Capítulo cuarenta y ocho

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Los Cielos eternos

HARIEL

Volver a ver los ojos de Luzbell, celestes como antaño, le dio esperanzas. Sabía cuan airado seguía él con el Padre, por razones que aún no llegaba a comprender, que nunca había comprendido, pero él creía que quizás, como el color de su mirada, tal vez el caído de a poco volviera a su estado original, dejando atrás todo aquel odio que cargaba por tanto tiempo.

Hariel quería creer, y ese deseo seguramente provenía del hecho de haber sido testigo de un milagro, aquel que le devolvió a Pilly-Kabiel.

Sonreía mirando a la que amaba. Probablemente la devoción que le tenía se le notaba demasiado, y estaba bien que fuera así, no pretendía ocultarla, estaba orgulloso de ese lazo que tenían, de la forma en la que le había dado su amor, que era más que romance, era amistad, camaradería... habían desechado la individualidad para convertirse en uno solo.

Cuando el portal se llevó a los ángeles condenados, desapareciéndolos de la vista, Hariel miró hacia el frente, preguntándose cuál sería su castigo, y si, como antes pensara, pudiera llevar sobre sí el de Pilly-Kabiel.

De nuevo en aquel templo de adoración reinó el silencio. El calor del portal aún permanecía, sus vestigios habían entibiado el aire haciendo más penetrante el aroma de la sangre de los caídos, que todavía manchaba esos pisos inmaculados.

—Lumiel, acércate —llamó el Padre. Él vio a la hechicera titubear antes de hacerlo; se colocó al lado de Uriel.

«¿Ella tendría miedo? Él solo le temía a una cosa».

—He visto tu arrepentimiento cuando el tiempo para hacerlo casi se acababa —continuó el creador—, pero los horrores que produjo tu manejo de las artes oscuras fueron demasiados como para ser borrados solo con un perdón. No te enviaré con los demás a las regiones celestes, pero tampoco puedo tenerte entre los míos, eso me lleva a...

—Padre... —el que interrumpió a Dios fue Uriel. Todos se mostraron muy sorprendidos.

—Perdona mi impertinencia —se disculpó el arcángel, inclinando su cabeza—, pero antes de que dictes una sentencia irrevocable, por favor, escúchame.

—Habla, hijo mío.

—Permíteme ser su guarda —propuso. La voz le temblaba un poco, más no se amedrentó—. Yo puedo vigilarla, enseñarle a ser de nuevo lo que una vez fue, puedo ser su guía a la luz. Será mi completa responsabilidad, y de ella te daré cuenta. Te lo ruego, mi Señor.

El Padre, teniendo en cuenta su silencio, pareció meditar las palabras

de Uriel.

—Te concederé lo que me pides, porque el que lo pides eres tú. Permanecerá en los Cielos, pero le quitaré su jerarquía, como también todo su poder, y prestará servicio en el templo.

Hariel contempló el rostro conmovido de Lumiel. Lloraba. Extendió una de sus manos a Uriel y se la apretó con afecto. A él le alegraba que tuviera una nueva oportunidad. Esperaba que supiera aprovecharla.

—Gracias, Padre —dijo Uriel, y ambos se retiraron del altar, yéndose con Miguel que observaba todo desde la puerta.

—Hariel, Pilly-Kabiel... acérquense. —Fue el nuevo llamado de Dios.

Hariel aspiró profundo y se giró para mirar a la que amaba. Ella sonreía; sus ojos verdes como dos gemas, brillaban al devolverle la mirada. El momento temido había llegado, no les quedaba más que ir a Él. De la mano se acercaron al altar. Ambos se arrodillaron e inclinaron respetuosamente sus cabezas.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)जहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें