba abierta, había entrado y había seguido el sonido de una voz masculina hasta llegar al lugar donde se encontraba en ese momento. El dueño de aquella voz resultó ser un hombre increíblemente guapo, pero aquello no disminuyó ni un ápice la impresión de que la había contratado un monstruo... un monstruo cruel que estaba torturando a un pobre niño con una galleta con trocitos de chocolate.

—Vamos, Dylan —estaba ordenándole exasperado—. Si lo dices, te la daré.

Tan enfrascado estaba el hombre en sus intentos por imponer su voluntad sobre la del pequeño, que no advirtió la presencia de Lali.

El chiquillo, que no tendría más de tres años, alzaba desesperado sus manilas regordetas hacia la golosina que el monstruo sostenía frente a él, pero cada vez que sus dedos la rozaban, la ponía fuera de su alcance. Las lágrimas que la frustración había hecho aflorar a los ojos del pequeño empezaron a rodar por sus mejillas sonrosadas, y el hombre maldijo entre dientes.

—¡Vamos, Dylan!, ¡sólo tienes que decirlo!

No podía seguir allí de pie sin hacer nada, se dijo Lali, aunque significase perder aquel empleo el primer día, y aunque aquel empleo supusiese la diferencia entre no tener que depender de sus padres y dormir en el banco de un parque.

—¡Démela!

Ignorando la expresión patidifusa del hombre, que había girado la cabeza al oírla, Lali se dirigió hacia él a grandes zancadas y le arrancó la galleta de la mano. Después, agachándose, secó las lágrimas del niño con el puño de una manga, y se la dio.

El chiquillo se la metió en la boca a toda velocidad para que su padre no pudiera requisarla, y sonrió a Lali con la cara pringada de churretes de chocolate y los carrillos llenos.

—¿Se puede saber quién diablos es usted, y qué se cree que está haciendo? —exigió saber Peter Lanzani, aún acuclillado en el suelo frente al niño.

La tela de los vaqueros, tirante sobre los muslos en esa posición, quedó más holgada cuando se levantó y miró a la joven, profundamente irritado. Debía medir más de un metro ochenta, lo que lo hacía un gigante en comparación con el metro sesenta de Lali, que de pronto se sintió como David frente a Goliat... y sin honda.

—Soy la niñera que envía la agencia de empleo —le dijo, armándose de valor—, y lo que he hecho ha sido poner fin al tormento al que tenía sometido a este chiquillo. Por si no se ha dado cuenta, señor Lanzani, es un niño, no un perro al que pueda enseñar trucos prometiéndole galletas.

—¿Cómo se atreve...?

—Me atrevo porque me importa. Ésa no es manera de educar a un niño —lo cortó ella, alzando la barbilla desafiante.

Los ojos verdes de Peter Lanzani la miraron como si quisieran fulminarla, pero Lali había tenido a algunos de los profesores de música más estrictos y desagradables del planeta, y no se arredraba fácilmente ante esas tácticas intimidatorias.

—¿Y cree que a mí no me importa mi propio hijo? —le espetó el hombre en un tono sardónico.

El brillo feroz de sus ojos habría hecho huir a un lobo, pero Lali puso los brazos en jarras, manteniéndose firme a pesar del leve temblor que sentía en las piernas.

"NIÑERA" TERMINADOOnde histórias criam vida. Descubra agora