Capítulo veinte

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Capilla Saint Lucas, Inglaterra

ANA

Posó un paño húmedo en la frente de Kiel, la fiebre no disminuía y el pobre ángel temblaba a más no poder. Ana sabía que él existía desde los inicios del universo, pero viendo su rostro juvenil de cabellos cobrizos que caían desordenados por la almohada, a ella solo le pareció un jovencito en sus veinte, tratando de aferrarse a la vida.

Acababa de terminar con Finn, y aún le restaba Naciel. El sonido de pasos acercándose le indicó que Melezel venía con las vendas limpias que Kiel necesitaba. Cuando lo oyó lo bastante cerca detrás de ella, extendió una de sus manos hacia atrás sin voltearse, esperando recibir las vendas. Cuando los suaves lienzos fueron depositados en su mano derecha, Ana le agradeció al ángel.

—Oh, gracias, Melezel, solo me resta cambiar el vendaje de su pierna.

—De nada, princesa, pero yo no soy Melezel —oyó a sus espaldas y su corazón pareció detenerse en su pecho.

Exhaló la angustia que portaba muy adentro y cerró los ojos aliviada.

Ana se giró despacio, el tiempo parecía ir más lento, estar rezagado. Hasta que no se topó con los ojos celeste verdosos de Thomas, creyó que el sonido de aquella voz sedosa podía ser solo un producto de su imaginación, pero al verlos, sus temores vestidos de duda cayeron al piso como un castillo de naipes soplado por el viento.

—Thomas —pronunció con voz temblorosa antes de echarse a sus brazos embargada de una incrédula felicidad.

«¿Cómo es posible? ¿Cómo pudo saber mi ubicación?»

No importaba darle lugar a tales cuestionamientos cuando, apoyada en su pecho, oía de nuevo su corazón.

—Te extrañé tanto —gimoteó, vertiendo de sus ojos ríos de añoranza.

Thomas la abrazó con toda esa ternura infinita que siempre le demostraba.

—Ana —susurró en su oído—. Nunca te dejé, me llevaste contigo al irte. Pobre yo que me quedé aún sin mí, y solo con la promesa dulce de volver a verte.

Ana sonrió al escucharlo y, alejándose solo un poco, lo miró a los ojos.

—¿Así que ni el Apocalipsis mismo puede quitarte lo romántico?—le preguntó con absoluta dulzura.

Él solo encogió un poco los hombros al mismo tiempo que sonreía.

—Pues si vamos a morir, ¿por qué no morir amando? —le respondió y aquello fue demasiado para ella.

Le buscó los labios, rosados y finos, imprimiendo en ellos un beso azucarado, largo y delicado. El beso duró hasta que la falta de aire no les permitió continuar, sin embargo, sus miradas continuaron besándose, la miel de ella y la celeste de él, formando juntas un firmamento acaramelado.

—¿Me amas mucho, Thomas? —le preguntó, aunque sabía que sí, pero había otras razones para su pregunta.

—Sí, mucho —le respondió él y dejó un beso breve en su boca.

—¿Mucho, mucho, mucho? —insistió Ana.

Thomas la miró extrañado y una vez más volvió a confirmarle su enorme afecto.

—Sí, Ana, muchísimo... ¿por qué lo preguntas?, ¿acaso no te lo he demostrado lo suficiente?, porque si tienes incertidumbre en cuanto a mi sentir, no dudaré en manifestártelo de todas las maneras que pueda.

Ana sonrió para sí, lo estaba llevando en la dirección deseada.

—Uhm, lamento decirte que no alcanza.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Where stories live. Discover now