Capítulo veintinueve

162 41 26
                                    

Cerca de Parliament Hill, Inglaterra

ANA

Ana recorría la vasta extensión de verde junto a Thomas. La lluvia había cesado minutos atrás, pero la hierba aún seguía perlada por sus gotas. Habían dejado la capilla y con ella la compañía angelical (la que pronto también partiría) para ir hasta su apartamento, si es que este todavía existía.

Pero aún les restaba un largo camino y poco a poco la tarde se escondía para darle lugar al anochecer.

—Tendremos que buscar algún refugio antes de que anochezca, Ana —le dijo Thomas mientras caminaban tomados de la mano.

Al oír su planteamiento Ana paseó su mirada por el campo abierto; no vio nada parecido a un refugio.

—Sí —concordó—. Pero no veo nada que se le parezca... quizás un poco más adelante, antes de llegar a las colinas.

—Quizás, en ese caso deberíamos apurar el paso —le propuso él. Ana sintió que la mirada de su esposo la buscaba y también lo miró—. ¿Te encuentras bien?, has estado algo callada.

—No es nada —suspiró—, solo estuve pensando. Sabes, en mi adolescencia, cuando fallecieron mis padres y después, cuando Valerie perdió la vida tan repentinamente, me enojé mucho con Dios, muchísimo. No podía entender por qué me arrebataba tanto, por qué me dejaba en este mundo tan sola. Entre gritos y lágrimas le reclamé decenas de veces por qué la gente buena y decente debía morir, cuando los malos y dañinos siguen viviendo hasta ser ancianos. Pero ahora, desde que Melezel me contó sobre esa otra vida de paz y felicidad, sin dolor ni tristeza, siento que hay demasiado que no conozco ni entiendo como para estarle reprochando.

»Creo que mi visión sobre la vida y la muerte han cambiado, Thomas, y en mi interior siento que he hecho las paces con él.

Ana sintió que se le aguaban los ojos; aun así miró a Thomas, y le dedicó una pequeña sonrisa.

—Eso me alegra mucho —expresó Thomas, correspondiendo a su sonrisa con otra más grande—. Cuando Valerie murió, meses antes de nuestra boda, temí que te encerraras en tu dolor, que te perdieras; pero fuiste fuerte, saliste adelante, soportaste aquel nuevo golpe de la vida y te levantaste. Amor, eres mi heroína y lo sabes, realmente lo eres.

Las palabras de Thomas terminaron de conmoverla, y aquellas lágrimas que retuvo en sus ojos, al fin escaparon de ellos para rodar cuesta abajo por la curvatura de sus mejillas.

Siguieron avanzando. Les llevó una nueva hora divisar a lo lejos lo que parecía un establo. Cercana a este había una casa, que a juzgar por su aspecto había recibido el impacto de una de esas ráfagas de fuego; solo quedaban de ella las vigas ennegrecidas y cuatro paredes dañadas.

Cuando llegaron a la alta estructura de madera, la noche ya había hecho acto de presencia, pintándolo todo de un negro azulado.

Thomas abrió la puerta del cobertizo y entraron mirando hacia todos lados. Dentro, un par de gallinas, un perro y dos ovejas les devolvieron la mirada.

—Muy bien —suspiró Thomas—, no es el Hilton, pero por esta noche servirá.

Ana le tomó la mano apretándola con suavidad.

—Estamos juntos y eso es lo único que en verdad importa.

Thomas asintió a sus palabras y le dio un pequeño beso en la frente.

Los animales no recelaron de su presencia, es más el perrito parecía encantado con ellos; no paraba de rodearlos moviendo la cola.

Se dispusieron a buscar algo con qué armar una especie de lecho temporario. Hallaron solo un par de mantas empolvadas, y con estas y paja, (que era lo que sobraba allí) se armaron un lugar para dormir. Se acostaron poco después, estaban muy cansados y les dolían los pies. No paraban de repetir esas dos cosas. Ana se cobijó bajo una gruesa manta multicolor y sobre el pecho de Thomas. Había cierta acidez en el ambiente, olores fuertes y no muy agradables, pero al mismo tiempo silencio y tranquilidad.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant