Capítulo cuarenta

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En las puertas de la Sinagoga de Tel Aviv, Israel

PILLY-KABIEL

La tierra comenzó a abrirse, haciendo que los trozos de asfalto volaran en cien direcciones distintas. Las garras ya asomaban, al igual que las patas y algunas cabezas. Pilly-Kabiel aspiró profundo, y se puso en alerta. Estaban surgiendo a unos cien metros de ellos, y eran demasiados. Parecían hormigas brotando furiosas de un hormiguero pisoteado.

—Son demasiados, no vamos a lograrlo —le dijo en voz baja a Hariel. No lo miraba, solo podía mirar en la dirección al hato de Inmundos que comenzaba a acercarse.

Sintió que él le apretaba el brazo. Sus ojos se posaron en su mano, luego ascendieron hasta sus iris rojizas.

—Vete —le ordenó Hariel cuando chocaron miradas—, vuela rápido y lejos de aquí. Yo haré lo mejor que pueda para contenerlos.

Pilly-Kabiel no se creía lo que estaba oyendo.

«¿Qué se fuera?, ¿que lo dejara?, ¿qué sentido tenía salvar la vida si no podía compartirla con el que amaba?, ¿cómo dejarlo enfrentar esto solo? No, morían los dos o vivían los dos, no existía otra forma».

—Claro que no —articuló sin levantar la voz en un grito, pero sí con marcada intensidad—. ¿Qué demonios dices?, no voy a dejarte, y no hay nada que puedas decir o hacer para convencerme de que lo haga. Si es nuestra hora final, que así sea, pero no pienso apartarme de tu lado.

Hariel suspiró y cerró los ojos. Un segundo después los abrió, los tenía cristalizados. Negó con la cabeza; sus próximas palabras se parecieron a un ruego.

—Por favor, Pilly, no seas terca. No podemos vencerlos y lo sabes... ¿para qué obligarme a verte morir?, ¿por qué hacerme presenciar algo como eso?

Pilly-Kabiel comprendía su sentir. Le era impensable verlo perecer en manos de esos monstruos sedientos de sangre. De los ojos del hombre que amaba cayeron un par de lágrimas; las de ella no se hicieron esperar. Estas se mezclaron en el pequeño beso que dejó sobre sus labios.

—Hasta aquí, nada ni nadie —comenzó a decir ella con voz temblorosa—, nos ha logrado separar. Y nada ni nadie lo hará en lo que nos resta de vida, sea minutos o milenios, así será. Ni siquiera la muerte tiene tal poder, Hariel, porque tú eres parte de mí como yo soy parte tuya. La veremos a la cara y nos hallará como hemos vivido...

—Juntos —completó Hariel interrumpiéndola.

—Juntos —repitió ella.

Pilly-Kabiel le sonrió; sus labios temblaban y esta angustia no provenía del temor a morir, sino de la impotencia de haber callado por tanto tiempo. Hariel también le sonrió. Su sonrisa, al igual que su mirada, eran las visiones más sublimes que ella tuvo el privilegio de contemplar, y eso que había visto tanto. Había mucho que decir, pero no recurrieron a las palabras, estas carecían de suficiencia para expresar tal caudal, no, le delegaron la tarea a sus labios, en un beso que bien podría ser el último. En ese beso se dijeron todo, en ese beso no callaron nada.



En las puertas de la Sinagoga de Tel Aviv, Israel

LILLY-NAIEL

Observaba la escena romántica con ojos soñadores. El amor que se tenían esos caídos era incuestionable. Lilly-Naiel trajo a su memoria a Thomas y Ana; en ellos se evidenciaba un sentir parecido; amor verdadero, así le decían.

Su atención se fijó en el frente. Los Inmundos que ya habían logrado escapar del hueco en la tierra, corrían hacia ellos, que contando a los pocos soldados de ambos bandos que no habían huido no superaba los cien. Ellos eran miles.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Where stories live. Discover now